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miércoles, 9 de septiembre de 2015

Los tres países.

*

Era un niño rubio. Recuerdo que su cara era llamativa, no tendría más de 5 años y parecía que fuese el sobreviviente de una guerra. Su abuela, Polonia, ha sido cliente de nuestro restaurante por largo tiempo. Siempre me llamó la atención esas dos personalidades, la del niño que siendo menor que yo tenía cara de refugiado y la de la señora que sin importar la adversidad siempre estaría para resolver.

                Ambos iban a eso de las 12 del mediodía, Polonia pedía el almuerzo para llevar mientras el niño jugaba al frente de la barra. Nadie jugaba con él pues tenía la pinta del niño tremendo: inquieto, fastidioso, ruidoso e impertinente. Nadie parecía prestarle atención al niño que más ruido hacía. Nadie quería voltear a mirar hacia donde estaba el niño al que Polonia tanto regañaba.

                Polonia era su abuela. ¿Dónde estaba su mamá? ¿Dónde estaba el papá? ¿Polonia suplía a los dos? Improbable, seguro detrás de ellos había una familia venezolana que a todos nos ha tocado vivir. Lo que perturba del asunto siempre fue que ambos venían de un barrio que quedaba debajo de un puente. En aquel ambiente el tráfico y consumo de drogas era la regla. Los indigentes de toda la Avenida Baralt recurrían a la satisfacción de sus vicios debajo de aquel puente. La gran mayoría de los choros que hacían su vida entre La Candelaria y Bellas Artes residían ahí.

                Un ambiente toxico que traduce la cara del niño: una vida de mierda como razón del abandono. Un abandono de las instituciones y de las personas, la ley del Estado no alcanza a las personas debajo del puente. Ellos son su propia ley. En pocos años serán la ley de los demás.

                El niño crece y crece. Llega a los 11 años y no lo volvimos a ver. No acompañó más a su abuela a comprar el almuerzo. Extraño por no decir atípico ver a Polonia sin su nieto. ¿Dónde estaba el niño? Su abuela nos decía entre jocosa y entre consternada que el muchacho andaba por la calle jodiendo con sus nuevos amiguitos. El niño que no tuvo familia ahora se acerca a la otra entidad donde se puede formar: la calle.

                Una sola ocasión lo volví a ver. Fue cuando el muchacho tenía 14 años. Cuando lo vi fue él quien me reconoció. No pude creer que ese malandro haya sido aquel niño inquieto. Lucía trasnochado, con la cara cortada y demacrada. Era alto, delgado y con una voz que carraspeaba años de experiencia mal-ganada. No aparentaba los 14 años que decía tener. Sus ojos ya no dibujaban inocencia en su mirada; sus ojos eran la marca de una triste experiencia vivida en la ciudad más peligrosa del país.

 “¡Epa colombiano!”. Me saludó por el distintivo de mi padre. Lo saludé, le pregunté que porque no había vuelto con su abuela y tan solo me respondió “Estoy en la chamba”. Nos despedimos y fue la última vez que lo vi. Yo tampoco volví a trabajar a donde mis padres. Dejé de frecuentar las caras de los clientes. Sin embargo, jamás olvidaría a Polonia por su particular nombre y por su nieto, el niño que se mudó desde la casa a la calle.

Hace dos años tuvimos las últimas noticias del muchacho. Ya era un hombre, un delincuente que tenía 30 muertos encima. Era el azote del barrio debajo del puente.  Un azote de barrio con tan solo 18 años. Tenía culebras en La Pastora, en Mecedores y Cotiza. Su abuela lo mandó a Barcelona para que trabajara donde unos tíos y se alejara de aquel ambiente que no le favorecía y donde estaba amenazado de muerte. Fue y regresó con más problemas de los que se llevó. Se calmó por un tiempo aparentemente. Tenía un nuevo trabajo, del cual nadie sabía con exactitud que hacía.

No sorprendió a nadie. El muchacho se metió a colectivo. Coqueteó con la política. Sin embargo su incursión revolucionaria no duró demasiado. Hace dos días fue encontrado muerto con 40 balazos distribuidos entre la cara y el torso. Fue ajusticiado en la esquina de su casa. Su último trabajo fue el de escolta. Polonia no sabe a quién escoltaba el niño. Polonia no sabe lo que pasó. Tampoco la veo desbastada. Ella sabía hacia donde iba encaminado el niño.

