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domingo, 4 de agosto de 2019

Muertes


*

Un día todos dejamos de saber de Ralph. Un día supimos que había muerto extrañamente.

Desde hacía algún tiempo sus redes sociales habían quedado sin uso. Su ferviente militancia había quedado en silencio. Algunos se extrañaron, otros ni lo pensaron.

Pasó el tiempo y supimos todo. La palabra tuberculosis meníngea resuena por decir poco y nada. Uno asocia la tuberculosis a las enfermedades de las que nos hablaban nuestros profesores de historia, enfermedades de un libro antiguo, erradicadas en su mayoría en los días que corren. Tiene algo que ver con los pulmones, con un descuido. Sí, seguramente un descuido que si no se trata puede devenir en algo terrible, algo, digamos, como la muerte de alguien.

Eso lo entendimos con Ralph. Muchos asociamos que su muerte tenía algo que ver con su preferencia sexual o su decidido veganismo, pero luego un poco de investigación nos curó de la ignorancia torpe de nuestra generación. Se trata de una bacteria que se aloja en el cerebro y afecta no solo el sistema respiratorio sino todo el conjunto de capacidades cognitivas y físicas de la persona. ¿La solución? Un poco de antibióticos, con tiempo. Un poco de sentido común, en perspectiva.

Ralph tenía 24 años y esperaba titularse de la mejor universidad del país. Toda una vida por delante que ahora reposa en el llanto de una familia, en el desastre que es una nación.

Las imágenes de sus días finales aún nos persiguen. Nuestro amigo, deteriorado, en silla de ruedas, sin poder ponerse pie. Su mirada perdida, pues la enfermedad se llevó su vista. Y así como una enfermedad se lleva la vista y la vida de un joven, todo el desastre se lleva lentamente, pero a paso firme, los sueños y promesas de generaciones y generaciones de venezolanos.

Algunos vagamos por el mundo, otros resistimos en nuestra tierra. Otros, lamentablemente, serán el testimonio olvidado del horror.


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Todos los que estamos afuera tenemos más a o menos las mismas pesadillas. Fracasar, no encontrar nuestro camino, errar eternamente. Una recurrente, quizás la de mayor peso, es saber que nuestros seres amados sufren. Pensar en la posibilidad de su muerte, el dolor de una despedida a imposible en la distancia, un adiós definitivo, un adiós total.

Muchos hemos partido, muchas son las amistades y los afectos que quedan en nuestra tierra. A veces puede ser un amigo, los momentos con un conocido, las enseñanzas de un maestro, la infancia y sus recuerdos. A veces es algo tan simple y tan sencillo que está en la sangre, en la vida que nos trajo y nos dio todo, a veces es la familia que nos acobijó y nos hizo quienes somos.  

Y un día se cumplió la peor pesadilla de una amiga. Su padre, una figura de nuestra época dorada, salió en la noche caraqueña y nunca llegó a casa. A veces sucedía eso, mi amiga estaba acostumbrada. Al ser músico el padre era un amigo de la noche, un aliado más de sus embates. Quizás un intérprete no solo de la cultura, sino también de los signos macabros de nuestra tierra.

La pequeña diferencia era que ahora, al estar ella afuera, sus angustian se potenciaban. Cuando el padre no contestaba los mensajes, cuando no reportaba haber sobrevivido el toque de queda que azota a las ciudades venezolanas luego de las 6:00PM, mi amiga comenzaba a ser desbordada por un mal presentimiento, por una suerte de terrible premonición.

Un día presintió algo raro. El padre le avisó que llegaría rápido a la casa. Una hora, dos horas, dudas, temores, llanto y luego vio la noticia. Su padre había sido interceptado por unos delincuentes, en un intento por robarle su carro lo balearon hasta la muerte. Perdió el control del carro, chocó con otro vehículo, los maleantes huyeron y ahí, solo, en la basta oscuridad de la noche venezolana, quedó el padre de mi amiga.

Ella viajó al funeral y al entierro. No había nunca dimensionado la obra del padre, no había jamás pensado en las vidas que su música había marcado.

