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jueves, 10 de noviembre de 2016

Contemplar la exégesis propia (o el andar de la sociología venezolana).

Muchos de los que compartimos este momento histórico hemos tenido que llevar a cuestas varias decepciones. La disolución de las utopías, la emergencia de los autoritarismos corporativos, el surgimiento de la delincuencia como forma de ejercer el pensamiento crítico, la pérdida de un horizonte claro como país y como generación y la debacle de las aspiraciones de cada cuerpo político. Se conoce como posmodernidad, más específicamente como posmodernidad negativa en cuanto que la perspectiva vivida no es la que enaltece la concreción de libertades individuales, el sueño hedonista y la razón sensible; no, la nuestra es una posmodernidad que se hace tangible en  la etapa liquida de la instancia del hombre en sociedad (Bauman dixit).

No hay institución, personalidad, sueño posible o busque usted otra entidad que provoque un optimismo generalizado en la gente. Ni la figura de Bolívar se nos hace intocable ya, pues la razón de Estado se ha valido de su figura, pensamiento y letra. Lo que fuera una imagen con interpretación unívoca en la actualidad nacional –figura intocable valga la pena mencionar– ha sido degradada a excusa y chantaje para los desmanes del régimen que hoy está en el poder.

Es un periodo extraño para nuestra nación, vivimos la crisis política más aciaga de nuestra vida republicana y, además, hemos de acarrear las consecuencias del fin del modelo rentista, que a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI pareció ser la cura y causa de todos los males de la nación.

Nos encontramos aquí. Es una crisis de identidad que puede llevarnos al pesimismo de avizorar el fin del país como lo conocemos (como bien lo ha planteado el Padre Alejandro Moreno) o, por el contrario, a ver en la misma crisis las posibilidades por las cuales podemos encausar el pensamiento y la acción de quienes hemos tomado por vocación reflexionar al país.

Y la ilusión está a la vuelta de la esquina: ¡Sociólogos de Venezuela, uníos contra la apatía y el cierre del pensamiento! Discúlpennos, pues aunque seamos optimistas, no lo somos tanto. En el caso de la sociología –o al menos aquella que se comienza a hacer institucionalmente desde 1956 en adelante con la creación de la Escuela de Sociología y Antropología de la Universidad Central de Venezuela– es muy poco lo que podamos aprender y aprehender como guía teórica (y hasta espiritual) para la crisis que actualmente vivimos.

No pareciera ser que la solución a nuestros problemas se encuentre en lo que la academia ha plasmado en sus libros, artículos, entrevistas o tempranas enseñanzas. Al menos no en el caso de la sociología venezolana.

Ha podido ser visto en lo real, lo concreto de nuestras vidas. En nuestro caso somos compradores y coleccionistas de libros. El área de la sociología venezolana ha llamado nuestra atención desde el inicio de la carrera en el 2011, en parte por la ausencia de autores venezolanos y en parte por la innegable impronta marxista de la educación que aún se imparte en la universidad. Lo venezolano, si es que existe, es mera referencia y reflejo del pensamiento europeo.

Con esto no descubrimos nada nuevo. Ha sido el destino de nuestra disciplina desde su inicio hasta entrado el siglo que corre. El caso es que en una de mis jornadas de búsqueda de libros di con tres libros de tres de autores fundamentales de la sociología nacional: El psicoanálisis: discurso fundamental en la teoría social y la epistemología del siglo (1978) de Jeannette Abouhamad; Razón y dominación: contribución a la crítica de la ideología (1988) de Rigoberto Lanz; y Contribución a la crítica del marxismo realmente existente: Verdad, ciencia y tecnología (1990) de Edgardo Lander. Abouhamad, madre de la sociología venezolana; Lanz, precursor de la entrada de las lecturas posmodernas en Venezuela; y Lander, uno de los grandes sociólogos que aún quedan vivos y principal promotor del Programa de Cooperación Interfacultades de la UCV. Todos venezolanos, todos como el testimonio de lo que ha sido el paso de la modernidad por nuestro país.

Estudiantes y profesores en la universidad venezolana de la segunda mitad del siglo XX, con formación en algunas de las grandes potencias, no sólo económicas sino también ideológicas de occidente (Abouhamad y Lanz hacen doctorados en París, Lander culmina su pregrado en Harvard).  Mucho de lo que se puede conseguir hoy en producción sociológica en Venezuela se debe en parte a la influencia de estos tres autores, pues sin lugar a dudas con ellos la lectura marxista avanza rápidamente en el claustro universitario.

Si vamos a los libros previamente mencionados podríamos rescatar los siguientes aspectos:
  1. Ponen a la sociología venezolana al día con las discusiones que se llevan a cabo en la Europa del momento de sus respectivas publicaciones. Abouhamad cita holgadamente a Althusser y a Lacan, ambos autores centrales hacia el cierre de la década de los 70s; Lanz a Marcuse, peaje obligatorio para la liberación del pensamiento crítico de su enclave soviético; Lander a Habermas, autor recurrente que cristaliza la misión moderna de mantener (aún) algún parámetro mínimo para la crítica y la construcción utópica.
  2. Unen sus discusiones con la necesidad de nivelar la teoría al campo de la práctica. Era suya la aspiración de lograr que las condiciones subjetivas de las que hablaban se convirtieran en certezas para el campo venezolano. Es decir: era necesaria la explicación de la verdadera y falsa consciencia para aspirar a la primera y arrojar al pensamiento venezolano hacia la segunda. Nada distinto al desarrollo teórico del marxismo más clásico.
  3. Hablamos de discusiones ajenas que, si bien tratan al lenguaje moderno como fin último, no tienen correlato alguno con la realidad específica de nuestro país. Entiéndase: la información sobre el venezolano era la que cierta modernidad marxista nacional les decía que era. Más allá de eso no hay el mínimo asomo o interés de tomar algún discurso que fuese ajeno al dogma racional-científico.

Son parte de un primer canon sociológico venezolano. Hermenéutica marxista, ímpetu anticapitalista e impronta crítica. Nadie puede negar hoy el impacto del trabajo de la sociología que se teje desde estos autores; ahora bien, valdría la pena preguntar cuál es la posibilidad real de situar sus teorías en el contraste de la actual realidad nacional. Tres libros y  tres autores, todos se desenvolvieron en un país rentista que permitía mantener no sólo la aspiración del crecimiento indetenible sino también el perenne flujo de dinero, la posibilidad de una formación en el extranjero, el status de un profesor universitario, el verdadero deseo de ver transformada la realidad a la manera que el catecismo marxista así lo profetizaba.

¿Dónde podríamos ubicar esas aspiraciones? ¿En el país que al día de hoy tiene a miles de personas haciendo colas para comprar comida que ni se produce en el país? ¿En el país donde el Estado decide quién es delincuente y quién no a partir de la misma lógica del autoritarismo corporativo? ¿Proponiendo más control en la economía más estatizada de la región? ¿En el país donde la gran mayoría de los consejos comunales están tomados por delincuentes devenidos en personas comprometidas con la revolución? ¿Teorizar dentro del marxismo a la Venezuela socialista? ¿Aún?

