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jueves, 19 de mayo de 2016

Pensando a Caracas #3: Ciudad, hermenéutica y modernidad.

Bien sabemos al día de hoy la preponderancia del lenguaje para la aproximación de cualquier estudio sobre lo social. Sea desde un enfoque lingüístico, como desde un enfoque político, pasando por el discurso técnico como por el discurso poético. Desde Wittgenstein y Heidegger hasta nuestros días, cualquier interés de investigación social debe tener un mínimo de preocupación por el cómo expresamos las realidades que estudiamos (o como esas realidades por sí mismas se expresan).

En la actualidad es imposible escapar al lugar común establecido desde el giro lingüístico: el lenguaje y el discurso son productos socio-culturales por excelencia[1]. Entendemos por esto entonces que cualquier conocimiento que emerja de una sociedad específica cuenta con la primacía de ser un conocimiento legitimado por el lenguaje y esparcido a través del discurso. Parte de los esfuerzos sociológicos de la contemporaneidad se centran en la comprensión del sentido que se ve expreso en las palabras y modismos propios de las sociedades contemporáneas.

El sentido que se busque dependerá del investigador que, en consonancia con todo este nuevo devenir de la ciencia, ejerce el papel de intérprete. Todo el sentido que emana de las sociedades es una interpretación que se tiene de la vida y, precisamente, como hay diversas interpretaciones, el esfuerzo de la investigación sociológica debe valerse de un ethos democrático y democratizador de los distintos discursos que conviven en la sociedad[2]

En ese sentido el interpretar nos une a la tradición hermenéutica que se entreteje desde Schleiermacher hasta nuestros días. Haciendo una lectura más contemporánea nos correspondería enmarcar esta tradición en dos importantes polos: el de la hermenéutica metodista y el de la hermenéutica ontológica. La primera es la llevada por Wilhelm Dilthey (1833-1911) y Paul Ricoeur (1913-2005), la segunda por Hans-Georg Gadamer (1900-2002). Los dos últimos autores se remontan a las reflexiones que el filosofo Martin Heidegger (1889-1976) hizo sobre el humanismo y su manera de aproximarse al hombre.

La demanda de Heidegger se cierne sobre la tecnificación del conocimiento humanista, que al tomar para sí métodos parecidos a los de las ciencias naturales, fungía una desvirtuación del ser de la existencia. En lenguaje filosófico podríamos decir que lo que Heidegger reclama es la reducción del ser a ente, lo que para el lenguaje sociológico no sería otra cosa que la reducción del individuo a objeto cosificado. La gran palanca que hace esto posible es la excesiva importancia que la reflexión científica dio al método desde la Ilustración en adelante.

Siendo así, podemos decir que Heidegger no quería tener nada que ver con el método ni con la tecnificación de la vida que se funda parcialmente con Descartes y Bacon. Su postura lo lleva a encontrarse con Wilhelm Dilthey, autor que retrae la discusión hermenéutica sobre los estudios de ciencias sociales y precisamente habla de la hermenéutica como el método propio de las ciencias del espíritu[3]. Para tal tarea la hermenéutica debía liberarse de su herencia dogmática, enfrascada única y exclusivamente en el estudio de textos religiosos. Podemos decir entonces que Dilthey pone la piedra fundacional para el estudio hermenéutico –así como para cualquier estudio que se pretendía alterno a la hegemonía positivista de finales del siglo XIX[4]. Paul Ricoeur sigue a Dilthey en la medida de que también defiende la noción de hermenéutica como metodología; en ambos es plausible una de las grandes pretensiones de algunas hermenéuticas contemporáneas: la búsqueda por el verdadero sentido.

Ricoeur va en la misma dirección de Dilthey y ve posible el sentido verdadero de la acción[5]. ¿Cómo se puede llegar a ese sentido verdadero? Únicamente a través de un método que brinde la posibilidad de acercarnos lo más que podamos hacia las intenciones del autor. Decimos autor pues Ricoeur tratará todo lo interpretable como texto. En esa misma dirección, si todo es lenguaje y discurso, y toda el habla es un acto social, hace que todo sea equiparable a un texto. Y como buen texto, cualquier realidad debe ser bien leída y bien interpretada.