Al igual que su nieto varios muchachos han tenido que vérselas con ese destino. La juventud venezolana se debate entre dos opciones: una tumba a temprana edad o huir. Huir del país, escapar de la desgarradora realidad que nos abraza, correr sin mirar atrás. Despavoridos no sabemos que hacer al estar absortos ante tanta muerte y desidia.

El país obvia algo. Lo que no vemos es que estamos exigiéndole a nuestros jóvenes ser maquinas. Bien sea maquinas para asesinar y destruir vidas o bien sea maquinas insensibles e inhumanas cuyos sueños dan lo mismo que sus fracasos.

Algo anda mal en Venezuela.


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Me fui hace 5 años del país. Las primeras semanas me sentí a gusto, el trabajo que tuve en Caracas exigía salir siempre a las 11 de la noche y el camino a mi casa era peligroso. Recuerdo que los primeros dos meses de mi estancia en este país fueron confortantes en ese sentido. Pude caminar de noche en una ciudad por primera vez en mi vida. Por primera vez en mucho tiempo pude comprar mercado y tuve vuelto. No tuve que hacer cola, ni nada. Pude experimentar aquello que se conoce como poder sacar el celular en la calle sin el temor de que me robaran.

Estaba a gusto. Mi familia me llamaba cada día de la semana y a medida que pasaba el tiempo se me hacía un poco tedioso atender sus llamadas. No porque me causase alguna molestia sino porque hablábamos de cosas que aún no sucedían. En sus llamadas había cierta expectativa por saber de aquella nueva realidad que yo vivía que hasta los momentos ni me absorbía ni se me presentaba tan radicalmente distinta.

La comida si me sabía distinta. Las arepas tenían una extraña ausencia de lo salado y el café o era muy amargo o era muy dulce. Jamás en el punto exacto.

Más allá de esos detalles la vida se me presentaba muy monótona. Poco sabía de Venezuela y poco me interesaba recordar aquel infierno que tantas veces maldije. Ahora la vida la hacía por mi cuenta sin ataduras en la familia. Ahora la vida, por primera vez en 30 años, iba a comenzar.

Todo cambió cuando vi un video cómico en la red y por un efímero instante deseé verlo con mi hermana. Aquel momento me resulto súbitamente extraño y particular. Nunca había deseado tener a mi hermana o a ningún familiar a mi lado. De hecho, muchas veces maldecía el hecho de tener que compartir el baño con ella. No pude analizar a profundidad aquella situación, quizá porque no quise o quizá porque mi mente instantáneamente borró aquella pírrica nostalgia.

Intenté no prestarle atención a aquello. Intenté canalizar mis días en el caminar por la nueva ciudad que me acogió. Respirar el aire de una vida nocturna que me fue negada en Venezuela. Sin embargo me fue sucediendo algo muy extraño: no había calle que mirase que no me recordase a las extrañas bifurcaciones arquitectónicas de Caracas.

Un día mientras caminaba vi una construcción y en ella una edificio que prometía dar un aire de nueva modernidad a la ciudad. Mi mente saltó inmediatamente al recuerdo de aquel otro edificio que, idéntico al de mi nueva ciudad, hacía juego con la anomalía arquitectónica que fue Chacao durante los 90s.  Al entrar en los recuerdos de aquel edificio vi una puerta. La puerta no estaba cerrada y cuando la abrí pude ver lo que detrás de ella se escondía.

 Me veía agarrado de la mano con mi primera novia. Ambos, caminábamos por la ciudad y hablábamos de los problemas de nuestra adolescencia: la muerte de Cayayo, lo increíblemente brutal que fue Pin Pan Pun, como el peo político nacional nos sabía tan a mierda, entre tantas otras cosas. Ambos veíamos el edificio y mirábamos a lo largo del valle y nos reíamos de lo espantosa que era aquella ciudad, aquel adefesio que tan disconforme nos tenía.

 Irónico resulta que una vez abierta esa puerta pude darme cuenta de muchas cosas, entre ellas la inevitable realidad de la falta que me hace Caracas. Pues de los pequeños imperfectos se hace el amor y el amor por mi ciudad se me comenzó a hacer más latente cuando, irónicamente, más recordaba lo engreído que fui cuando decidí apartarme de ella.