Debemos grandes cosas a la sociología venezolana, pero una de ellas no es la perspectiva histórica o la del hombre concreto (Unamuno dixit). Hago tamaña afirmación ante la fiereza con la que la realidad devora la dignidad de las personas en este país y lo insignificante, por no decir inútil, que ha resultado ser todo aquel gran sistema teórico seguido por los autores que aquí mencionamos.

Pensábamos en aquello cuando caminábamos con los libros recién comprados. Caminando en la Plaza del Banco Central por la Esquina de Salas, veíamos el gran edificio del Ministerio de Educación, su monumentalidad contrastaba con la otra imagen que se hacía ante nosotros: diez muchachos, unos dentro de un basurero sacando los desperdicios, otros afuera desgarrando las bolsas que quedaban o simplemente esperando. Todos buscando el consuelo en la basura, en el desperdicio, en la miseria. Hambre revolucionaria, consecuencia –¿accidental?– del advenimiento del hombre nuevo en Venezuela.

Algunos adjudicarán la responsabilidad a una política mal aplicada, otros a la imperfección del pueblo venezolano. Ambas explicaciones están ancladas al pesimismo moderno y a la priorización de las ideas sobre el mundo de los seres humanos.

Volvemos al inicio. Es una crisis profunda la que vivimos, tan profunda que las grandes enseñanzas de la ciencia social parecen quedar en desuso; han contraído esa sutil condición que no es otra que la liviandad de las interpretaciones. No hay una sola idea que se pueda mantener por sí sola cual profecía pre-Luterana, ni sistema o teoría que sea inmune al paso del tiempo. Al menos todo el análisis que optimistamente abrazó a la episteme moderna del siglo XX se encuentra hoy en una gran diatriba.

El fin de la utopía ha llegado. Lo concreto superó a la aspiración moderna. No es la muerte de las ideas pero sí el resquebrajamiento de las mismas. ¿Hará falta buscar más soluciones en la exterioridad de nuestro pueblo? Quizás. Sin embargo, sospechamos que en el universo de otras interpretaciones daremos con varios indicios necesarios para poder entablar un genuino diálogo con nuestro país y sus realidades.

Supone ese el reto de la reflexión sociológica que viene. Cotejar las aspiraciones de la sociología con las ideas que se tejen a lo interno de Venezuela. Una verdadera tarea a futuro: hacernos con nuestra historia y sus procesos para así contemplar la posibilidad de una exégesis propia.

No es cosa del otro mundo. Es cosa nuestra y de nosotros. Nada más y nada menos.

domingo, 6 de noviembre de 2016

Bauman, Z. (2014): "Offline, online", en: 44 cartas desde el mundo líquido, páginas 23-24, Paidós, España.

“Para los jóvenes, el principal atractivo del mundo virtual proviene de la ausencia de las contradicciones y los malentendidos que caracterizan la vida offline. A diferencia de la alternativa offline, el mundo online hace concebible –es decir, posible y viable– la multiplicación infinita de los contactos. Lo logra mediante la mengua de la duración y, en consecuencia, el debilitamiento de los vínculos que propician y refuerzan la duración, en marcado contraste con el mundo offline, que se caracteriza por el continuo afán de reforzar los vínculos, limitando severamente el número de contactos al tiempo que se amplían y profundizan. Esto representa una notable ventaja para los hombres y las mujeres que se atormentan sólo de pensar que un paso que han dado podría haber sido (acaso) un error y de que tal ve (quién sabe) sea tarde para reparar la pérdida. De ahí el resentimiento contra todo lo que recuerda a un compromiso “a largo plazo”, ya sea la planificación de la propia vida o los compromisos con otros seres vivos. Un anuncio reciente, apelando a los valores de la generación más joven, presentaba una nueva máscara de pestañas que “promete belleza durante veinticuatro horas” con el siguiente comentario: “Atrévete con una relación comprometida. Con un solo toque, esas preciosas pestañas soportarán la lluvia, el sudor, la humedad, las lágrimas. Pero no temas, esta fórmula especial se limpia fácilmente con agua tibia”. Veinticuatro horas semejan una “relación comprometida”, pero ni siquiera un “compromiso” tan breve sería una opción atractiva si las consecuencias no fueran tan fáciles de eliminar.


La elección que se tome tendrá reminiscencias del “manto liviano” de Max Weber, uno de los fundadores de la sociología moderna, la prenda que podía retirarse de los hombros a voluntad, en un instante y sin gran esfuerzo, a diferencia de la “coraza de acero”, que ofrecía una protección eficaz y duradera contra las turbulencias, pero resultaba difícil de desmontar y entorpecía el movimiento de la persona, además de limitarle el espacio para el ejercicio de la libre voluntad. Para el joven lo más importante es conservar la capacidad de redefinir la “identidad” y la “red” en cuanto surge –o se sospecha que surge– la necesidad (o el antojo) de redefinirlas. La preocupación de sus ancestros por la identificación única y exclusiva da paso a un creciente interés por la perpetua reidentificación. Las identidades deben ser desechables; una identidad insatisfactoria o no suficientemente satisfactoria, así como una identidad que revela su avanzada edad, debe ser fácil de abandonar, la biodegradabilidad sería tal vez el atributo ideal de la identidad más deseada en nuestro tiempo.”

viernes, 30 de septiembre de 2016

Anacronismos y comodidades.

                Nunca he sido un tipo patriotero. Tampoco creo que lo vaya a ser. Eso de ser hijo de inmigrantes hace que uno sea ciudadano de dos mundos: jamás ganado plenamente al país de origen ni del todo consciente del país que se vive. Es necesario traer a colación esta ambigüedad a la luz de los nacionalismos que se alzan a nivel global, que no son más que anacronismos políticos que van subiendo ante la innegable crisis de las democracias occidentales.

                Venezuela no es la excepción. No en vano vemos una gran masa de jóvenes en pleno año 2016 reuniéndose para añorar al dictador Marcos Pérez Jiménez, en aras de enaltecer a la Venezuela de la década de los 50s –que si algo de historia se sabe, no es más que la imagen de Caracas como perla del régimen en contraste con un país abrumado por la pobreza y el abandono.

                El neo-perezjimenismo se ha propuesto asumir una gran cantidad de consignas conservadoras, muchas de las cuales llegaron a servir como sostén ideológico a los totalitarismos más férreos que conociera el siglo XX. Tienen especial énfasis al referirse con reiteración hacia la problemática migratoria, en especial con aquellos que vienen de la misma latinoamericanidad. De igual forma tienen especial saña a la hora de evaluar cualquier posibilidad de disenso dentro de su ideario político: tanto la libertad del hombre, como el rescate  por la igualdad en la humanidad son credos anti-tradicionales, consignas ajenas al país que ellos intentan rescatar.

                Indagar en esa extraña noción de país que intentan salvar será cuestión de otra oportunidad. Lo que aquí intento hacer ver es cómo el arrojo hacia los nacionalismos no va siendo solo maña de los alemanes, austriacos o húngaros del siglo XXI. Por el contrario, estamos asistiendo a un desencantamiento globalizado de la idea de democracia y todo lo que ella representa. Similar al escenario que germinó al chavismo originario: la antipolítica es la bandera de muchos de estos nacionalistas, así como también de los otros grandes enemigos que ha tenido la democracia a lo largo de su existencia.

