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sábado, 16 de julio de 2016

Un país de bobos.

Venezuela es el epicentro de nuestras vidas, y en ella surcan nuestras interpretaciones, pareceres, gustos y desacuerdos. No es secreto para nadie que los últimos han sido años de exacerbado disenso, en donde la opinión pública ha tendido a irse por los causes de la polarización; no obstante vale la pena acotar que persisten una serie de lugares comunes que dan sentido al sujeto en sociedad y a la sociedad en el sujeto. Por ejemplo: es totalmente comprensible que todo aquel que haya recibido un balazo sea una delincuente, pues, de otra forma ¿por qué habría merecido tan vil “ajusticiamiento”? Lo podemos ver día a día, ante las noticias de linchamientos y asesinatos, que por su grotesca forma arrojan a la víctima en el banquillo de los acusados cuando no así al delincuente en cuestión.

Pienso esto y recuerdo a nuestro presidente, el infame camionetero que al día de hoy sigue gobernando junto a los militares y por encima de cualquier facción civil del bando político que sea. Veo a nuestro presidente y lo pongo en perspectiva con lo que para muchos se ha vuelto un diagnostico que, al menos en mi caso, resulta curioso y digno de ser comentado. Hablo, por supuesto, de su estruendoso repertorio de pelones, como les diríamos en el argot venezolano –y para el no venezolano, hablamos tan solo de sus cagadas, sus torpezas, sus bloopers y demás figuras mediáticas que van haciendo de Maduro un tipo bolsa, por no decir tarado.

Sí, es cierto. Gran parte, por no decir la mayoría, de la opinión pública se ha volcado a una interpretación curiosa de este fenómeno. Todos se alaban a sí mismo, en una suerte de acto religioso, una gran epifanía, verdad revelada, al resaltar que todo aquello del presidente es un gran stand-up, una gran obra dirigida a las masas cuya verdadera intención es  entorpecer cualquier gestión política que venga desde la oposición.

Desde la vez que confundió los peces con los penes (para evadir el tema de las guarimbas), hasta la vez que leyó en cadena de radio y televisión un mensaje de un tal Moisés David instándolo a chuparse uno (no hace falta indagar en el qué; tampoco en la respuesta del presidente en evasión de la victoria opositora del 6D). Todo ha sido un engaño, un gran acto de prestidigitación. Hemos sido unos bolsas por creer que el presidente, gran estratega del PSUV y del Gran Polo Patriótico, pueda cometer inconscientemente tales torpezas en vivo y en directo. Somos unos bobos por no saber que es una acción racionalizada, propia de un tipo tan vivo como el presidente de la República Bolivariana de Venezuela.

O al menos eso nos ha dicho la elite intelectual, cuyo discurso va, en primera instancia, a sobreestimar al presidente por su notable capacidad para mantenernos embelesados con su gran estrategia comunicacional y, en segunda instancia, a contribuir a desviar la atención sobre las realidades trágicas que al día de hoy todos y cada uno de nosotros padecemos.

                De ambas instancias debo disentir. La reflexión ha sido reducida a la superficialidad y nuestros líderes de opinión parecen sacados de cualquier agencia de marketing político; parece ser que su única finalidad es reducir la política al showbussiness. Contribuye Maduro, sí, pero también ha contribuido la opinión pública (aquella políticamente correcta, gran intérprete de los problemas de su ombligo y de su miope experiencia histórico-política). Decir que nuestro presidente es un maestro de la comunicación, por el simple hecho de desviar cualquier discusión importante en aras de hacer payasadas para (supuestamente) mantenerse en el poder, no sólo habla mal del presidente, sino además de las personas que, además de estar calificadas para hablar de la abstracción que es la democracia, únicamente contribuyen al tema político con medias verdades y opiniones halabolísticas hacia la elite política opositora.

El debate también está en la crudeza de nuestra cotidianidad: el narcotráfico y su ascenso –no sólo en la figura del Estado sino además en los resquicios de nuestro día a día–, así como la desnutrición infantil, la mendicidad, el tráfico de armas y la figura del pran como modelo a seguir. Se me ocurre, además, el problemita que tanto ha denunciado el vagabundo de Giordani sobre unos cuantos miles de millones de dólares perdidos, sabrá Dios (y a su lado el intergaláctico), en cuál paraíso fiscal de aquellos que tanto emocionan a nuestros profanadores-de-renta promedio.

                Y es necesario distinguir dos aspectos importantes: la comunicación y la política. La primera parece girar en torno al aparentar y lo segundo al mundo concreto de la acción. En lo político no hace falta decir que Nicolás Maduro, por torpe e imbécil que pueda ser, ha arrastrado al país, y al chavismo en especial, a su poder de mando. Nadie ha podido tumbarlo del poder y, por mucho que las expectativas de miles vayan hacia el fin del régimen, es importante acotar una verdad tan grande como los nichos de corrupción de nuestra revolución: el gobierno y el presidente siguen en pie, sin indicios aparentes de querer entregar una sola cuota de poder.

                Dicho eso no podemos conformarnos con decir que el hombre es un genio. Precisamente, la paradoja persiste en el hecho de que un tipo tan atroz haya podido sumir al país en malandraje, desidia y caos. Salvajemente hemos corrido para poner a Maduro en un altar, considerarlo la mano que mece la cuna, cuando lo que hemos debido de hacer es cuestionar severamente a quienes hacen política en este país. Nada bueno sale de decir que la ignorancia como herramienta política es audaz y pertinente; por el contrario, es el signo de la decadencia de nuestro sistema político y de nuestras aspiraciones democráticas.

                Bien puede ser el tipo que anda bailando día y noche en Miraflores, como el que va por Venezuela diciendo que a la gente no le interesa en lo más mínimo el estado de derecho, la libertad, y la igualdad. Aquel que evade el tema del narcotráfico y del malandraje como práctica estatal en virtud de hablar del pueblo hambriento –pueblo que al parecer es un bebé incomprendido e iletrado, pueblo que, al fin y al cabo, debe ser visto y explicado desde una visión lastimera.


                No es un triunfo, ni es inteligente, ni es sabio, ni es perspicaz decir que Maduro es un rolo-de-vivo y que nos tiene a todos pendientes de su mal inglés. Ir por el andén de la obviedad no es ningún logro. Pensar a Venezuela, ésta, la del 2016, no exige tan ingrata comodidad. Elite querida, con Luis Vicente León nos basta y nos sobra, por favor.

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