Ella hubiese deseado tener a su padre vivo, ahí, con ella.

Simplemente no podía ser. El país se nos había vuelto eso: un cúmulo de muertes, sueños rotos, deseos imposibles y lágrimas que pedían que, por favor, alguien detuviese la pesadilla.


***

Daniel fue mi primer mejor amigo. Recuerdo esa amistad por ser una amistad de niños. La primera vez que fui a McDonalds (el que queda en el Teatro Ayacucho, al frente de la Asamblea Nacional) fue porque sus papás nos llevaron. La primera vez que jugué Playstation fue en su casa en Lidice. La primera persona con la que tuve gustos musicales afines fue con él (Clint Eastwood de Gorillaz). La primera fiesta a la que fui fue en su casa. En fin, Daniel fue mi amigo de la infancia y con él vinieron Kimberlyn, Eduardo, Javier, Andrés y todos los demás.

Nuestra infancia se estaba dando en el torbellino político que era nuestro país. Logro conservar recuerdos de pre-escolar, recuerdos en donde los simples niños que éramos hablábamos ya de la forma polarizada que ha terminado por destruirnos. Sin embargo, tuvimos una infancia alegre, jugábamos, reíamos, llorábamos y veíamos el tiempo pasar.

En ese pasar del tiempo Daniel y yo nos alejamos. Nunca supe muy bien la razón. Quizás uno intenta hacerse el interesante, quizás nuestras historias debían seguir rumbos distintos. La gran verdad del universo es que cambiamos, y con nosotros también el país.

No recuerdo cuando fue la última vez que lo vi. Supe que era militante revolucionario, justo en la época en que yo había decidido tomar una postura ante lo que pasaba en el país, postura que a su vez confrontaba a la de mi amigo. Supe que mi amigo ahora decidía combatir al imperialismo, dar lucha a la burguesía, acabar con el capital y… todos esos lugares comunes que dicen tanto y no dicen nada.

En un punto del tiempo simplemente decidí borrarlo de todas mis redes sociales. No quería seguir viendo en lo que se había convertido mi amigo, no quería pensar que dos personas, que antes compartiesen más o menos los mismos intereses, ahora estuviesen separadas, irremediablemente, por la lucha política que se vivía en nuestro país.

Pasó el tiempo y supe de él nuevamente. Mi amigo de la infancia, mi querido Daniel, había muerto. Al leer la noticia quedé frío. Aún me cuesta entender lo definitiva que es la muerte. No es una enfermedad, no es una posibilidad de mejora. Es simple y llano vacío, rotundo y eterno silencio.

Por lo que he podido saber Daniel tuvo hepatitis. Pudo recuperarse a duras penas, pero entre las muchas secuelas de la enfermedad estuvo una persistente falla en el hígado. Me dice un amigo que Daniel se recuperó, pero quedó sentido. En cuestión de meses le dio neumonía y bronquitis. Sus defensas estaban bajas, muy bajas. Finalmente, algo lo agarró en el apéndice. Ni su familia ni sus seres queridos pudieron conseguir los medicamentos necesarios para el tratamiento. Poco a poco Daniel se fue descompensando, se desgastó.

No hubo manera de salvarlo. Su vida lo abandonó a él y a su familia. La muerte nos tomó por sorpresa a quienes teníamos tiempo sin saber de él, para sus seres queridos queda constancia de la difícil circunstancia y la lucha final que dio mi amigo.

A veces imagino a una familia llorando. Madres e hijos llorando, desconsolados en una tierra arrasada. Una marcha fúnebre que va con el perenne dolor de los que se van y no regresan. Ojos que no aguantan más, cabezas que quieren reposar hasta encontrar la fórmula que haga devolver el tiempo, que detenga el llanto.

Esa familia que llora es mi familia, son mis amigos, es mi pueblo, es mi destino. La marcha fúnebre sigue y no se detiene.

Pienso en mi amigo y ruego porque perdone mi ausencia, mi distancia. Veo a los que son de mi tierra y me invade una tristeza sin fin.