Gadamer por su parte nos dirá que la hermenéutica no puede ser reducida a un método, pues de tal manera no se hace la separación debida de la pretensión objetivista que es explicita en el positivismo. Gadamer va en la misma dirección que Heidegger al sospechar de cualquier método en cuanto su capacidad de reducir la realidad a objeto. La propuesta de Gadamer girará en torno a una hermenéutica ontológica, en tanto que la hermenéutica no es equiparable a un método específico para una disciplina dada[6]. No, la hermenéutica es más bien la condición del individuo en sociedad en la medida que está en constante interpretación y reinterpretación de lo que conoce y vive, acciones las cuales se dan de entrada en el mundo del lenguaje y el discurso.

Es una capacidad del ser humano, no un método o instrumento de investigación; es su condición en el mundo, no es algún invento científico[7]. Todo es  interpretable, bien sea una canción, una pintura, el desempeño de un doctor en una cirugía, una tendencia en la vestimenta de los jóvenes, entre otros. Lo interesante de la postura de Gadamer es que cualquier interpretación es válida en cuanto forma parte del mismo devenir de la vida; si se coartase la interpretación de los individuos y se intentase reducir a interpretaciones válidas y erróneas quizá se corra el riesgo de recurrir a verdades universales y leyes generales, ambas unidades de análisis del positivismo y cualquier epistemología con intencionalidad totalitaria.

Claro está, la postura de Gadamer se fundamenta en dos ejemplos históricos: el arte y la tradición. El sentido del arte para el autor no es medible ni se encuentra únicamente en la visión del autor de la obra, también el que sirve de receptor a la obra de arte cumple un papel de vital importancia. He ahí lo importante de la metáfora de la fusión de horizontes hermenéuticos en Gadamer, en la medida de que tanto autor como receptor se vuelven participes de la interpretación que emane del encuentro de ambos puntos de vista. Sus puntos de vista se encuentran y hacen juego con el sentido de la obra, que cambia y se transforma en el constante dialogar de ambos actores.

Con la tradición será más fuerte la apuesta de Gadamer[8] y es aquí donde nuestro interés aumenta si contextualizamos parte de lo hasta aquí expuesto con algunas de las discusiones que se dan en el terreno antropológico. Sabemos que la tradición es de vital importancia en la cultura, elemento esencial para cualquier disciplina avocada a lo social. Si vamos a la conceptualización que hace Clifford Geertz de la cultura veremos que se habla de una urdimbre de tramas de significaciones[9]. Por su parte Denys Cuche nos hablará de que no hay cultura sin significaciones por su parte[10]. A nuestro entender, y siguiendo parte de las primeras reflexiones que viene de ambos autores, el sostén de la mayoría de las significaciones, que emanan de una cultura dada, se sitúa en las tradiciones que conforman a la misma. Difícilmente podamos encontrar alguna cultura que no tenga en sí tradiciones, costumbres o rituales que den sentido a parte de sus prácticas diarias.

Lo interesante del asunto reposa sobre el hecho de que parte de estas tradiciones pasan desapercibidas por quienes las practican. Eso sucede por la experiencia total que es la cultura para la persona: forma al individuo, lo configura de cierta manera y le brinda las posibilidades de conocer, hacer y ejercer el vivir. Claro está, esto no hace al individuo un simple replicador de la cultura; todo lo contrario, el individuo tiene la capacidad de reformar la cultura y de irla cambiando en la medida que, precisamente, va interpretando y reinterpretando el mundo que vive. Crucial en este punto es entender que la tradición es el punto de partida para la interpretación, ya que se sirve de lo que Gadamer denominó como el prejuicio, que no es otra cosa que aquello que corresponde a la particularidad histórica de la que venimos y en la cual vivimos[11].

Evidentemente si hablamos de prejuicios a la luz de la razón moderna la carga valorativa que tiende a usarse es la que heredamos de la tradición positivista, donde los prejuicios no eran más que obstáculos en el camino para lograr un estudio depurado del hecho social. Nos comentará Gadamer que esta tendencia a clausurar el mundo del prejuicio es a su vez el cierre de la cultura en cuanto a un conjunto de ideas que van dando sentido al mundo del hombre en sociedad. He ahí un punto neurálgico para cualquier discusión contemporánea, y es que la cultura, conformada por la tradición y por el prejuicio, parece verse seriamente amenazada con el incipiente mundo racional moderno.

En el caso de nuestro interés práctico podemos ver este ejemplo en el desenvolvimiento histórico de la ciudad de Caracas. Varios autores se dan la tarea de reflexionar en torno al convulsivo cambio que tuvo la ciudad desde la llegada de la modernidad, manifestada no sólo desde el cambio estético de la ciudad sino también desde el cómo se constituía en el lenguaje la configuración y el desenvolvimiento de las personas en el nuevo modelo de ciudad.