                Dicho esto quisiera comentar brevemente sobre el nuevo individuo político que ha surgido producto de este ambiente. Hablo de la persona que se asume más allá de la discusión política, que se asume con una suerte de superioridad buena onda que le permite desechar la urgencia de discutir los problemas que se viven diariamente. La gente cool que ha vivido, coexiste y convive con el chavismo y cualquier otra forma de negación de lo otro.

Son la clase de personas que ante la aparente inutilidad de la discusión política (ellos mismos son gestores de tal juicio) van formando su opinión desde la no-opinión: se arrojan voluntariamente a una postura donde para ellos –lectura ultra personalizada– las cosas no están tan mal ni son dignas de ser nombradas; todo en la medida de que la realidad otra, casi desconocida, voluntariamente ignorada, no se inmiscuya en su dinámica cotidiana. Todo arrojado al gusto y todo arrojado al momento. Grandes teóricos de la estética, terribles alcahuetes de los desmanes.

                Casi como los personajes de los que nos habla Tomás Straka en su ensayo “La larga tristeza” contenido en el libro La república fragmentada (2015). Son individuos que parecen accidentados al verse relacionados con su comunidad de sentido. Personas que en el cenit de la globalización eligen las posturas menos elaboradas, siempre enmarcadas en el camino de la comodidad política para así ejercer la antipolítica –sin importar que eso tenga implicaciones en la vida y los núcleos sociales de los que según ellos son unos pobres amargados.

Son estos personajes los que se enaltecen por estar fuera del país –al menos en un nivel de consciencia. Ellos, por encima de la accidentalidad de sus pares. Más allá de la vida miserable que para muchos (pero no para ellos) está siendo impuesta.

                Son casi el polo opuesto al nacionalismo anacrónico. Pues mientras el segundo se aferra al pasado inexistente, los chicos cool se arrojan a la nada promisoria. Lo que éstos parecen ignorar –de nuevo, voluntariamente– es que entre el inexistente pasado y la promisoria nada no existe una distancia tan larga ni una diferencia irreconciliable.

                Ambas posturas se dan la mano casi sin quererlo. Coquetean,  van haciendo su discurso desde las interpretaciones más cómodas que se puedan tener al respecto de nuestro país. Vamos desde el perezjimenista que exige que sea el barrio el que encienda a la nación en una rebelión que haga renacer al nuevo Marcos Evangelista o Hugo Rafael, hasta el chico cool que va viajando por todo el mundo argumentando que lo vivido en Venezuela no fue, ni ha sido, ni será una verdadera experiencia socialista.

                Los típicos tarados que en una seria indolencia social argumentan que no se van de Venezuela por la “supuesta” crisis que vivimos. Por el contrario, se van puesto así siempre lo quisieron, era una misión de vida. Es decir, estuvo entre ceja y ceja emigrar aún cuando la renta petrolera permitía subsidiar el disimulo más grande de nuestra historia.

Su verdad histórica bien podría ser que nunca han querido estar aquí. Quizás por eso han servido como claros interlocutores de la ideología chavista, con la práctica cuasi-delincuencial que emana desde el Estado como la negación definitiva de la deliberación y la interpretación crítica. Prefieren, casi en cuestión de un latido, hablar de la realidad externa, de cualquier proceso o personalidad política que se haya vuelto viral en su red social de predilección. Lo de afuera siempre más válido y menos ladilla que lo venezolano.

                Son las personas que, junto a la incapacidad de los demócratas, han permitido el ascenso de los fascismos, los socialismos reales y las dictaduras variopintas. Es la peor forma de imbuirse en lo político, en la nación y, en sí, en la vida. Pues la postura de la no-postura, la voluntad de no darse por enterados, deja a estas individualidades ante la terrible verdad de encontrarse como responsables de la fatalidad con la cual muchos se encuentran en los hospitales, en las calles y en sus propias casas.


                Cerremos esta descarga intentando no sucumbir jamás ante estas dos fuerzas. Y si en caso de que lo vayamos a hacer, intentemos que nuestras vidas estén a la altura. Procuremos, por la dignidad de los que eligen entre el avión y el ataúd, que seamos recordados con más pena que gloria... si es que acaso eso llega a significar algo para alguien en la tormenta que se aproxima.

martes, 23 de agosto de 2016

Caldera, Rafael Tomás. (2000): Nuevo mundo y mentalidad colonial, páginas 82-83, El Centauro ediciones, Caracas.

"En los grupos intelectuales o científicos se vive así de afiliaciones, de la pertenencia a determinada escuela o corriente. Ello tiene traducciones muy negativas en la práctica. Vamos de visita a un alto centro de matemáticas y encontramos a dos matemáticos, de buen prestigio, especializados en el algebra, trabajando en oficinas continuas. Hablamos con uno de ellos y, en el curso de la conversación, preguntamos ingenuamente acerca del trabajo del otro. Nos responde que, en realidad, no sabe qué hace porque –atención: eran las únicas dos personas allí que trabajaban en esa área del conocimiento matemático– están tan especializados que él tardaría como unos os años en ponerse al día para poder entender lo que ocupa a su vecino colega. Pero si dedicaba su tiempo a eso, se retrasaría en su investigación propia y dejaría de publicar. Uno podría preguntarse: ¿qué tiene de grave? Intrínsecamente, nada. La gravedad del asunto tiene que ver con la posibilidad de formar una comunidad científica en el país. Porque la dificultad estriba en que la acreditación de cada uno de ellos aquí depende de lo que publique allá. Y para publicar allá, ambos tienen que mantenerse en contacto, por ejemplo, con los grupos de trabajo de los lugares donde hicieron sus respectivos estudios de doctorado. Pero estaban trabajando juntos aquí. Me corrijo: juntos no, yuxtapuestos. ¿Puede construirse de esa manera una comunidad científica? Pareciera que no. Se trata de una formación como parasitaria. En términos de dinero, acaso resultaría más barato becar a todos nuestros científicos para que vivan en el extranjero, poniéndoles como condición el que cada vez que publiquen un artículo y ganen un premio, digan: “doy gracias a Venezuela, mi país de origen”. Su función sería quizás la misma y podrían trabajar con mayor comodidad y rendimiento.

¿Exagero? Digamos que hago una caricatura para subrayar el error de intentar construir una comunidad sin apropiarse del juicio que la sustenta: cuando la acreditación (de la cual depende el puesto mismo de trabajo) se hace pasando por el extranjero, no se puede tener una comunidad aquí porque hemos puesto fuera la regla de juicio y el juicio mismo. Desde luego, puede tratarse de un estudio específico cuya valoración exija el concurso de expertos que se hallan en otros lugares del planeta. La investigación ha sido siempre global, mucho antes de la globalización económica o de las telecomunicaciones. La cuestión es otra; el problema está en adoptar, como medida habitual del trabajo, la evaluación foránea. Si yo no puedo o no me atrevo a decir que Jesús Soto es bueno a menos que lo digan los franceses, no tengo el menor criterio de arte. Estaré repitiendo algo sin saber lo que digo; seré siempre un eco, lejano y apagado, de la metrópoli."

domingo, 24 de julio de 2016

Crónica perruna.