Pienso en mi país y solo miro al cielo, el único lugar donde hay tranquilidad, donde debe haber consuelo, si es que acaso existe…  

sábado, 1 de junio de 2019

La muerte de Roberto.


Advertencia: 
si desea usted comprender
a las etiquetes deberá atender

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                Coño de la madre pana. No puede ser. ¿Será que esta vaina es lo que creo que es? Dicen que cuando a uno le que le da un dolor en el pecho y una mariquera rara en el brazo es porque viene un infarto. Coño, y yo que ando sin seguro ahora. Pelando de lo lindo.

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                Bueno Roberto, calmado papá. Tú sabes cómo es la vaina. Si te vas es como un macho pues, como un rey. Nada de estar lloriqueando o pensando que la gente se va a poner triste. Tuviste tu época, hiciste las lucas, le diste educación a las chamas y cogiste culito. No te puedes quejar.

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                Si tan sólo tuviese seguridad de que esta vaina es un infarto. Yo de lo que estaba enfermo era del pulmón, no entiendo esta vaina. No entiendo por qué me sale este dolor raro en el pecho con la vaina del brazo izquierdo. Yo tengo que vivir al menos 30 años más, así como el viejo Miguel Ángel, que todavía anda haciendo películas y grabando videos para esos grupos del este que le gusta a la gente de hoy en día.

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                Qué cagada. Uno ya todo viejo y acabado bailando al ritmo de una cuerda de maricones. ¿Qué vaina es esa? ¿Tú te acuerdas cómo era Miguel Ángel? No joda, todo un galán, un robo. Y ahora todo encorvado, arrugado y chocho bailándole a unos huevones ahí. Ese ridículo tampoco me cuadra.

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                Yo cuando estaba empezando quería ser como él. O como Guillermo. O como Yanis. Ese Yanis era sendo carajo. Un loco de carretera, eso sí, pero sendo tipo. ¿Cómo lo van a matar así? Tres puñaladas por querer defender a una gente ahí. Ese carajo estaba loco, pero tenía las bolas de acero. Yo varias veces me alebresté, varias veces reviré. Pana, pero apenas sentía el peligro de que alguien me sacara una navaja o una bicha, mierda, zape gato. Le tenía cague a la muerte. Ya no tanto.

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Cuando era chamo quería romper la liga. Quería ser así como Miguel Ángel, como Yanis. Un tipo afamado. Aparecer en una película de Román, en alguna obra de José Ignacio. Ah, José Ignacio. Tan agudo, tan especial. Un carajo demasiado inteligente. Sabía tanto que sabía a mierda, el huevón ese. O sea, mi familia era italiana, pues. Mi papá y mi mamá venían de una zona humilde de Italia, del viejo continente. Pero mierda pana, jamás fui tan acomplejado como José Ignacio. Un carajo afamado, todo el mundo le hala bolas ahorita, pero mierda, inmamable.

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Hoy en día todo el mundo lo recuerda con deferencia. El gran José Ignacio, el gran José Ignacio. No joda, uno partiéndose el culo y vienen a rendirle pleitesía al carajo ese. La vaina es tan lamentable. Uno lee la prensa hoy en día y hay como dos o tres columnistas en cada periódico que quiere hacerse pasar por él. Dígame el gordo marico de Leonardo, que hasta se hace desrizar el cabello para parecerse a Ignacio. Una cagada. Eso sí es dar lastima. Aunque bueno, entre bailarle a carajitos y plagiarle a un resentido, la verdad no sé qué es peor.

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Bueno papá, ya llamaste a emergencias. Relajado. Si te mueres pues te mueres cómodo. Qué chimbo lo que me está pasando. Ojalá no me cague encima. Yo, un carajo chévere, que le he caído a cuento a más de uno, ahora me caigo a cuento a mi mismo para no asustarme por mi muerte. Esta vaina está como para que alguien la grabe y haga un corto. Le voy a vender la idea a alguien. A lo mejor al loco de Diego, ese siempre ha sido todo rarito. A lo mejor le gusta la idea.