Esa nueva ciudad tiene a 1945 como fecha de nacimiento[12]. Autores como Aquiles Nazoa, Mariano Picón Salas, Enrique Bernardo Núñez, entre otros, hablarán de esa fecha para exponer el cambio que surge de un modelo de ciudad con respecto a otro. Se hablará precisamente del cambio de palabras entre la vieja ciudad y la nueva ciudad[13]: en lugar de hablar de casas se habla de quintas, en lugar de hablar de boulevard se habla de avenida, en lugar de hablar de caminerías se habla de autopistas. Es un cambio dirigido a acondicionar a la vieja ciudad al ritmo de vida que surge gracias al nuevo dios de la economía venezolana: el petróleo.

Con el petróleo grandes compañías y transnacionales ponen sus ojos sobre Venezuela. No en vano Estados Unidos reafirma su alianza comercial con Venezuela al final de la Segunda Guerra Mundial y el american way of life busca imponerse en la identidad cultural de un país que, a palabras de Picón Salas, entraba al siglo XX con la muerte de Juan Vicente Gómez. La ciudad que vive la muerte del dictador es diferente a la ciudad que es pensada por los intelectuales arriba mencionados. La primera era una ciudad pequeña, aún anclada a su arquitectura clásica y pensada para el peatón; la segunda es una ciudad para el automóvil, una ciudad con aspiraciones de expansión.

Valdría la pena preguntarnos: ¿Cuál es esa vieja ciudad? La ciudad de la que hablamos es la ciudad de la retícula, de la plaza, el patio y la esquina[14]. Para el escritor y arquitecto Federico Vegas era una ciudad con una identidad uniforme que brindaba cierto arraigo a sus ciudadanos y cuyo sentido era claro en la medida que refería a nuestra innegable tradición hispánica. La constitución de Caracas en sus primeros planos nos permiten ver la construcción de una ciudad de cuadras ordenas alrededor de una Plaza Mayor, donde al frente de la misma se levantaba la primera iglesia de toda la ciudad –lo que hoy en día vendría a ser la Catedral de Caracas.

Esa ciudad fue parcialmente demolida. El testimonio de José Ignacio Cabrujas[15] al respecto es revelador en la medida que nos habla de una ciudad completamente vejada de su tradición. A partir de la pretensión moderna, la ciudad se ve en el aprieto de buscarse una suerte de identidad que no le corresponde o que simplemente no le es propia. En ese sentido retraemos la discusión a lo discutido por Gadamer en tanto que nos resulta imposible concebir la cultura sin tradición. Siendo esto de tal manera emerge lo que para algunos autores ha sido centro de análisis desde los años 80s en adelante: el desencuentro entre el mundo-de-vida moderno y las particularidades históricas que conviven en el territorio venezolano.

Eso que fuimos y ya no somos es objeto de interés de muchos intelectuales. La añoranza se vuelve un lugar común, la vieja ciudad que perdieron es el símbolo del cambio al que Venezuela está siendo sometida. Se cambia la ciudad de arraigo hispánico por la ciudad de arraigo moderno (con acento estadounidense, sobre todo)[16]. La pérdida de esa vieja ciudad se va manifestando en el cambio constante que lleva a la ciudad a moverse cada vez más hacia el este[17], lo que hace que Caracas se transforme en una ciudad de realidades paralelas, realidades sin conexión alguna y sin aparente relación entre sí.

La metáfora de Federico Vegas habla por sí sola: la Caracas moderna es una ciudad sin lengua. Al hacer esta referencia el autor no pretende decir que la ciudad no tiene manera de expresarse; todo lo contrario, siempre como realidad histórica la ciudad ha sabido expresar sus distintos momentos bien sea a través de sus construcciones, de sus esquinas, de sus iglesias, de sus edificios emblemáticos, entre otros. Al hablar de una ciudad sin lengua se habla de la ausencia de la lengua madre, el castellano. Es toda una metáfora con respecto a la cultura y nuestro arraigo hacia ella.

