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domingo, 28 de enero de 2018

La reiteración del caos.

Despertamos en el inicio del año como si despertásemos en una fiesta. Suena atractivo, pero no lo es. Es una fiesta a la cual no nos invitaron. Una fiesta desalmada, sangrienta,  de peste visceral y desencanto depravado. Nos despertamos en el cierre, cuando el alba se anuncia y cuando poco podamos hacer para sostenernos por nuestra propia cuenta.

No fuimos protagonistas, no quisimos formar parte de la orgía; sin embargo, somos náufragos de la desdicha. No sabemos cómo llegamos aquí, sólo sabemos que queremos salir.

Hacer el recuento de lo sucedido es doloroso. En algún punto estuvimos más o menos unidos, vislumbrando una salida, una posibilidad en el universo de la falsa tranquilidad. La verdad es que fuimos engañados, olvidamos que el odio, la ambición y el resentimiento bien articulado pueden derrumbar cualquier dejo de esperanza y bienestar humano.

He ahí donde surge nuestra inquietud. ¿Cómo llegamos a dónde estamos? ¿En qué momento permitimos que la bestia triunfase? Se pueden hacer otras preguntas, reiterativas a lo largo de los últimos años, y aún así no encontraríamos respuesta. La ausencia de respuesta tiene  un culpable, unos actores, determinadas estrategias y un guión bien diseñado. Algunos quisieron la utopía, buscaron el sueño del futuro y no consiguieron más que la reafirmación histórica del fracaso.

Se dice que la naturaleza se manifiesta con cierta regularidad. Los desastres ocurren en los mismos lugares, con determinados patrones y cierta periodicidad. ¿Y las ideas? Las ideas tienen cierta secuencia lógica, ciertas tendencias. La historia lo ha demostrado: las ideas de libertad y justicia viven y mueren en la dignidad, las ideas del patetismo y el chantaje resuenan en el sinsentido de la violencia.

Hay quienes prefieren el encanto de la teoría por encima de nuestra justa imperfección humana. Hay asesinos a sueldo, burócratas, canallas, acomodados de la nueva riqueza, cuya única justificación fue la búsqueda de una sociedad distinta. ¿Meditarán los alcances de su locura? ¿Se arrepentirán? ¿Sentirán pudor al ver como se derrumba nuestro país? Una idea asesina lo será en cuanto lo permitamos. Lo que es arbitrario lo será en cuanto callemos ante los atropellos. La hambruna, la corrupción, la prefiguración de las sociedades a la fuerza, el despotismo y la deshumanización de la vida: ya habían sucedido, pero nunca faltaron (ni faltarán) los amantes del trasnocho demencial.

Supone un reto, entonces, vivir una realidad que nos es negada, una calamidad que se sustenta en la reiteración de las mismas mentiras. La crisis se interpreta como un saboteo y una afrenta, no hacia el pueblo sino hacia los secuaces de la muerte; el éxodo se ha interpretado como la traición y el desarraigo; el aniquilamiento de nuestra cultura es tan solo un traspié, un error menor, algo necesario e inevitable.

Han logrado que algunos renieguen del gentilicio, que otros se valgan del lenguaje para lacerar la realidad. La mayor vergüenza no es la que sentimos por el otro, sino la que sentimos hacia nosotros mismos por nuestra incapacidad y nuestra continuo anonadamiento ante el estado de las cosas. ¿Llegará el día en el que dejemos de culpar a las víctimas de su desdicha? ¿Entenderemos que el discurso de la violencia ha sido una estrategia más? La perversión de los desahuciados ha venido a ser una de las armas más efectivas del terror.

Todos se reúnen, todos esperan y aguardan. Vamos a peor, se sabe, los cínicos van perdiendo su audiencia. No vale lo reiterativo, no vale la estrategia del vacío. Debe haber algo más, algo concreto, algo articulado, algo elaborado y pensado.


Adiós a la planificación del desastre, a la normalización del caos. ¡Que se terminen los insultos y se acabe el azar! ¡Que los héroes del día a día resistan hasta el final y la humildad sea nuestra nueva bandera! ¡Que el amor y la vida nos salven de la muerte! Que a la caída del régimen no olvidemos quienes somos, o cómo éramos…

domingo, 8 de octubre de 2017

La pregunta por Venezuela.

Siempre ha sido una constante, una duda existencial y una piquiña emocional saber la posibilidad y las implicaciones de nuestra genuina autonomía cultural. Es decir, la manera como nos situamos en la actualidad global, los alcances de la tradición hispánica de donde aparentemente venimos, nuestro enredo al no sabernos si occidentales o algo aparte, sabernos si venezolanos o ciudadanos del mundo, entre otras cuestiones fundamentales.