Los recuerdos comenzaron a ser la base de mis pensamientos. He sedimentado mi presente en la añoranza del pasado. La verdad es que aquello que en su momento me tomó por sorpresa es ahora la ley de mis días. No hay instante en que no quiera compartir lo más mínimo con aquellas personas que en su momento formaron parte de mi vida. Desde los paseos en camioneticas hasta mirar por la ventana y ver al Ávila hacia el norte. La montaña, esa única y gran certeza que siempre han tenido todos los caraqueños, ya se esfumó de mi vida.

Yo me fui, pero el país sigue conmigo. Persiguiéndome, cuestionándome todos los días si tomé la decisión correcta. Lo más triste de todo es saber si algún día volveré. Quisiera reconfortarme con la idea de poder volver a la calle donde me crié, ir a la casa del amor de mi vida y besarla, desayunar en Café Eduardo, subir la montaña un domingo en la mañana y ver aquella ciudad de mis pesares.  Pero sé que no será así.

La vida del inmigrante se va en desear aquello que ya no se tiene. Siento que mi generación tuvo la desdicha de ser como el café que bebemos quienes estamos lejos de nuestras tierras: jamás en nuestro punto exacto.


***

Siempre paso por Miraflores para evitar la cola que se forma en El Silencio. Llego a la Esquina Bolero y doblo hacia la derecha para pasar justo al frente de la sede de gobierno. Continúo dos cuadras como si fuese hacia la Avenida Sucre para luego cruzar a la izquierda y volver a mi ruta habitual. Paso por la parte trasera del Liceo Fermín Toro y justo al frente de las escalinatas del El Calvario. Todo ese recorrido para pasar luego por la Plaza O’Leary y luego encaminarme hacia mi destino.

Desde junio del 2013 hago este recorrido, me libra de la incesante tranca que se arma a causa de la trampa de autos que es la Avenida Baralt en la hora pico. A medida que he hecho este viaje me he dado cuenta de algo: la vigilancia y seguridad en Miraflores ha ido en aumento. De unos 10 o 15 efectivos militares que hubo para 2013 al día de hoy este número asciende a unos 50 verdes, los cuales armados con rifles y escopetas tienen un acompañamiento bastante singular.

Trincheras. Trincheras que hasta hace dos semanas se ubicaban tan solo hacia el oeste y que esta semana se han situado también hacia el este. Vale la pena recalcar que las trincheras que se sitúan al oeste de Miraflores son más grandes y más amplias  que las trincheras que están del este, las cuales no parecieran ser más que un parapeto.

¿Cuál será la razón por la cual la sede de gobierno está atrincherada? Evidentemente estamos en una guerra. ¿Por qué las trincheras que vienen del 23 de enero y de Catia son más grandes que las trincheras que vienen de la Avenida Urdaneta? Porque el ejecutivo no puede negar que un hipotético ataque vendrá de aquellos a quienes tan bien armaron.

Vale recalcar, no es una cuestión del oeste caraqueño única y exclusivamente, pues bien es sabido que el tráfico de de armas en nuestro país es algo que en los últimos años ha estado a la par con el aumento de la paranoia y los índices de criminalidad. Quien hoy en Venezuela esté desarmado es o un “buen cristiano” o un pelabola.

Y es que no es una mentira o una atrocidad lo que aquí expongo. El potencial armamentístico que reside tan solo en el 23 de enero es suficiente excusa como para que el ejecutivo se declare en estado de alerta. Si así está el Estado, donde, como diría Max Weber, reside el monopolio legítimo de la violencia, ¿cómo estarán las personas que no tienen guardaespaldas, escoltas o pistola? ¿Cómo sobreviven a la vorágine de violencia?

Hablar de ciudadanía resulta cada vez más absurdo. Ya no somos ciudadanos. Somos todos extranjeros. Somos todos potenciales sospechosos y culpables. Todos estamos a la merced de un dedo acusador que no deja más que la incertidumbre de saber cuándo será el día en que cualquiera de nosotros será señalado.

Es un país extraño para muchos. Las calles no nos pertenecen. Nuestros amigos se han ido. Varios negocios de años y años han cerrado. Mis vecinos han decidido irse del país. No conozco a los que viven al lado y nunca los veo. Casi nunca salen y yo tampoco. Lo único que ha sido regular ha sido hacer colas y aún así eso no garantiza que quienes estén por delante y por detrás en un día lo continúen estando a la jornada siguiente.