La modernidad arrasó con nuestra lengua y nos dejó sin tradición aparente con la cual dar sentido al mundo. Vale la pena entonces cuestionar parte de los supuestos que sostienen un armonioso paso del mundo tradicional al mundo moderno enfocándolo, por supuesto, en el caso venezolano que aquí presentamos. Si la modernidad fue tan definitiva según nuestros hombres de ciencias, ¿por qué tenemos a los literatos en una oposición hacia el acervo moderno? ¿Qué hace que estos hombres se cuestionen los incuestionables beneficios urbanísticos de la modernidad? ¿Hacia dónde apuntaría el análisis a la vista de una ciudad que avanzó definitivamente no sólo hacia el este sino también hacia el sur y hacia oeste? ¿La ciudad perdió en su totalidad esa cultura que sirvió de punto de partida para las primeras críticas que se hacen del pensamiento moderno? Ante esto último podríamos responder que no, aún la ciudad vieja se mantiene. Basta con visitar el centro de la ciudad y ver parte de la Plaza Bolívar; ir a La Pastora y viajar en el tiempo con el remanente colonial que ahí persiste. Y así como en el caso de Caracas sucede en el caso de muchas de las grandes ciudades el país. Esto pone en entredicho todo aquello que se ha constituido desde el análisis de Vegas y de parte de muchos autores que consideran lineal el paso de una ciudad tradicional a una moderna.

Tal análisis es necesario pero corto en la medida que la tradición jamás abandonó en su totalidad a la cultura venezolana. Repetimos y seguimos a Alejandro Moreno: hay un desencuentro de mundos en el país, que a nuestra manera de ver se manifiesta en la constitución de Caracas. Si nos vamos hacia la teorización que hace Alejandro Moreno de nuestro país veremos que en nuestro territorio conviven distintos mundos de vida[18], esto es importante decirlo a la luz de una realidad ineludible: el mundo de vida moderno no absorbió en su totalidad a la venezolanidad que, al menos para Moreno, se manifiesta en el mundo de vida popular.

Para cerrar, la ciudad es muestra del conflicto que la modernidad trajo consigo. Ni la tradición fue completamente borrada y tampoco la modernidad se impuso totalmente. En la tensión de ambas tendencias se ha construido la ciudad que hoy vivimos que aún nos resulta tan necesitada de constantes interpretaciones, siempre teniendo en mente la teorización de Gadamer: sin olvidar que la tradición y el prejuicio –quizá expresado en la nostalgia de los literatos- dan luz para entender de dónde venimos. Ambos elementos, necesarios, en fin, para comprender la cultura que nos hace y que hacemos.



