"Así, pues, lo
primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el
cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él
mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que
muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio
aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el
deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha
del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos
abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o
que se oyera un paso familia en la escalera y si en esos momentos llegábamos a
olvidas que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para
quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el
expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no
podía durar. Al final había siempre un momento que nos dábamos cuenta de que
los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que
durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo.
Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a
nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían
que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo
finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que confían en ella."
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