Amo a mi país y amo a los seres extraños que hacemos vida en él, sin embargo siempre me pregunto hasta cuando resistiré. Nunca me han robado. Nunca me han secuestrado. Hasta los momentos mis seres queridos han permanecidos inmunes a la ola de asesinatos que ha ido en aumento durante los últimos años. Aún así la oportunidad de salir libre de esa ruleta rusa parece que se va haciendo más y más pequeña.

Una gran parte del país ha decidido dejar de pertenecer e irse. Otra gran parte del país está en el transito socialista hacia una vida más miserable. Yo pertenezco a esa porción de personas que busca razones y motivos para quedarse.  Motivos para confiar, pertenecer, crecer y aprender.

Parece un absurdo querer buscar eso que parece que ya no se encuentra por ningún lado. Ahora cada persona de este país vive con temor. Miedo de que en la esquina donde está la cola se arme un saqueo. Temor de ir caminando y que unos motorizados pasen robando a quien les dé la gana. Horror de ver las noticias de los linchamientos y ajusticiamientos. Pánico al llegar a la casa y enterarte de que algo malo le pasó a una persona allegada.

Quizá el gobierno sienta lo mismo, eso puede explicar las trincheras. Muy parecido a muchos de nosotros el gobierno también está en búsqueda de alguna excusa para quedarse. Su proyecto revolucionario, argumentan ellos, no ha concluido. No se ha robado lo suficiente, ni se han asesinado las suficientes personas y tampoco ha habido tanto malestar social como para que ellos consideren dar por terminada su estancia en el poder. Las colas, los linchamientos y la escasez son simples detalles.

Y puede resultar que la cuestión se resuma a una escena de película western, en donde antes de batirse en duelo uno de los dos sujetos evoque el típico: “Este pueblo es muy pequeño para que estemos los dos”. Con la gran diferencia de que este duelo se mide el que se puede atrincherar y armarse hasta los dientes contra el pobre pendejo cuya única esperanza es que algún día las cosas mejoren. Que algún día la vida deje de valer mierda.


Mientras tanto, la gente se va, los cadáveres no son escasos y la decadencia es el eco de varias generaciones. Aún así, y después de tanto pesar, muchos nos preguntamos… ¿y cómo coño arreglamos esta vaina?

jueves, 3 de septiembre de 2015

Gracias totales.

Con motivo al primer aniversario del fallecimiento de Gustavo Cerati.


            *

Fue hacia 2006 cuando comencé a internalizar quienes escribieron De Música Ligera, esa canción que no faltaba jamás a ninguna fiesta, hora loca o emisión radial nocturna. De Música Ligera siempre fueron palabras vacías que repetíamos hasta el hastío sin jamás interrogarnos que se escondía detrás de 3 minutos con 33 segundos.

            Por supuesto, lo que se esconde detrás de esta canción, que en lo particular ya no escucho, es la trayectoria de una de las mejores agrupaciones musicales de la historia. Se escondía detrás de la banalidad de De Música Ligera esa suerte de extraña consecución musical que a lo largo de su vida Gustavo Cerati concretó: una imagen que parte desde el anclaje con los 80s y culmina con la mayor libertad de apertura hacia infinidad de sonidos posible. Soda Stereo a mi entender es eso, libertad de creación, sonidos que absorben y composición seductora. Pues si de algo jamás nos podremos quejar es de la amplia gama de temas tratados por Gustavo tanto en su estancia con Soda como en su carrera solista.

            Además de esto tenemos que el espíritu de su música es uno de alegría, reflexión, melancolía y de vida plena. Comentaba hace algunos días que la música de Soda y de Gustavo servía para cualquier situación menos para molestarse o andar de malhumor; vaya usted a encontrar semejante herencia en conjunción con la extensa carrera discográfica de quien hablamos.


            **

           Para mi Soda Stereo es el soundtrack de mi adolescencia. Quizá porque (IMAGENESRETRO) fue para esa época donde asistí a las fiestas mencionadas arriba o también porque para esos años Soda Stereo se reunió para su gira de reencuentro. Casi por inercia mi hermano y yo decidimos ir a ese concierto en el Hipódromo La Rinconada, pues ni la discografía conocíamos ni teníamos mayor idea de lo que significaba Gustavo Cerati para la música latinoamericana.
            