*

Siempre viene. Ese costal de pulgas, maná de garrapatas, que no tiene nombre ni dueño. Es un animal muy noble, simplemente lo llamamos Palomino en honor al mesonero del restaurante. Viene con un andar lento, como quejándose y a la vez resignado por la miserable vida que ha tenido que llevar a cuestas. Sabrá Dios cuántos años tendrá, dónde dormirá y qué tanta bajeza humana experimentará día a día.

Lo he visto pocas veces, de vez en cuanto me provoca sostener diálogos con él –a la manera de Augusto con Orfeo, en la Niebla de Unamuno. No puedo. Mis diálogos caninos pertenecen a Nena, la bebé de la casa. Ella, a diferencia de Palomino, el perro, tiene comida todos los días; además, la bañamos cuando el pelaje así lo requiere.

Es una perra que se ha ganado la vida por cuestión del azar, el mismo que ha arrojado a Palomino a la calle, a vivir la vida de mierda que tiene. Su cara parece revelar desdicha, fastidio y cansancio. ¿A cuántas perras habrá preñado? ¿Cuántas veces se habrá salvado de ser atropellado? ¿Se lo habrá intentado comer algún pobre diablo? La ciudad está hecha a la medida del perro: incierta, violenta, con gratas sorpresas que pueden devenir en la más honda muestra de la podredumbre humana.

De esto trata este relato. De cómo el bueno de Palomino, aquel noble perro, sin querer queriendo vio una de las facetas más terribles de la existencia humana.


**

A eso de las 3:00PM-4:00PM pasa, siempre puntual. Desde hace dos meses ha tenido que hacer un hueco en su rutina. Todos los días, sin falta, viene, se asoma y comienza a posar sus ojos sobre el dueño del restaurante y sobre el mesonero. Sus lastimeros ojos buscan el contacto necesario; buscan que de un cruce de miradas se entienda que su aparatosa presencia requiere una sola cosa: comida.

Los humanos no parecemos entender lo importante que es el sobrado para los animales de la calle. Parece el comodín, el gran salvamento para ellos. Muchos viven de eso, todos viven de eso. Pocos tienen la suerte de Nena de tener comida; el resto debe luchar por escarbar en la basura. Rasgar las bolsas negras, buscando con su olfato algún resquicio, alguna esperanza en la forma que fuese.

O un hueso a medias, o unos vegetales podridos. Lamiendo las latas, intentando que sus lenguas se inmiscuyan en la estrechez de las botellas de jugos o refrescos. A veces hasta lamen el papel higiénico utilizado, lleno de la mayor humanidad posible. Nosotros los humanos no sabemos nada en verdad; la mierda de unos es la esperanza de otros.


***

Va el dueño del establecimiento, da la orden. Un empleado va y le pide a Palomino, el humano, un periódico. Lo pone en el mesón, en las hojas deja caer la inmundicia: cerca de un kilo de sobrado. Palomino, el humano, hace un doblez con las esquinas de las hojas; se dirige a Palomino, el perro.

Como si se tratara de una escena donde el jibaro le entrega su dosis al cliente. Palomino, el perro, mira hacia los lados. No quiere intrusos en su ganada comida. Pues para los perros de la calle ese aguantar, mirar, transmitir hambre, buscar simpatía en su compañero humano hasta lograr el cometido, en general todo su performance es una de las tantas palancas que permiten su victoria: tener la barriga llena, al menos por un día más.

Palomino, el humano, deja el encargo en el suelo, afuera del negocio. Palomino, el perro, se acerca sigilosamente, olfatea la mercancía. Ni tan gourmet ni en plena descomposición. Justo lo que necesitaba, todo en el lugar preciso. Todo en lo normal de su vida: más de lo que necesita y menos de lo que le hace falta.

El limbo de la vida de un perro de la calle es eso. Esperar el bien, venga de donde venga, sin mirar a quien. La única desventaja: el mal que, al igual que el bien, no demora en llegar. Tarde o temprano todo se equilibra, y ese día no fue la excepción.


****

Algo olía raro. En el ambiente, no en la comida. Era como si al olor del jefe, de Palomino, el humano, los empleados y la vieja fastidiosa del kiosco se le uniese uno nuevo. Raro, en su rutina jamás había emergido ese hedor.

Volvió la mirada a los lados. No había ningún perro, sólo transeúntes huyendo, corriendo por la acera ante la inminente ida del sol. Pensó por un momento en lo curioso que es el humano, en lo prodigioso que luce con la luz de la mañana y en la criatura apesadumbrada y nerviosa que se  convierte al llegar la noche. Curioso, de verdad curioso.

No tan curioso como ese olor, que su olfato callejero, maestro en la distinción entre lo putrefacto y lo salvable, no lograba ubicar. Por extraño que fuese poco le importó. Era hora de saciar el apetito. Tenía 24 horas sin comer y aquella era su salvación. Todo fuese porque su estomago dejase de emitir sonido que sólo advertían el hambre atroz que sentía.

Pero no se hizo esperar. El olor se hizo patente. Miraba a los lados. Comía rápido, no quería que ningún perro se comiera su botín. Aún quedaba bastante, pero no quería compartir nada.

Poco pudo hacer Palomino, el perro, cuando vio que a sus espaldas emergió la figura de un hombre flaco, amarillento, las manos quemadas y las piernas bañadas en mugre. Aquel hombre, pensó Palomino, era de aquella estirpe que disfrutaba al repartir coñazos a los perros de la zona; pues no se puede obviar que, en la oscuridad de la noche, golpear a un perro, patearlo hasta dejarlo moribundo, despierta el instinto más sádico en todos aquellos que se hacen la vida en la calle y el vicio.

Se dijo Palomino que aquel era el final del festín. O le propinarían una patada en las costillas o le lanzaría un derechazo en la mandíbula. Qué importaba, aquel perro estaba petrificado y se quedó inmóvil. Siempre, como su vida se lo enseñó, esperando lo peor.


*****

El hombre no lo golpeó. Todo lo contrario. Se puso a su lado, infestando la comida con su hedor, mirando al perro. Le llegó a acariciar, intercambió miradas. Quizá quería transmitir algo que Palomino, el perro, no lograba entender. ¿Le venía a hacer cariño? ¿Sería uno de sus viejos amigos que se hacían la vida en Catuche? ¿O era simplemente otro humano que se volcaba tiernamente ante la desgracia de un perro?

Nada que ver. Aquel hombre iba por algo más. Se volvió notorio cuando Palomino, el perro, estupefacto miraba cómo el hombre llevaba a su boca los huesos que él ya había masticado.  Pensó que era un error. Corroboró lo contrario cuando el hombre agarró una papa bañada en grasa y arroz y se la tragó sin masticarla. ¡Aquel hombre estaba robando su comida!

Inverosímil. Inentendible. No se explicaba cómo uno del reino humano podía plegarse a la miseria de un pobre perro de la calle como él. Aquel hombre tenía una camisa holgada, a través de los botones podía ver el lateral de su abdomen: pellejo y hueso, como aquel que tan diligentemente podría considerarse el manjar de un perro como Palomino.

Las costillas eran el signo,  los pómulos la confirmación. Aquella persona era un esqueleto. Ahora sí era claro lo que aquel despojo quería transmitirle a Palomino: entre la vergüenza de reconocerse humano le pedía permiso para compartir su comida.