[1] “Antes, se precisa reconocer la importancia crítica del lenguaje, el cual es un producto sociocultural. Y es que no hay pensamiento sin algún tipo de símbolos, pues, aquél es, en cierto sentido, semejante a un ordenador: puede tener la estructura (el hardware) en perfecto estado, pero si carece de un orden simbólico (lenguaje) para operar resulta inútil. De este modo, podemos decir que el cerebro del individuo puede estar genéticamente intacto, pero si carece de un lenguaje adquirido, el proceso de pensamiento resulta imposible. Enunciar ‘pienso, luego existo’, supone un lenguaje previo a enunciarlo. Llegados aquí, está de más recordar que el lenguaje se adquiere por medio de procesos de socialización que suponen la sociabilidad humana.” (Seoane en Larrique, 2007: 70 )
[2] Vale la pena citar al profesor Javier B. Seoane C. y su disertación sobre el cientista social dialógico y la demanda por una práctica ética por parte del investigador: “El cientista social dialógico no se monta sobre el ideal de la neutralidad axiológica como tampoco sobre la convicción de compromisos misionales. Su orientación axiológica apunta hacia las éticas del discurso y de la acción comunicativa, hacia aquellos intentos prácticos por establecer y facilitar un diálogo lo menos asimétrico posible entre actores implicados e interesados en la resolución de conflictos y la definición de determinadas estrategias y políticas a seguir en un contexto dado. Si se quiere, bien se podría decir que este tipo de profesional está impregnado de un ethos democrático abierto a la diversidad y reconocimiento de la otredad. Para este cientista, el saber tampoco resulta un fin en sí mismo, sino un medio en la creación de acuerdos y sentidos sociales.” (Seoane, 2009)
[3] Importante destacar la noción de ciencias del espíritu que en cierta medida funda Dilthey. Las mismas se supone debían ir hacia el estudio de lo subjetivo, elemento que cualquier estudio de corte positivista deja de lado en nombre de la tan buscada objetividad. No en vano dirá Dilthey que las ciencias del espíritu debían buscar su sentido en el comprender (Verstehen), a diferencia de las ciencias naturales cuyo único sentido se encuentra en el explicar (Erklärung). La comprensión así exige algo más que el simple explicar: exige la penetración del sentido de los hombres en los distintos ámbitos donde el mismo se manifieste. Sabemos al día de hoy que tal separación es puesta en entredicho por Anthony Giddens, sin embargo es importante retomarla para lo que fue el inicio de la tradición hermenéutica de las ciencias sociales.
[4] Dilthey viene de la escuela histórica para luego destruir sus presupuestos por responder al positivismo. Así mismo buscó dotar de una base científica propia a las ciencias del espíritu, búsqueda que lo lleva a uno de los fundamentos de su teorización: la existencia de interpretaciones válidas. Dilthey así apunta a la dirección de la búsqueda del verdadero sentido por medio de una búsqueda metodológica, distinta a la de las ciencias naturales,  pero metodológica al fin. (Maceiras y Trebolle, 1990: 39)
[5] “(…) Ricoeur declaró siempre que él no quiere renunciar de ninguna manera a la aproximación metodológica, pero podemos preguntarnos si él resolvió realmente los problemas metodológicos que le reprochaba a Heidegger (e indirectamente a Gadamer) de haberlos abandonado. En efecto, donde Ricoeur jamás respondió a los dilemas propiamente metodológicos de las ciencias humanas, evocados más arriba: ‘¿Cómo dar un órganon a la exégesis, es decir a la inteligencia de los textos? ¿Cómo fundar las ciencias históricas de cara a las ciencias de la naturaleza? ¿Cómo arbitrar el conflicto de las interpretaciones rivales?’ ¿Ricoeur realmente aportó una solución a estas dificultades? Esto no es seguro. Su hermenéutica quedaría así más fenomenológica que metodológica, en todo caso menos metodológica, que lo que él quiso admitir (lo que realmente no es necesariamente una catástrofe).”(Grondin en Navia y Rodríguez, 2010: 40-41)
[6]Desde el romanticismo ya no cabe pensar como si los conceptos de la interpretación acudiesen a la comprensión, atraídos según las necesidades desde un reservorio lingüístico en el que se encontrarían ya dispuestos, en el caso de que la comprensión no sea inmediata. Por el contrario, el lenguaje es el medio universal en el que se realiza la comprensión misma. La forma de realización de la comprensión es la interpretación. Esta constatación no quiere decir que no exista el problema particular de la expresión. La diferencia entre el lenguaje de un texto y el de su intérprete, o la falla que separa al traductor de su original, no es en modo alguno una cuestión secundaria. Todo lo contrario, los problemas de la expresión lingüística son en realidad problemas de la comprensión. Todo comprender es interpretar, y toda interpretación se desarrolla en el medio de un lenguaje que pretende dejar hablar al objeto y es al mismo tiempo el lenguaje propio de su intérprete.” (Gadamer, 2007: 467)
[7] “A riesgo de simplificar, podemos decir que el enemigo de Gadamer es la ‘conciencia metodológica’ que considera la comprensión y la interpretación (términos, a fin de cuentas, que Gadamer no distingue apenas, interesándose finalmente más por la primera que por la segunda) como operaciones cuya objetividad dependería solamente de su sumisión a reglas estrictas. Gadamer está aquí contra la idea científica de objetivación, que olvida que el sentido comprendido concierne de un modo más cercano a aquel que de hecho tiene la experiencia.” (Grondin en Navia y Rodríguez, 2010: 32)
[8] “La realidad de las costumbres es y sigue siendo ampliamente algo válido por tradición y procedencia. Las costumbres se adoptan libremente, pero ni se crean por libre determinación ni su validez se fundamenta en ésta. Precisamente es esto lo que llamamos tradición: el fundamento de su validez. Y nuestra deuda con el romanticismo es justamente esta corrección de la Ilustración en el sentido de reconocer que, al margen de los fundamentos de la razón, la tradición conserva algún derecho y determina ampliamente nuestras instituciones y comportamiento.” (Gadamer, 2007: 348-349)