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Aunque ese Diego tiene más cuentos que la verga. Una vez como que mató a un carajito. Coño, yo le he caído a coñazos a los perros de mis chamas cuando se me cagaban en la alfombra, pero mierda, nunca mataría a nadie, nunca. ¿Te imaginas que le cuente a ese bicho mi idea y me venga a joder? No seas marico chico, produce tu vaina tú y ya. Cualquier vaina menos que te mate un bicho raro.

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De pana que qué cagada. Cómo me voy a estar muriendo así. Yo, todo populacho, todo buena vaina y me viene a pasar esto a mí. Coño de la madre, vale. ¿Será el karma de las cagadas que cometí en mi vida? Yo fui una buena persona. A lo mejor una mierda con las mujeres, pero coño pana, en éste país ¿quién no lo es? No jodí a nadie, ayudé a buscar a Jorge en La Guaira cuando la vaguada, he ayudado a salir adelante a un gentío. Cristo, así no, así no, por favor.

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Hasta me le reía los chistes al huevón de Daniel, que tenía a la mami de Chiqui de esposa. Todos pensábamos que la vaina era un acuerdo. ¿Cómo ese maracucho huevón va a casarse con ese mujerón? Hasta le grabaron la boda y la pasaron en Sábado Sensacional. No joda, yo me casé la primera vez casi que con unos pastelitos de carne, unos tequeños y un ron chimbo. La vaina estaba jodida en ese momento. No he sido pobre, en éste país nadie lo es, pero mierda, tampoco voy a gastar mucho dinero cuando sé que la vaina es una joda. Todo es una joda.

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Coño pana, la ambulancia nada que llega. En serio me voy a morir. Lo bueno es que esta vaina es para cagarse de la risa. Si sobrevivo le voy a dar la idea a Emilio, ese huevón siempre echa broma como es. Tiene de amigo al tarado de Laureano, pero bueno pana, nadie es perfecto, todos tenemos derecho a uno o dos amigos maricos en la vida. Yo tenía de amigo a Jorge y ese sí era un tipazo. El verdadero duro de la comedia venezolana. No joda, y uno hoy en día calándose el humor de estos huevones que salen en youtube y en la otra red social de foticos. O sea, yo también soy del Este pues, pero no soy tan intenso como esos carajos. Qué mojoneada es la gente, vale.

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Bueno, definitivamente me voy para la mierda. La ambulancia no llega, el dolor aumenta y ya no siento las piernas. Mis chamas ya están grandecitas. Mi mujer, la de verdad, tiene como 10 años que no me habla. Mis papás en el cielo y yo voy derechito pal infierno. Bueno, tampoco tan negativo. Hay que aceptar la vaina deportivamente. Al menos morir con dignidad. Dignidad, no joda, la vaina que más escasea en esta mierda. Yo más o menos me acuerdo de cuando esta vaina se echó a perder. Todos montamos negocio en Miami, todos nos volvimos pantalleros y listo, a comer mierda con esta parranda de coños de madre que nos gobiernan. Qué desgracia.

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Si no me muero entonces la vaina es que me volví loco y coño, qué cague compadre. Como Chirinos pero sin matar ni violar a nadie. De Italia y Venezuela pal cielo. Nunca volví a la tierra de mis padres y dejo mi país hecho un desastre. Qué irresponsables fuimos. Dios perdóname. No quise joder  a nadie. Me muero y estos hijos de la gran puta siguen en el poder. Volvieron el país un coleto pero bueno, eso era lo que queríamos. José Ignacio, Yanis, incluso yo vale. Yo ayudé a que esto se jodiera. Todos ayudamos. Qué vergüenza. Pero ya no hay marcha atrás. San Pedro, no me jodas pana, yo siempre fui a misa. Merezco una vaina diferente sabes, porque coño después de todo un actor merece un buen trato alguna vez en la vida.