El perro reflexionó, no pudo evitar pensar en la ironía de tener que compartir la comida con un humano. Comida que por cierto fue despreciada, botada y vista con malos ojos por otros humanos. ¿A qué habrá llegado esa persona para siquiera considerar ponerse al lado de un infeccioso perro y pedirle comida? ¿De dónde salió esa necesidad? ¿Es el hambre igual de potente en él como en el perro? ¿Tampoco la podrá evadir?

No quedó remedio. Palomino, el perro, comenzó a buscar en la comida junto con el humano. Comenzó a comer junto con aquel hedor, que masticaba desesperado, esperando que los dueños del restaurante no se diesen cuenta de tan lamentable escena.


******

Sintió algo. ¿Sería lastima? ¿Es aquello que tan profesionalmente intentaba evocar en las personas? ¿Quién aguantaría más las ganas de comer, él o el humano? Al menos Palomino, el perro, contaba con el favor de Palomino, el humano. Todos los días de 3:00PM a 4:00PM tendrá ahí el misericordioso sobrado, pero ¿con el favor de quién contaba aquel desgraciado? ¿Cuándo volvería a comer? ¿Lo tendría que esperar otra vez ahí, robándole su sobrado, al día siguiente?

Se resignó. Qué podía hacer. Cierto que la vida era una cagada… hasta con los que no son del reino animal. 

sábado, 16 de julio de 2016

Un país de bobos.

Venezuela es el epicentro de nuestras vidas, y en ella surcan nuestras interpretaciones, pareceres, gustos y desacuerdos. No es secreto para nadie que los últimos han sido años de exacerbado disenso, en donde la opinión pública ha tendido a irse por los causes de la polarización; no obstante vale la pena acotar que persisten una serie de lugares comunes que dan sentido al sujeto en sociedad y a la sociedad en el sujeto. Por ejemplo: es totalmente comprensible que todo aquel que haya recibido un balazo sea una delincuente, pues, de otra forma ¿por qué habría merecido tan vil “ajusticiamiento”? Lo podemos ver día a día, ante las noticias de linchamientos y asesinatos, que por su grotesca forma arrojan a la víctima en el banquillo de los acusados cuando no así al delincuente en cuestión.

Pienso esto y recuerdo a nuestro presidente, el infame camionetero que al día de hoy sigue gobernando junto a los militares y por encima de cualquier facción civil del bando político que sea. Veo a nuestro presidente y lo pongo en perspectiva con lo que para muchos se ha vuelto un diagnostico que, al menos en mi caso, resulta curioso y digno de ser comentado. Hablo, por supuesto, de su estruendoso repertorio de pelones, como les diríamos en el argot venezolano –y para el no venezolano, hablamos tan solo de sus cagadas, sus torpezas, sus bloopers y demás figuras mediáticas que van haciendo de Maduro un tipo bolsa, por no decir tarado.

Sí, es cierto. Gran parte, por no decir la mayoría, de la opinión pública se ha volcado a una interpretación curiosa de este fenómeno. Todos se alaban a sí mismo, en una suerte de acto religioso, una gran epifanía, verdad revelada, al resaltar que todo aquello del presidente es un gran stand-up, una gran obra dirigida a las masas cuya verdadera intención es  entorpecer cualquier gestión política que venga desde la oposición.

Desde la vez que confundió los peces con los penes (para evadir el tema de las guarimbas), hasta la vez que leyó en cadena de radio y televisión un mensaje de un tal Moisés David instándolo a chuparse uno (no hace falta indagar en el qué; tampoco en la respuesta del presidente en evasión de la victoria opositora del 6D). Todo ha sido un engaño, un gran acto de prestidigitación. Hemos sido unos bolsas por creer que el presidente, gran estratega del PSUV y del Gran Polo Patriótico, pueda cometer inconscientemente tales torpezas en vivo y en directo. Somos unos bobos por no saber que es una acción racionalizada, propia de un tipo tan vivo como el presidente de la República Bolivariana de Venezuela.

O al menos eso nos ha dicho la elite intelectual, cuyo discurso va, en primera instancia, a sobreestimar al presidente por su notable capacidad para mantenernos embelesados con su gran estrategia comunicacional y, en segunda instancia, a contribuir a desviar la atención sobre las realidades trágicas que al día de hoy todos y cada uno de nosotros padecemos.

                De ambas instancias debo disentir. La reflexión ha sido reducida a la superficialidad y nuestros líderes de opinión parecen sacados de cualquier agencia de marketing político; parece ser que su única finalidad es reducir la política al showbussiness. Contribuye Maduro, sí, pero también ha contribuido la opinión pública (aquella políticamente correcta, gran intérprete de los problemas de su ombligo y de su miope experiencia histórico-política). Decir que nuestro presidente es un maestro de la comunicación, por el simple hecho de desviar cualquier discusión importante en aras de hacer payasadas para (supuestamente) mantenerse en el poder, no sólo habla mal del presidente, sino además de las personas que, además de estar calificadas para hablar de la abstracción que es la democracia, únicamente contribuyen al tema político con medias verdades y opiniones halabolísticas hacia la elite política opositora.

El debate también está en la crudeza de nuestra cotidianidad: el narcotráfico y su ascenso –no sólo en la figura del Estado sino además en los resquicios de nuestro día a día–, así como la desnutrición infantil, la mendicidad, el tráfico de armas y la figura del pran como modelo a seguir. Se me ocurre, además, el problemita que tanto ha denunciado el vagabundo de Giordani sobre unos cuantos miles de millones de dólares perdidos, sabrá Dios (y a su lado el intergaláctico), en cuál paraíso fiscal de aquellos que tanto emocionan a nuestros profanadores-de-renta promedio.

                Y es necesario distinguir dos aspectos importantes: la comunicación y la política. La primera parece girar en torno al aparentar y lo segundo al mundo concreto de la acción. En lo político no hace falta decir que Nicolás Maduro, por torpe e imbécil que pueda ser, ha arrastrado al país, y al chavismo en especial, a su poder de mando. Nadie ha podido tumbarlo del poder y, por mucho que las expectativas de miles vayan hacia el fin del régimen, es importante acotar una verdad tan grande como los nichos de corrupción de nuestra revolución: el gobierno y el presidente siguen en pie, sin indicios aparentes de querer entregar una sola cuota de poder.

                Dicho eso no podemos conformarnos con decir que el hombre es un genio. Precisamente, la paradoja persiste en el hecho de que un tipo tan atroz haya podido sumir al país en malandraje, desidia y caos. Salvajemente hemos corrido para poner a Maduro en un altar, considerarlo la mano que mece la cuna, cuando lo que hemos debido de hacer es cuestionar severamente a quienes hacen política en este país. Nada bueno sale de decir que la ignorancia como herramienta política es audaz y pertinente; por el contrario, es el signo de la decadencia de nuestro sistema político y de nuestras aspiraciones democráticas.

                Bien puede ser el tipo que anda bailando día y noche en Miraflores, como el que va por Venezuela diciendo que a la gente no le interesa en lo más mínimo el estado de derecho, la libertad, y la igualdad. Aquel que evade el tema del narcotráfico y del malandraje como práctica estatal en virtud de hablar del pueblo hambriento –pueblo que al parecer es un bebé incomprendido e iletrado, pueblo que, al fin y al cabo, debe ser visto y explicado desde una visión lastimera.


