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miércoles, 6 de marzo de 2019

A Nicolás, in memoriam.


(…) pero todos sentimos una vaga nostalgia de ser así como él,
 tan valientes para echar sobre lo ridículo de la existencia
un noble manto de sinceridad.
José Rafael Pocaterra.

El día domingo 17 de febrero del año 2019 murió Nicolás Toledo Alemán. Escribo estas palabras y aún me cuesta asimilar la noticia. Supe hace algún tiempo atrás que luchaba contra una enfermedad que pensé que superaría, contra un cáncer que en definidas cuentas se lo terminó llevando. Nicolás, al igual que unos cuantos profesores de la Escuela de Sociología de la Universidad Central de Venezuela, marcó mi carrera profesional de una manera que quizás él no supo, que quizás nunca se la hice saber.

En el dolor de no saber afrontar el hecho de su pérdida física, escribo estas palabras que intentan lidiar con su muerte y con la vida que deja tras de sí. Recuerdo que vi una sola asignatura con él, algo relacionado con herramientas de investigación referidas al plano organizacional. Honestamente, he de confesarlo hoy, vi esa materia más por él que por la materia en sí. Nicolás era una leyenda en los pasillos de sociología. Miembro de la juventud del MAS de los 70s, representante estudiantil al Consejo de Escuela durante la reforma del pensum más determinante de nuestra escuela, preparador y casi protegido de Jeannette Abouhamad, cuasi-fundador y vicepresidente de Consultores 21 y pare de contar. Nicolás era, sin lugar a dudas, un profesor por el que tenía que pasar durante mi formación. Sin embargo, los recuerdos y los aprendizajes que más marcaron mi relación con Nicolás giraron en torno siempre a las historias que me contaba fuera de clase, nunca a lo dispuesto en el plan de estudio de la asignatura. De aquellas charlas recuerdo su alegría a la hora de hablar de la Venezuela que ni yo ni los de mi generación conocimos, una que otra historia de sus viajes por el mundo y enseñanzas que, hoy lo pienso, iban destinadas a mostrarme la posibilidad de pensar verdaderamente el país y mi vida profesional. La clase que vi con él fue importante, pero más importante fueron las charlas anteriores y posteriores a la clase, la amistad que ahí surgió.

Supe de su vida, de su admiración por Louis Althusser y Nicos Poulantzas, de sus andanzas en Francia, de su frustrado intento de doctorarse en el CENDES bajo la dirección de José Agustin Silva Michelena, de los primeros años en Consultores 21, de las interminables historias al respecto de la vida universitaria y aquellos años en los que la vida no era sino un hermoso reto.

Su vida además transcurrió en el auge y debacle de nuestro país. Ante esa circunstancia Nicolás siempre se mostró crítico, siempre conservó el talante moral y ético de quien no sucumbe ante las garras del poder. Muchas veces he hablado con amigos y conocidos sobre el lamentable papel que han jugado los sociólogos en la dictadura venezolana. Así como se resaltan a los Damiani, Lucena y Jaua de nuestra escuela también conviene resaltar a los profesores que, como Nicolás, jamás entregaron una pizca de su integridad ante los avances del autoritarismo. Profesores muchos que aún siguen en nuestros pasillos y en nuestras aulas dejando la vida por un trabajo que parece muchas veces ingrato, pero que nunca será innecesario.

Quizás ese sea el único dolor que siento en este momento. A sabiendas de su enfermedad, no fui capaz de escribirle a Nicolás. Fue difícil afrontar para mí aquella conversación, aquella oportunidad de contarnos cómo estábamos viviendo nuestros respectivos trances fuera de nuestro país. La conversación ahora quedará suspendida hasta que lo vuelva a ver en otro plano. Mientras tanto, el no haber hablado con él por una última vez será un peso que llevaré conmigo toda la vida.

Eso ha de ser lo último que nos deja Nicolás. La enseñanza final. Hacerles saber a los que aún tenemos entre nosotros lo mucho que los queremos, reconocer la guía mientras haya aliento, aprender de los maestros que nos regala la vida, nunca perder la oportunidad de comunicarnos, nunca ver como innecesario el tacto y el contacto en esta calamitosa situación. Aprender, aprender y aprender… y claro, dejar tras de nosotros el sincero afecto de la amistad que nunca muere ni se olvida.

Esperemos entender algo de esto. Una última lección del maestro.

domingo, 3 de febrero de 2019

¡Guerra!


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En el 2013 hice un viaje al sur de Venezuela. En dicho viaje tuve la oportunidad de hablar con una persona de unos sesenta años. Demacrado por una enfermedad, este señor era un anciano, un despojo. Sus arrugas denotaban más experiencia y más sabiduría de la que los simples números de su edad pudiesen hablar.