           Fue mi primer concierto y ahora que lo veo en perspectiva es muy poco lo que recuerdo. Quizá hayan sido unas 5 cosas las que mi memoria conserva: la amplitud de la audiencia que iba desde niños de 10 años hasta personas canosas; los videos de entrada que parecían sacados de la imaginación de Peter Capusotto; (CLAROSCURO) la manera tan amanerada con la cual Zeta Bosio bailaba; lo mucho que grité durante Persiana Americana y Prófugos; mi hermano gritando desaforado porque no se incluyó Ella Uso Mi Cabeza Como Un Revolver en el set, entre muchos otros recuerdos que a la mente no me vienen.
          
           Ha sido una de las mejores noches de mi vida. Poder decir que vi a Gustavo Cerati en vivo es una de esas cosas que por siempre diré con orgullo. Asumo esa realidad como aquel afortunado que pueda decir que vio a Led Zeppelin y a Pink Floyd en vivo. Así de grande para mi es Soda Stereo.
            

            ***
            
          (LOQUESANGRA) Su último CD solista, Fuerza Natural, fue el sonido que me acompañó en mi último año de bachillerato. Recuerdo como mi mejor amigo y yo nos debatimos sobre si ir o no al concierto de aquel 16 de mayo del 2010. Infantilmente decidimos no ir a consecuencia de las excusas que al día de hoy más lamento: ese CD, que no había escuchado completo, no me convencía; van a tocar muchas canciones que desconocíamos; y la peor de todas las excusas: es Cerati, algún día vendrá de nuevo.
            
            5 años después sabemos lo que sucedió. Cerati cayó en desgracia, no sin antes dar un último regalo a nuestra ciudad. Ingratamente supimos retribuir tal agasajo. (ENREMOLINOS) Pues como bien ha circulado esta semana por las redes sabemos que Cerati no sucumbió al terminar el concierto. Todo parece indicar que en nuestra tierra Cerati tuvo unas últimas horas dolorosas en las cuales la mezquindad y la mala atención fueron el signo de las últimas horas de vida consciente de Gustavo.

            Era 2010 y el país ya estaba dejando morir a la gente. Ni siquiera un rockstar como Gustavo Cerati pudo salvarse del barranco existencial que vivimos hoy en día.

            Fue horrible despertar al día siguiente y ver las noticias. Muchos de nosotros en Caracas esperábamos que algún día Gustavo Cerati despertara  y se recuperara para así continuar su carrera; muchos esperábamos conseguir esa máquina del tiempo que nos llevara a reconsiderar la idea de no ir a aquel concierto. Tras lo sucedido (ENTRECANIBALES) siento que con la misma contundencia y orgullo que digo que asistí a un concierto de Soda Stereo también manifiesto mi arrepentimiento y desdicha por no haber ido a la Universidad Simón Bolívar para su verdadero último concierto.


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            Ya se cumple un año que Gustavo nos dejó en cuerpo y alma definitivamente. (DANZAROTA) Cuando me enteré de su muerte sentí alivio, su estado físico tras 4 años en coma debía ser deplorable. Su recuperación sabíamos era una ilusión y lo mejor en su situación era dejar el mundo de la manera que lo hizo: siendo el más grande músico del rock  latinoamericano.

            Sabemos por su música y por lo que sentimos cuando la escuchamos que la obra de Cerati será una que a lo largo de la historia servirá de referencia. Sea como lo es en mi caso a partir de lo anecdótico y de lo plenamente vivencial como lo pueda ser en el caso de otro músico o de cualquier persona que necesite escuchar su música para encontrar un sitio de partida. (ESTOYAZULADO) Pues eso es lo que es Cerati a mi entender, el sitio en el cual camino para encontrarme con la persona que fui para aquellos días donde Soda Stereo era la mejor agrupación del planeta, como el sonido que me lleva a varios recuerdos donde el ocio, la amistad, el amor y la libertad eran la fórmula perfecta para darle sentido a las letras que nos regaló Gustavo a lo largo de su carrera musical.


            No soy (TOMALARUTA) ningún experto en música ni mucho menos. Tampoco creo que haga falta serlo para reconocer la buena música y a los grandes músico. Gustavo fue lo segundo y concretó lo primero. No creo que vaya a haber alguien tan completo y tan agudo como Gustavo. Siempre es un buen momento para descubrir su música y explorar el mundo a partir de ella. Siempre es hoy.