                No es un triunfo, ni es inteligente, ni es sabio, ni es perspicaz decir que Maduro es un rolo-de-vivo y que nos tiene a todos pendientes de su mal inglés. Ir por el andén de la obviedad no es ningún logro. Pensar a Venezuela, ésta, la del 2016, no exige tan ingrata comodidad. Elite querida, con Luis Vicente León nos basta y nos sobra, por favor.

domingo, 3 de julio de 2016

Lepenies, Wolf. (1994). Las Tres Culturas: La sociología entre la literatura y la ciencia, página 358 Fondo de Cultura Económica, México.

“Si bien en los años veinte hubo cierto progreso, desde una hostil competencia de sociólogos aislados unos contra otros hacia la concentración, impulsora del entendimiento, de grupos teóricos rivalizantes, predominaba una sensación de disipación de energías. Era difícil descubrir algo así como una solidaridad disciplinaria entre sociólogos. Algunos de ellos generaron lenguajes privados que ningún otro entendía; por lo demás los monólogos eran contestados con monólogos. Alemania era un país que no tenía sociología, sino sólo sociólogos, según lamentaba uno de ellos. Como cada uno quería ser un original, todos ellos se convirtieron en extraños, un verdadero salon des refusés, como dijo alguna vez Max Weber en son de burla al describir su propio círculo.

(…)

Sin embargo, los sociólogos alemanes se estuvieron enfrascando una y otra vez, hasta su último encuentro en 1934, en el problema de averiguar qué especialidad practicaban en realidad. Enredados en dolorosa arrogancia, hablaban más de sí mismos que de la sociedad alemana de su tiempo y de las transformaciones verdaderamente dramáticas que ésta experimentaba.”

sábado, 11 de junio de 2016

Gadamer, Hans-Georg. (2007): Verdad y método, página 216, Ediciones Sígueme, Salamanca.

                 "En cualquier caso no es casual que en el fenómeno de la literatura se encuentre el punto en el que el arte y la ciencia se invaden el uno al otro. El modo de ser de la literatura tiene algo peculiar e incomparable, y plantea una tarea muy específica a su transformación en comprensión. No hay nada que sea al mismo tiempo tan extraño y tan estimulado de la comprensión como la escritura. Ni siquiera el encuentro con hombres de lengua extraña puede compararse con esta extrañeza y extrañamiento,  pues el lenguaje de los gestos y del tono contiene ya siempre un momento de comprensión inmediata. La escritura, y la literatura en cuanto que participa de ella, es la comprensibilidad del espíritu más volcada hacia lo extraño. No hay nada que sea una huella tan pura del espíritu como la escritura, y nada está tan absolutamente referido al espíritu comprendedor como ella. En su desciframiento e interpretación ocurre un milagro: la transformación de algo extraño y muerto en un ser absolutamente familiar y coetáneo. Ningún otro género de tradición que nos llegue del pasado se parece a éste. Las reliquias de una vida pasada, los restos de edificios, instrumentos, el contenido de los enterramientos, han sufrido la erosión de los vendavales del tiempo que han pasado por ellos; en cambio la tradición escrita, desde el momento en que se descifra y se lee, es tan espíritu puro que nos habla como si fuera actual. Por eso la capacidad de lectura, que es la de entenderse por escrito, es como un arte secreto, como un hechizo que nos ata y nos suelta. En él parecen cancelados el espacio y el tiempo. El que sabe leer lo transmitido por escrito atestigua y realiza la pura actualidad del pasado."

jueves, 19 de mayo de 2016

Pensando a Caracas #3: Ciudad, hermenéutica y modernidad.

Bien sabemos al día de hoy la preponderancia del lenguaje para la aproximación de cualquier estudio sobre lo social. Sea desde un enfoque lingüístico, como desde un enfoque político, pasando por el discurso técnico como por el discurso poético. Desde Wittgenstein y Heidegger hasta nuestros días, cualquier interés de investigación social debe tener un mínimo de preocupación por el cómo expresamos las realidades que estudiamos (o como esas realidades por sí mismas se expresan).

En la actualidad es imposible escapar al lugar común establecido desde el giro lingüístico: el lenguaje y el discurso son productos socio-culturales por excelencia[1]. Entendemos por esto entonces que cualquier conocimiento que emerja de una sociedad específica cuenta con la primacía de ser un conocimiento legitimado por el lenguaje y esparcido a través del discurso. Parte de los esfuerzos sociológicos de la contemporaneidad se centran en la comprensión del sentido que se ve expreso en las palabras y modismos propios de las sociedades contemporáneas.

El sentido que se busque dependerá del investigador que, en consonancia con todo este nuevo devenir de la ciencia, ejerce el papel de intérprete. Todo el sentido que emana de las sociedades es una interpretación que se tiene de la vida y, precisamente, como hay diversas interpretaciones, el esfuerzo de la investigación sociológica debe valerse de un ethos democrático y democratizador de los distintos discursos que conviven en la sociedad[2]

En ese sentido el interpretar nos une a la tradición hermenéutica que se entreteje desde Schleiermacher hasta nuestros días. Haciendo una lectura más contemporánea nos correspondería enmarcar esta tradición en dos importantes polos: el de la hermenéutica metodista y el de la hermenéutica ontológica. La primera es la llevada por Wilhelm Dilthey (1833-1911) y Paul Ricoeur (1913-2005), la segunda por Hans-Georg Gadamer (1900-2002). Los dos últimos autores se remontan a las reflexiones que el filosofo Martin Heidegger (1889-1976) hizo sobre el humanismo y su manera de aproximarse al hombre.

La demanda de Heidegger se cierne sobre la tecnificación del conocimiento humanista, que al tomar para sí métodos parecidos a los de las ciencias naturales, fungía una desvirtuación del ser de la existencia. En lenguaje filosófico podríamos decir que lo que Heidegger reclama es la reducción del ser a ente, lo que para el lenguaje sociológico no sería otra cosa que la reducción del individuo a objeto cosificado. La gran palanca que hace esto posible es la excesiva importancia que la reflexión científica dio al método desde la Ilustración en adelante.

Siendo así, podemos decir que Heidegger no quería tener nada que ver con el método ni con la tecnificación de la vida que se funda parcialmente con Descartes y Bacon. Su postura lo lleva a encontrarse con Wilhelm Dilthey, autor que retrae la discusión hermenéutica sobre los estudios de ciencias sociales y precisamente habla de la hermenéutica como el método propio de las ciencias del espíritu[3]. Para tal tarea la hermenéutica debía liberarse de su herencia dogmática, enfrascada única y exclusivamente en el estudio de textos religiosos. Podemos decir entonces que Dilthey pone la piedra fundacional para el estudio hermenéutico –así como para cualquier estudio que se pretendía alterno a la hegemonía positivista de finales del siglo XIX[4]. Paul Ricoeur sigue a Dilthey en la medida de que también defiende la noción de hermenéutica como metodología; en ambos es plausible una de las grandes pretensiones de algunas hermenéuticas contemporáneas: la búsqueda por el verdadero sentido.