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                Tuve que haber hecho como Franklin. Ese se fue y no se devolvió. A mí en cambio me dio culillo. Cómo iba a dejar mi país, cómo iba a dejar esta vaina tan sabrosa. La playita, la cosa. Hasta el viejo Eladio está pelando bola. Qué será peor, vivir del recuerdo o constantemente exponerte a la humillación. Ya nadie vive de la decencia en esta vaina. El otro día iba por la calle y nadie me reconoció. Me quedé pegado con la actuación vale. Quizás me tuve que poner a hacer radio, eso es lo que da billete hoy en día, mira al viejo Cesar Miguel. No importa si eres un tarado o un pobre huevón pues, la gente te vanagloria por ahí. Sabes, justo lo que me hace falta, madrugar para hacerle cuñas a las verdaderas lacras de este país. La clase política-empresarial. Ja-ja-ja. No me jodas.

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Me morí y nunca hice una sección de comedia. Stand-up comedy le llaman hoy en día. Bueno, qué tanto, igual mi vida siempre fue un chiste. Una joda. Y una buena, por cierto.

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Fui un buen venezolano, igual que todos los demás. ¿No?

miércoles, 6 de marzo de 2019

A Nicolás, in memoriam.


(…) pero todos sentimos una vaga nostalgia de ser así como él,
 tan valientes para echar sobre lo ridículo de la existencia
un noble manto de sinceridad.
José Rafael Pocaterra.

El día domingo 17 de febrero del año 2019 murió Nicolás Toledo Alemán. Escribo estas palabras y aún me cuesta asimilar la noticia. Supe hace algún tiempo atrás que luchaba contra una enfermedad que pensé que superaría, contra un cáncer que en definidas cuentas se lo terminó llevando. Nicolás, al igual que unos cuantos profesores de la Escuela de Sociología de la Universidad Central de Venezuela, marcó mi carrera profesional de una manera que quizás él no supo, que quizás nunca se la hice saber.

En el dolor de no saber afrontar el hecho de su pérdida física, escribo estas palabras que intentan lidiar con su muerte y con la vida que deja tras de sí. Recuerdo que vi una sola asignatura con él, algo relacionado con herramientas de investigación referidas al plano organizacional. Honestamente, he de confesarlo hoy, vi esa materia más por él que por la materia en sí. Nicolás era una leyenda en los pasillos de sociología. Miembro de la juventud del MAS de los 70s, representante estudiantil al Consejo de Escuela durante la reforma del pensum más determinante de nuestra escuela, preparador y casi protegido de Jeannette Abouhamad, cuasi-fundador y vicepresidente de Consultores 21 y pare de contar. Nicolás era, sin lugar a dudas, un profesor por el que tenía que pasar durante mi formación. Sin embargo, los recuerdos y los aprendizajes que más marcaron mi relación con Nicolás giraron en torno siempre a las historias que me contaba fuera de clase, nunca a lo dispuesto en el plan de estudio de la asignatura. De aquellas charlas recuerdo su alegría a la hora de hablar de la Venezuela que ni yo ni los de mi generación conocimos, una que otra historia de sus viajes por el mundo y enseñanzas que, hoy lo pienso, iban destinadas a mostrarme la posibilidad de pensar verdaderamente el país y mi vida profesional. La clase que vi con él fue importante, pero más importante fueron las charlas anteriores y posteriores a la clase, la amistad que ahí surgió.

Supe de su vida, de su admiración por Louis Althusser y Nicos Poulantzas, de sus andanzas en Francia, de su frustrado intento de doctorarse en el CENDES bajo la dirección de José Agustin Silva Michelena, de los primeros años en Consultores 21, de las interminables historias al respecto de la vida universitaria y aquellos años en los que la vida no era sino un hermoso reto.

Su vida además transcurrió en el auge y debacle de nuestro país. Ante esa circunstancia Nicolás siempre se mostró crítico, siempre conservó el talante moral y ético de quien no sucumbe ante las garras del poder. Muchas veces he hablado con amigos y conocidos sobre el lamentable papel que han jugado los sociólogos en la dictadura venezolana. Así como se resaltan a los Damiani, Lucena y Jaua de nuestra escuela también conviene resaltar a los profesores que, como Nicolás, jamás entregaron una pizca de su integridad ante los avances del autoritarismo. Profesores muchos que aún siguen en nuestros pasillos y en nuestras aulas dejando la vida por un trabajo que parece muchas veces ingrato, pero que nunca será innecesario.