Una vez, no hace mucho tiempo, le dije a Germán Carrera Damas que me llamaba la atención nuestra situación, esta suerte de inestabilidad al no sabernos a nosotros mismos, esto que fácilmente podríamos llamar una crisis de identidad. De la conversación surgió, entre otras cosas, la idea de hacer un foro en la Escuela de Sociología de la UCV titulado: “Colonialismo intelectual y autonomía científica”. De aquel foro recuerdo muy poco, excepto el repaso por parte de nuestro distinguido historiador a propósito de los logros y las particularidades del pueblo venezolano.

Todo muy cronológico, muy sistemático, y, como era de esperar, nada atractivo para los asistentes. A veces nuestros relatos pueden caer en el tedio.

Traigo este problema y este recuerdo a colación por la suma de lo que ha sido el año 2017 para nosotros los venezolanos: crisis, protestas, asesinatos, torturas, corrupción y un lamentable silencio. No es, por supuesto, el silencio de las víctimas, sino el silencio aquellos quienes en su momento apoyaron al régimen.

¿Cómo conectar este silencio con el tema de nuestra crisis de identidad? Se conecta en la medida de que, tras el claro talante dictatorial del gobierno de Nicolás Maduro, tras más de 100 muertes durante las protestas, con una crisis alimentaria que va dejando a nuestra juventud desnutrida y desatendida, luego del desfalco a la nación y tras tantas otras situaciones en las que el país nos deja estupefactos y con la mayor de las impotencias, hay aún personas que se ocupan más de lo que pasa en cualquier otro lado del mundo que de lo que acontece en Venezuela.

Vemos, por ejemplo, venezolanos que reclaman la actuación de los cuerpos policiales españoles en el territorio catalán y, más allá de vivir en un país donde quien protesta tiene grandes probabilidades de morir en el intento, no comentan nada al respecto de la actuación del gobierno venezolano durante las protestas de este año.

Lamentablemente he llegado a leer un joven estudiante de ciencias sociales que decía orgullosamente  que durante el plebiscito del 16 de julio, organizado por la oposición venezolana, no hubo ni una sola muestra de represión gubernamental; caso distinto al de España, donde la Generalitat llevaba un conteo de casi 800 heridos durante la jornada del referendo catalán[1]. Se le olvidaba a nuestro cuasi-colega que ese día murió una persona[2] a manos de los (siempre eficientes) cuerpos parapoliciales del Estado venezolano. La mujer que murió, junto con el centenar de personas que perdieron sus vidas durante el año 2017, no quería otra cosa que expresar su descontento con el estado actual de las cosas. Su derecho fue burlado, no momentáneamente como el de los catalanes, sino para toda la vida. Todo gracias al arrebato de los secuaces de la muerte.

¿Por qué situarnos fuera del país cuando en él tenemos hermanos, familiares y amistades de toda la vida que viven las miserias del mundo moderno? La hambruna, el éxodo, la corrupción, los asesinatos, el narcotráfico, la delincuencia y la impunidad. No es ficción, no son cuentos de camino, ni es un guión orquestado por los medios de comunicación: son las causas y las consecuencias de la crisis que vivimos actualmente. Y entiéndase: no es que los problemas de los demás no sean importantes, sino que a la hora de buscar una realidad lamentable y repudiable, no hace falta ir y evaluar cualquier otro país mientras se calla pasivamente ante lo que sucede en Venezuela.

Lo sé, algunos lo hacen inconscientemente, otros son simplemente los tontos útiles de un gobierno militar que hace mejor gestión con el narcotráfico que con sus ciudadanos. Sin embargo, el problema sigue ahí: ¿cómo evaluar nuestra situación cultural cuando ni en nuestra lamentable actualidad tenemos los ojos puestos sobre nuestro país? ¿Cómo lograr la autonomía deseada cuando el mínimo destello de preocupación es ridiculizado al compararnos con otras realidades? ¿Cómo salir de la calamidad si hay gente que ha elegido no darse cuenta de que vive en ella?

Es una de las problemáticas que ha marcado a la venezolanidad y creo que marcará de manera definitiva nuestro siglo XXI. Mientras tanto conviene recordar el consejo que nos da un afamado escritor venezolano: todo aquello que se escriba que no perjudique a la dictadura, es inútil y le hace el juego al régimen[3]. Yo incluiría en aquella frase al discurso y a nuestra capacidad de interrogarnos: todo aquello que se escriba, que se diga y que se cuestione que no perjudique al gobierno, le hace el juego a la peor de las dictaduras: la de la pasividad, la del silencio, la del régimen de la normalidad y del discurso canalla que pretende vendernos que nada sucede en nuestro país.

Por eso, cuando alguien nos comente sobre la situación española, argentina, brasileña, estadounidense, mexicana, alemana y pare usted de contar los escenarios de la geopolítica mundial, lo mejor que podemos y debemos hacer es siempre preguntar por Venezuela. Porque nunca será innecesario ni contraproducente.

Aunque nos quieran obligar y convencernos de lo contrario, colocarnos en la pregunta por nuestro país es de las acciones más subversivas y autónomas que existen hoy en día. Y nunca es demasiado tarde para eso. Aún estamos a tiempo…