Ricoeur va en la misma dirección de Dilthey y ve posible el sentido verdadero de la acción[5]. ¿Cómo se puede llegar a ese sentido verdadero? Únicamente a través de un método que brinde la posibilidad de acercarnos lo más que podamos hacia las intenciones del autor. Decimos autor pues Ricoeur tratará todo lo interpretable como texto. En esa misma dirección, si todo es lenguaje y discurso, y toda el habla es un acto social, hace que todo sea equiparable a un texto. Y como buen texto, cualquier realidad debe ser bien leída y bien interpretada.

Gadamer por su parte nos dirá que la hermenéutica no puede ser reducida a un método, pues de tal manera no se hace la separación debida de la pretensión objetivista que es explicita en el positivismo. Gadamer va en la misma dirección que Heidegger al sospechar de cualquier método en cuanto su capacidad de reducir la realidad a objeto. La propuesta de Gadamer girará en torno a una hermenéutica ontológica, en tanto que la hermenéutica no es equiparable a un método específico para una disciplina dada[6]. No, la hermenéutica es más bien la condición del individuo en sociedad en la medida que está en constante interpretación y reinterpretación de lo que conoce y vive, acciones las cuales se dan de entrada en el mundo del lenguaje y el discurso.

Es una capacidad del ser humano, no un método o instrumento de investigación; es su condición en el mundo, no es algún invento científico[7]. Todo es  interpretable, bien sea una canción, una pintura, el desempeño de un doctor en una cirugía, una tendencia en la vestimenta de los jóvenes, entre otros. Lo interesante de la postura de Gadamer es que cualquier interpretación es válida en cuanto forma parte del mismo devenir de la vida; si se coartase la interpretación de los individuos y se intentase reducir a interpretaciones válidas y erróneas quizá se corra el riesgo de recurrir a verdades universales y leyes generales, ambas unidades de análisis del positivismo y cualquier epistemología con intencionalidad totalitaria.

Claro está, la postura de Gadamer se fundamenta en dos ejemplos históricos: el arte y la tradición. El sentido del arte para el autor no es medible ni se encuentra únicamente en la visión del autor de la obra, también el que sirve de receptor a la obra de arte cumple un papel de vital importancia. He ahí lo importante de la metáfora de la fusión de horizontes hermenéuticos en Gadamer, en la medida de que tanto autor como receptor se vuelven participes de la interpretación que emane del encuentro de ambos puntos de vista. Sus puntos de vista se encuentran y hacen juego con el sentido de la obra, que cambia y se transforma en el constante dialogar de ambos actores.

Con la tradición será más fuerte la apuesta de Gadamer[8] y es aquí donde nuestro interés aumenta si contextualizamos parte de lo hasta aquí expuesto con algunas de las discusiones que se dan en el terreno antropológico. Sabemos que la tradición es de vital importancia en la cultura, elemento esencial para cualquier disciplina avocada a lo social. Si vamos a la conceptualización que hace Clifford Geertz de la cultura veremos que se habla de una urdimbre de tramas de significaciones[9]. Por su parte Denys Cuche nos hablará de que no hay cultura sin significaciones por su parte[10]. A nuestro entender, y siguiendo parte de las primeras reflexiones que viene de ambos autores, el sostén de la mayoría de las significaciones, que emanan de una cultura dada, se sitúa en las tradiciones que conforman a la misma. Difícilmente podamos encontrar alguna cultura que no tenga en sí tradiciones, costumbres o rituales que den sentido a parte de sus prácticas diarias.

Lo interesante del asunto reposa sobre el hecho de que parte de estas tradiciones pasan desapercibidas por quienes las practican. Eso sucede por la experiencia total que es la cultura para la persona: forma al individuo, lo configura de cierta manera y le brinda las posibilidades de conocer, hacer y ejercer el vivir. Claro está, esto no hace al individuo un simple replicador de la cultura; todo lo contrario, el individuo tiene la capacidad de reformar la cultura y de irla cambiando en la medida que, precisamente, va interpretando y reinterpretando el mundo que vive. Crucial en este punto es entender que la tradición es el punto de partida para la interpretación, ya que se sirve de lo que Gadamer denominó como el prejuicio, que no es otra cosa que aquello que corresponde a la particularidad histórica de la que venimos y en la cual vivimos[11].

Evidentemente si hablamos de prejuicios a la luz de la razón moderna la carga valorativa que tiende a usarse es la que heredamos de la tradición positivista, donde los prejuicios no eran más que obstáculos en el camino para lograr un estudio depurado del hecho social. Nos comentará Gadamer que esta tendencia a clausurar el mundo del prejuicio es a su vez el cierre de la cultura en cuanto a un conjunto de ideas que van dando sentido al mundo del hombre en sociedad. He ahí un punto neurálgico para cualquier discusión contemporánea, y es que la cultura, conformada por la tradición y por el prejuicio, parece verse seriamente amenazada con el incipiente mundo racional moderno.

En el caso de nuestro interés práctico podemos ver este ejemplo en el desenvolvimiento histórico de la ciudad de Caracas. Varios autores se dan la tarea de reflexionar en torno al convulsivo cambio que tuvo la ciudad desde la llegada de la modernidad, manifestada no sólo desde el cambio estético de la ciudad sino también desde el cómo se constituía en el lenguaje la configuración y el desenvolvimiento de las personas en el nuevo modelo de ciudad.

Esa nueva ciudad tiene a 1945 como fecha de nacimiento[12]. Autores como Aquiles Nazoa, Mariano Picón Salas, Enrique Bernardo Núñez, entre otros, hablarán de esa fecha para exponer el cambio que surge de un modelo de ciudad con respecto a otro. Se hablará precisamente del cambio de palabras entre la vieja ciudad y la nueva ciudad[13]: en lugar de hablar de casas se habla de quintas, en lugar de hablar de boulevard se habla de avenida, en lugar de hablar de caminerías se habla de autopistas. Es un cambio dirigido a acondicionar a la vieja ciudad al ritmo de vida que surge gracias al nuevo dios de la economía venezolana: el petróleo.

Con el petróleo grandes compañías y transnacionales ponen sus ojos sobre Venezuela. No en vano Estados Unidos reafirma su alianza comercial con Venezuela al final de la Segunda Guerra Mundial y el american way of life busca imponerse en la identidad cultural de un país que, a palabras de Picón Salas, entraba al siglo XX con la muerte de Juan Vicente Gómez. La ciudad que vive la muerte del dictador es diferente a la ciudad que es pensada por los intelectuales arriba mencionados. La primera era una ciudad pequeña, aún anclada a su arquitectura clásica y pensada para el peatón; la segunda es una ciudad para el automóvil, una ciudad con aspiraciones de expansión.

Valdría la pena preguntarnos: ¿Cuál es esa vieja ciudad? La ciudad de la que hablamos es la ciudad de la retícula, de la plaza, el patio y la esquina[14]. Para el escritor y arquitecto Federico Vegas era una ciudad con una identidad uniforme que brindaba cierto arraigo a sus ciudadanos y cuyo sentido era claro en la medida que refería a nuestra innegable tradición hispánica. La constitución de Caracas en sus primeros planos nos permiten ver la construcción de una ciudad de cuadras ordenas alrededor de una Plaza Mayor, donde al frente de la misma se levantaba la primera iglesia de toda la ciudad –lo que hoy en día vendría a ser la Catedral de Caracas.