Quizás ese sea el único dolor que siento en este momento. A sabiendas de su enfermedad, no fui capaz de escribirle a Nicolás. Fue difícil afrontar para mí aquella conversación, aquella oportunidad de contarnos cómo estábamos viviendo nuestros respectivos trances fuera de nuestro país. La conversación ahora quedará suspendida hasta que lo vuelva a ver en otro plano. Mientras tanto, el no haber hablado con él por una última vez será un peso que llevaré conmigo toda la vida.

Eso ha de ser lo último que nos deja Nicolás. La enseñanza final. Hacerles saber a los que aún tenemos entre nosotros lo mucho que los queremos, reconocer la guía mientras haya aliento, aprender de los maestros que nos regala la vida, nunca perder la oportunidad de comunicarnos, nunca ver como innecesario el tacto y el contacto en esta calamitosa situación. Aprender, aprender y aprender… y claro, dejar tras de nosotros el sincero afecto de la amistad que nunca muere ni se olvida.

Esperemos entender algo de esto. Una última lección del maestro.

domingo, 3 de febrero de 2019

¡Guerra!


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En el 2013 hice un viaje al sur de Venezuela. En dicho viaje tuve la oportunidad de hablar con una persona de unos sesenta años. Demacrado por una enfermedad, este señor era un anciano, un despojo. Sus arrugas denotaban más experiencia y más sabiduría de la que los simples números de su edad pudiesen hablar.

Hablando sobre la situación que ya atravesaba Venezuela en aquel entonces, el anciano dijo algo que siempre guardaré en mi memoria, algo que en definitiva me marcó. El hombre argumentaba que lo que a nosotros nos hacía falta, en realidad, no era otra cosa más que una guerra. Todo ello surgía a raíz de la polarización que él veía, de la violencia asesina que ya era el pan nuestro de cada día para ese momento.

Para el anciano era vital que hubiese un desenlace, una conclusión para nuestro problema. El caso de Alemania en la Segunda Guerra Mundial era referente para él, ya que, era innegable, la guerra ayudó a refundar a Alemania en la potencia mundial que es en la actualidad. Decía el señor que quizás, con un poco de suerte y un poco de esfuerzo, luego de una gran confrontación nacional podríamos volver a surgir cual ave Fenix de nuestras cenizas. Podríamos resetear los años vividos, la actualidad, y vivir de un nuevo comienzo, de una nueva ilusión de armonía.

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Esta idea podrá parecer una locura, una simple excentricidad producto de una vejez mal llevada. Lo cierto es que no es así, lo cierto es que más de una persona en el territorio nacional deseaba que sucediese lo mismo. Mujeres, hombres, jóvenes, personas sin distingo de clase o credo: una importante capa de la población venezolana deseó siempre que hubiese una guerra, que pudiésemos de una vez por todas ver el desenlace de una situación que se había alargado demasiado, que ha languidecido en esta terrible calamidad.

Lo que el anciano no sabía y lo que muchos venezolanos parecen desconocer es el hecho de que Venezuela vivía día a día distintos tipos de desenlaces. Desde el comienzo de la revolución ha habido una guerra no declarada, una suerte de beligerancia en la que una y otra vez el Estado planteaba una estrategia, se valía del dinero y de las armas para afrontar la situación y vendía su victoria como la reivindicación de todas las injusticias de la humanidad –cuando en realidad se trataba de la reivindicación del poder por el poder mismo.

El poder, así, emprendió una lucha para sostenerse de manera indefinida. Una lucha que ha costado vidas, familias, historias y nuestra propia identidad. No hubo una guerra, pero vivimos una. La población huyendo en el territorio y fuera de él, lo militares en posiciones claves, potencias extranjeras tras nuestras riquezas, parte del territorio ocupado, la indolencia del gobierno y terrorismo de Estado. Sin quererlo deseamos algo que en definitiva terminó cumpliéndose. Los muertos no pueden hablar, habrá dolores que jamás podrán sanar. El recuerdo de los días rojos jamás podrá pasar como algo normal, como una cosa que no nos marcó.