Hablando sobre la situación que ya atravesaba Venezuela en aquel entonces, el anciano dijo algo que siempre guardaré en mi memoria, algo que en definitiva me marcó. El hombre argumentaba que lo que a nosotros nos hacía falta, en realidad, no era otra cosa más que una guerra. Todo ello surgía a raíz de la polarización que él veía, de la violencia asesina que ya era el pan nuestro de cada día para ese momento.

Para el anciano era vital que hubiese un desenlace, una conclusión para nuestro problema. El caso de Alemania en la Segunda Guerra Mundial era referente para él, ya que, era innegable, la guerra ayudó a refundar a Alemania en la potencia mundial que es en la actualidad. Decía el señor que quizás, con un poco de suerte y un poco de esfuerzo, luego de una gran confrontación nacional podríamos volver a surgir cual ave Fenix de nuestras cenizas. Podríamos resetear los años vividos, la actualidad, y vivir de un nuevo comienzo, de una nueva ilusión de armonía.

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Esta idea podrá parecer una locura, una simple excentricidad producto de una vejez mal llevada. Lo cierto es que no es así, lo cierto es que más de una persona en el territorio nacional deseaba que sucediese lo mismo. Mujeres, hombres, jóvenes, personas sin distingo de clase o credo: una importante capa de la población venezolana deseó siempre que hubiese una guerra, que pudiésemos de una vez por todas ver el desenlace de una situación que se había alargado demasiado, que ha languidecido en esta terrible calamidad.

Lo que el anciano no sabía y lo que muchos venezolanos parecen desconocer es el hecho de que Venezuela vivía día a día distintos tipos de desenlaces. Desde el comienzo de la revolución ha habido una guerra no declarada, una suerte de beligerancia en la que una y otra vez el Estado planteaba una estrategia, se valía del dinero y de las armas para afrontar la situación y vendía su victoria como la reivindicación de todas las injusticias de la humanidad –cuando en realidad se trataba de la reivindicación del poder por el poder mismo.

El poder, así, emprendió una lucha para sostenerse de manera indefinida. Una lucha que ha costado vidas, familias, historias y nuestra propia identidad. No hubo una guerra, pero vivimos una. La población huyendo en el territorio y fuera de él, lo militares en posiciones claves, potencias extranjeras tras nuestras riquezas, parte del territorio ocupado, la indolencia del gobierno y terrorismo de Estado. Sin quererlo deseamos algo que en definitiva terminó cumpliéndose. Los muertos no pueden hablar, habrá dolores que jamás podrán sanar. El recuerdo de los días rojos jamás podrá pasar como algo normal, como una cosa que no nos marcó.

Es imposible obviar el desastre. Será difícil olvidar la huella de esa furia violenta que nos arruinó y arrojó a la más oscura de nuestras horas.

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Hoy, desde el exterior, se pregona un discurso que supone lo contrario a lo que el anciano de aquel 2013 comentaba. Al parecer, se ha vuelto de interés global que en Venezuela no haya un conflicto armado. Hay temor, comprensible, a que haya una intervención, una invasión que desde el extranjero socave las bases de nuestra cultura, de nuestra sociedad y nuestras instituciones.

Todos quieren paz. La paz como lugar común, vaciado de sentido. La dictadura ha asesinado, violado derechos humanos, encarcelado a sus adversarios y mandado al exilio a un número importante de venezolanos. El mundo exige de nosotros una sensación de normalidad que en definitiva perpetúe a Maduro en el poder, que alargue las condiciones de desigualdad que reinan a lo interno del país.

Hay temor anti-imperialista, cuando ya en el país hay rusos y chinos. Se nos pide que demos solución a la crisis, cuando nuestro problema no tiene solución interna. Hay temor al derramamiento de sangre, cuando miles han muerto a causa de la violencia asesina. Hay temor por desplazamientos masivos, cuando ya contamos con casi cuatro millones de venezolanos en el exterior. Hay temor a que suceda algo, cuando ya ha sucedido lo inimaginable, lo abominable.

El mundo nos habla como intentando prevenir algo, como intentando enseñarnos, hacernos comprender nuestro propio infierno. No comprende el mundo que ya somos desplazados, refugiados, sobrevivientes. No comprende el mundo que ya nosotros entendemos nuestra situación, que ya sabemos la miserable circunstancia que vivimos, que ya han muerto amigos, que ya se han roto familias, que ya no volveremos a la inocencia de antes. No comprende el mundo que ya hay guerra y que ya estamos despedazados.

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No logran entendernos pues nunca nos han preguntado, honestamente, qué nos ha sucedido, cómo hemos llegado a esto. Si tan solo alguien pudiese escucharnos, aunque sea una vez.