[9]El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran demostrar los ensayos que siguen es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones.” (Geertz, 2003: 20)
[10] “Reconocer que toda cultura es, de algún modo, un lugar de luchas sociales, no debe llevar al investigador a estudiar solamente las luchas sociales. Aún cuando los elementos de una cultura dada se utilicen como significantes de la distinción social o de la diferenciación étnica, esto no significa que estén vinculados  unos con otros por una misma estructura simbólica que requiere un análisis. No existe cultura que o tenga significación para los que se reconozcan como parte de ella. Los significados, como los significantes, deben examinarse con la mayor atención.” (Cuche, 2002: 146)
[11] “En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que nosotros los que pertenecemos a ella. Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado que vivimos. La lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser.” (Gadamer, 2007: 344)
[12] “La nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija –no sabemos todavía si amorosa o cruel- de las palas mecánicas. El llamado ‘movimiento de tierras’ no sólo emparejaba niveles de nuevas calles, derribaba árboles en distantes urbanizaciones, sino parecía operar a fondo entre las colinas cruzadas de quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los caraqueños. Se aplanaban cerros, se les sometía a una especie de peluquería tecnológica para alisarlos y abrirles caminos; se perforaban túneles y pulverizaban muros para los ambiciosos ensanches. En estos años –de 1945 a 1957-, los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería de sus antiguas casas, todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato; enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de sus padres.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 33)
[13] “Los tratadistas advertían que primero debemos asegurarnos de que no habrá dificultad en la travesía; que la primera memoria (la arquitectónica) debe estar firmemente arraigada para poder sustentar la otra (la de los recuerdos). Caracas ofrecía esa posibilidad hace apenas unas décadas, –la casa caraqueña era muy similar a la casa romana-, pero en dos generaciones ha ocurrido que donde sueñan vivir los nietos es radicalmente distinto a donde vivían los abuelos. La idea de patio se transformó en jardín perimetral, la de plaza en área verde, la de casa en quinta, la de barrio en urbanización.” (Vegas, 2001: 148)
[14] Hacemos alusión al sugestivo artículo de Federico Vegas llamado: “La plaza, el patio y la esquina” contenido en su libro La ciudad sin lengua (2001).
[15] “Porque así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir hasta con cierta jactancia, que provengo de un pueblo de grandes ‘derrumbadores’, un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema. Ése es el paisaje que he visto, por no decir que, en el fondo mis ojos nunca han visto ningún paisaje. Desde luego, no se trata de una ciudad que se reconstruye al estilo de Berlín en los inmediatos años de la posguerra. Reconstruir una ciudad es asumir que todo lo que había en ella era cierto y satisfactorio, como el vestíbulo de la ópera de Viena. Pero Caracas pertenece al ámbito de la destrucción deliberada, como un ladrillo erróneo que termina por no dejarnos satisfechos. Caracas es una ilusión de inconformes, y asumirla de otra manera es, sencillamente, creer que vivimos en otra parte y no en lo que hemos fabricado, mientras tanto y por si acaso.” (Cabrujas, 2013: 276)
[16] “Hace diez años pensábamos que aquí, ineludiblemente, se prolongarían todos los estilos y formas económicas del estado de Texas. Si el impacto norteamericano no iba consumir nuestra pequeña civilización mestiza. Si no terminaríamos por ser demasiado sanos y demasiado optimistas. Si el viejo ideal de señorío y sosiego a la manera hispánica, ‘el sentido trágico de la vida’, no sería reemplazado por el dinamismo del ranchero o del millonario texano. O el individualismo criollo –para tener una norma colectiva- adoptaría  la de los clubes de hombres de negocios de los Estados Unidos. Si domesticarían con agua helada, deportes, comida sin especias, tiras cómicas y confort absoluto nuestro orgullo y casi nuestro menosprecio hispano-Caribe, esa mezcla de senequismo español y de rudeza a lo Guaicaipuro que fuera tan frecuente en algunos viejos venezolanos.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 39)
[17] “El prolongamiento oriental de la ciudad invade el estado Miranda, se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petara, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a ‘temperar’, ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire. Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalidación y en lace de los más varios niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 41)
[18] “Las sociedades modernas actuales pueden ser pensadas como sistemas integrados y en ellas distinguir las estructuras formales de integración (Estado, instituciones, etc. ) del mundo de la vida en cuanto ‘saber profundo’, ‘consenso cultural’, etc., para proponer que una acción orientada al entendimiento ha de basarse sobre todo en este último. Sociedades, en cambio, como la venezolana actual y las latinoamericanas en general, no presentan esa homogeneidad y no son susceptibles de semejante análisis. Más un mundo de vida, coexisten en ellas, cada uno con toda su integralidad. Es cierto que un mismo sistema, moderno, se impone, o intenta más bien imponerse, sobre los distintos modos de vida, pero se trata del sistema de un modo de de vida propio de un grupo social que de hecho es el dominante. En ese sentido los otros modos de vida están desacoplados del sistema, pero no se sistema sino del sistema del grupo dominante.” (Moreno, 2006: 55)