Es imposible obviar el desastre. Será difícil olvidar la huella de esa furia violenta que nos arruinó y arrojó a la más oscura de nuestras horas.

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Hoy, desde el exterior, se pregona un discurso que supone lo contrario a lo que el anciano de aquel 2013 comentaba. Al parecer, se ha vuelto de interés global que en Venezuela no haya un conflicto armado. Hay temor, comprensible, a que haya una intervención, una invasión que desde el extranjero socave las bases de nuestra cultura, de nuestra sociedad y nuestras instituciones.

Todos quieren paz. La paz como lugar común, vaciado de sentido. La dictadura ha asesinado, violado derechos humanos, encarcelado a sus adversarios y mandado al exilio a un número importante de venezolanos. El mundo exige de nosotros una sensación de normalidad que en definitiva perpetúe a Maduro en el poder, que alargue las condiciones de desigualdad que reinan a lo interno del país.

Hay temor anti-imperialista, cuando ya en el país hay rusos y chinos. Se nos pide que demos solución a la crisis, cuando nuestro problema no tiene solución interna. Hay temor al derramamiento de sangre, cuando miles han muerto a causa de la violencia asesina. Hay temor por desplazamientos masivos, cuando ya contamos con casi cuatro millones de venezolanos en el exterior. Hay temor a que suceda algo, cuando ya ha sucedido lo inimaginable, lo abominable.

El mundo nos habla como intentando prevenir algo, como intentando enseñarnos, hacernos comprender nuestro propio infierno. No comprende el mundo que ya somos desplazados, refugiados, sobrevivientes. No comprende el mundo que ya nosotros entendemos nuestra situación, que ya sabemos la miserable circunstancia que vivimos, que ya han muerto amigos, que ya se han roto familias, que ya no volveremos a la inocencia de antes. No comprende el mundo que ya hay guerra y que ya estamos despedazados.

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No logran entendernos pues nunca nos han preguntado, honestamente, qué nos ha sucedido, cómo hemos llegado a esto. Si tan solo alguien pudiese escucharnos, aunque sea una vez.

miércoles, 30 de enero de 2019

Meneses, Guillermo (1984): Campeones, páginas 132-133, Vadell Hermanos Editores, España.


"Teodoro canta. Hay en ese canto una negra desnuda. Hay, dentro del sucio mabil del zambo Cruz, la sombra de un cambural en las noches venezolanas. Hay en el alma de los que oyen el rumor de otra alma más pura, más sencilla, que la miseria y el hambre y el vicio podrido les borró. Hay dentro de ellos un sueño que les legó su tierra y olvidaron. Hay dentro de ellos ese sueño, profundo como el viento que mueve las hojas del cambural, plateadas de luna, entre la sombra del conuco que ellos debieran trabajar, entre la sombra de la tierra venezolana oscura bajo la noche. (Hojas del cambural bañado en luna: sueño de la voz de Teodoro.)

Una negra que ha llegado hace poco –Socorro, la de Pagüita– mueve las caderas y enseña los dientes en el beso como Teodoro en su canción. Ella también sueña, como los otros, en el oscuro viento nocturno que hace sonar las hojas de los árboles venezolanos entre la oscuridad que apaga la tierra oscura, sola, sin hombres. Dentro de la música –voz pobre de Teodoro, voz pobre de su guitarra– ellos bailan, hombres y mujeres llenos de ron y de amor; ellos bailan y ríen y tiemblan y se angustian y tiemblan; ellos abrazan a sus mujeres.

¿Pero esto es baile?, ¿o, quizás, amor?, ¿o, simplemente abrazo de sexo?, ¿o, sueño loco y desesperanzado?... Hasta el viejo Pedro Luna se ha emocionado un poco y acompaña con su voz esquelética la alta voz de Teodoro.

Lejos y dentro de ellos, está la noche sobre la tierra venezolana que produjo esta música, que los produjo a ellos, que muere sola entre la sombra, bajo el olvido, surcada de viento oscuro, pero no de humanidad."