Siempre ha
sido una constante, una duda existencial y una piquiña emocional saber la
posibilidad y las implicaciones de nuestra genuina autonomía cultural. Es
decir, la manera como nos situamos en la actualidad global, los alcances de la tradición hispánica de donde aparentemente venimos, nuestro enredo al
no sabernos si occidentales o algo aparte, sabernos si venezolanos o ciudadanos
del mundo, entre otras cuestiones fundamentales.
Una vez, no
hace mucho tiempo, le dije a Germán Carrera Damas que me llamaba la atención
nuestra situación, esta suerte de inestabilidad al no sabernos a nosotros
mismos, esto que fácilmente podríamos llamar una crisis de identidad. De la conversación surgió, entre otras cosas,
la idea de hacer un foro en la Escuela de Sociología de la UCV titulado: “Colonialismo intelectual y autonomía
científica”. De aquel foro recuerdo muy poco, excepto el repaso por parte
de nuestro distinguido historiador a propósito de los logros y las particularidades
del pueblo venezolano.
Todo muy
cronológico, muy sistemático, y, como era de esperar, nada atractivo para los
asistentes. A veces nuestros relatos pueden caer en el tedio.
Traigo este
problema y este recuerdo a colación por la suma de lo que ha sido el año 2017
para nosotros los venezolanos: crisis, protestas, asesinatos, torturas,
corrupción y un lamentable silencio. No es, por supuesto, el silencio de las
víctimas, sino el silencio aquellos quienes en su momento apoyaron al régimen.
¿Cómo conectar
este silencio con el tema de nuestra crisis de identidad? Se conecta en la
medida de que, tras el claro talante dictatorial del gobierno de Nicolás Maduro,
tras más de 100 muertes durante las protestas, con una crisis alimentaria que
va dejando a nuestra juventud desnutrida y desatendida, luego del desfalco a la
nación y tras tantas otras situaciones en las que el país nos deja estupefactos
y con la mayor de las impotencias, hay aún personas que se ocupan más de lo que
pasa en cualquier otro lado del mundo que de lo que acontece en Venezuela.
Vemos, por
ejemplo, venezolanos que reclaman la actuación de los cuerpos policiales
españoles en el territorio catalán y, más allá de vivir en un país donde quien
protesta tiene grandes probabilidades de morir en el intento, no comentan nada
al respecto de la actuación del gobierno venezolano durante las protestas de
este año.
Lamentablemente
he llegado a leer un joven estudiante de ciencias sociales que decía orgullosamente
que durante el plebiscito del 16 de
julio, organizado por la oposición venezolana, no hubo ni una sola muestra de
represión gubernamental; caso distinto al de España, donde la Generalitat
llevaba un conteo de casi 800 heridos durante la jornada del referendo catalán[1].
Se le olvidaba a nuestro cuasi-colega que ese día murió una persona[2] a
manos de los (siempre eficientes) cuerpos parapoliciales del Estado venezolano.
La mujer que murió, junto con el centenar de personas que perdieron sus vidas
durante el año 2017, no quería otra cosa que expresar su descontento con el
estado actual de las cosas. Su derecho fue burlado, no momentáneamente como el
de los catalanes, sino para toda la vida. Todo gracias al arrebato de los
secuaces de la muerte.
¿Por qué
situarnos fuera del país cuando en él tenemos hermanos, familiares y amistades
de toda la vida que viven las miserias del mundo moderno? La hambruna, el
éxodo, la corrupción, los asesinatos, el narcotráfico, la delincuencia y la
impunidad. No es ficción, no son cuentos de camino, ni es un guión orquestado
por los medios de comunicación: son las causas y las consecuencias de la crisis
que vivimos actualmente. Y entiéndase: no es que los problemas de los demás no
sean importantes, sino que a la hora de buscar una realidad lamentable y
repudiable, no hace falta ir y evaluar cualquier otro país mientras se calla
pasivamente ante lo que sucede en Venezuela.
Lo sé, algunos
lo hacen inconscientemente, otros son simplemente los tontos útiles de un
gobierno militar que hace mejor gestión con el narcotráfico que con sus
ciudadanos. Sin embargo, el problema sigue ahí: ¿cómo evaluar nuestra situación
cultural cuando ni en nuestra lamentable actualidad tenemos los ojos puestos
sobre nuestro país? ¿Cómo lograr la autonomía deseada cuando el mínimo destello
de preocupación es ridiculizado al compararnos con otras realidades? ¿Cómo
salir de la calamidad si hay gente que ha elegido no darse cuenta de que vive
en ella?
Es una de las
problemáticas que ha marcado a la venezolanidad y creo que marcará de manera
definitiva nuestro siglo XXI. Mientras tanto conviene recordar el consejo que
nos da un afamado escritor venezolano: todo aquello que se escriba que no
perjudique a la dictadura, es inútil y le hace el juego al régimen[3].
Yo incluiría en aquella frase al discurso y a nuestra capacidad de interrogarnos:
todo aquello que se escriba, que se diga y que se cuestione que no perjudique
al gobierno, le hace el juego a la peor de las dictaduras: la de la pasividad,
la del silencio, la del régimen de la normalidad y del discurso canalla que
pretende vendernos que nada sucede en nuestro país.
Por eso,
cuando alguien nos comente sobre la situación española, argentina, brasileña,
estadounidense, mexicana, alemana y pare usted de contar los escenarios de la
geopolítica mundial, lo mejor que podemos y debemos hacer es siempre preguntar
por Venezuela. Porque nunca será innecesario ni contraproducente.
Aunque nos
quieran obligar y convencernos de lo contrario, colocarnos en la pregunta por nuestro
país es de las acciones más subversivas y autónomas que existen hoy en día. Y
nunca es demasiado tarde para eso. Aún estamos a tiempo…