Esa ciudad fue parcialmente demolida. El testimonio de José Ignacio Cabrujas[15] al respecto es revelador en la medida que nos habla de una ciudad completamente vejada de su tradición. A partir de la pretensión moderna, la ciudad se ve en el aprieto de buscarse una suerte de identidad que no le corresponde o que simplemente no le es propia. En ese sentido retraemos la discusión a lo discutido por Gadamer en tanto que nos resulta imposible concebir la cultura sin tradición. Siendo esto de tal manera emerge lo que para algunos autores ha sido centro de análisis desde los años 80s en adelante: el desencuentro entre el mundo-de-vida moderno y las particularidades históricas que conviven en el territorio venezolano.

Eso que fuimos y ya no somos es objeto de interés de muchos intelectuales. La añoranza se vuelve un lugar común, la vieja ciudad que perdieron es el símbolo del cambio al que Venezuela está siendo sometida. Se cambia la ciudad de arraigo hispánico por la ciudad de arraigo moderno (con acento estadounidense, sobre todo)[16]. La pérdida de esa vieja ciudad se va manifestando en el cambio constante que lleva a la ciudad a moverse cada vez más hacia el este[17], lo que hace que Caracas se transforme en una ciudad de realidades paralelas, realidades sin conexión alguna y sin aparente relación entre sí.

La metáfora de Federico Vegas habla por sí sola: la Caracas moderna es una ciudad sin lengua. Al hacer esta referencia el autor no pretende decir que la ciudad no tiene manera de expresarse; todo lo contrario, siempre como realidad histórica la ciudad ha sabido expresar sus distintos momentos bien sea a través de sus construcciones, de sus esquinas, de sus iglesias, de sus edificios emblemáticos, entre otros. Al hablar de una ciudad sin lengua se habla de la ausencia de la lengua madre, el castellano. Es toda una metáfora con respecto a la cultura y nuestro arraigo hacia ella.

La modernidad arrasó con nuestra lengua y nos dejó sin tradición aparente con la cual dar sentido al mundo. Vale la pena entonces cuestionar parte de los supuestos que sostienen un armonioso paso del mundo tradicional al mundo moderno enfocándolo, por supuesto, en el caso venezolano que aquí presentamos. Si la modernidad fue tan definitiva según nuestros hombres de ciencias, ¿por qué tenemos a los literatos en una oposición hacia el acervo moderno? ¿Qué hace que estos hombres se cuestionen los incuestionables beneficios urbanísticos de la modernidad? ¿Hacia dónde apuntaría el análisis a la vista de una ciudad que avanzó definitivamente no sólo hacia el este sino también hacia el sur y hacia oeste? ¿La ciudad perdió en su totalidad esa cultura que sirvió de punto de partida para las primeras críticas que se hacen del pensamiento moderno? Ante esto último podríamos responder que no, aún la ciudad vieja se mantiene. Basta con visitar el centro de la ciudad y ver parte de la Plaza Bolívar; ir a La Pastora y viajar en el tiempo con el remanente colonial que ahí persiste. Y así como en el caso de Caracas sucede en el caso de muchas de las grandes ciudades el país. Esto pone en entredicho todo aquello que se ha constituido desde el análisis de Vegas y de parte de muchos autores que consideran lineal el paso de una ciudad tradicional a una moderna.

Tal análisis es necesario pero corto en la medida que la tradición jamás abandonó en su totalidad a la cultura venezolana. Repetimos y seguimos a Alejandro Moreno: hay un desencuentro de mundos en el país, que a nuestra manera de ver se manifiesta en la constitución de Caracas. Si nos vamos hacia la teorización que hace Alejandro Moreno de nuestro país veremos que en nuestro territorio conviven distintos mundos de vida[18], esto es importante decirlo a la luz de una realidad ineludible: el mundo de vida moderno no absorbió en su totalidad a la venezolanidad que, al menos para Moreno, se manifiesta en el mundo de vida popular.

Para cerrar, la ciudad es muestra del conflicto que la modernidad trajo consigo. Ni la tradición fue completamente borrada y tampoco la modernidad se impuso totalmente. En la tensión de ambas tendencias se ha construido la ciudad que hoy vivimos que aún nos resulta tan necesitada de constantes interpretaciones, siempre teniendo en mente la teorización de Gadamer: sin olvidar que la tradición y el prejuicio –quizá expresado en la nostalgia de los literatos- dan luz para entender de dónde venimos. Ambos elementos, necesarios, en fin, para comprender la cultura que nos hace y que hacemos.



[1] “Antes, se precisa reconocer la importancia crítica del lenguaje, el cual es un producto sociocultural. Y es que no hay pensamiento sin algún tipo de símbolos, pues, aquél es, en cierto sentido, semejante a un ordenador: puede tener la estructura (el hardware) en perfecto estado, pero si carece de un orden simbólico (lenguaje) para operar resulta inútil. De este modo, podemos decir que el cerebro del individuo puede estar genéticamente intacto, pero si carece de un lenguaje adquirido, el proceso de pensamiento resulta imposible. Enunciar ‘pienso, luego existo’, supone un lenguaje previo a enunciarlo. Llegados aquí, está de más recordar que el lenguaje se adquiere por medio de procesos de socialización que suponen la sociabilidad humana.” (Seoane en Larrique, 2007: 70 )
[2] Vale la pena citar al profesor Javier B. Seoane C. y su disertación sobre el cientista social dialógico y la demanda por una práctica ética por parte del investigador: “El cientista social dialógico no se monta sobre el ideal de la neutralidad axiológica como tampoco sobre la convicción de compromisos misionales. Su orientación axiológica apunta hacia las éticas del discurso y de la acción comunicativa, hacia aquellos intentos prácticos por establecer y facilitar un diálogo lo menos asimétrico posible entre actores implicados e interesados en la resolución de conflictos y la definición de determinadas estrategias y políticas a seguir en un contexto dado. Si se quiere, bien se podría decir que este tipo de profesional está impregnado de un ethos democrático abierto a la diversidad y reconocimiento de la otredad. Para este cientista, el saber tampoco resulta un fin en sí mismo, sino un medio en la creación de acuerdos y sentidos sociales.” (Seoane, 2009)
[3] Importante destacar la noción de ciencias del espíritu que en cierta medida funda Dilthey. Las mismas se supone debían ir hacia el estudio de lo subjetivo, elemento que cualquier estudio de corte positivista deja de lado en nombre de la tan buscada objetividad. No en vano dirá Dilthey que las ciencias del espíritu debían buscar su sentido en el comprender (Verstehen), a diferencia de las ciencias naturales cuyo único sentido se encuentra en el explicar (Erklärung). La comprensión así exige algo más que el simple explicar: exige la penetración del sentido de los hombres en los distintos ámbitos donde el mismo se manifieste. Sabemos al día de hoy que tal separación es puesta en entredicho por Anthony Giddens, sin embargo es importante retomarla para lo que fue el inicio de la tradición hermenéutica de las ciencias sociales.
[4] Dilthey viene de la escuela histórica para luego destruir sus presupuestos por responder al positivismo. Así mismo buscó dotar de una base científica propia a las ciencias del espíritu, búsqueda que lo lleva a uno de los fundamentos de su teorización: la existencia de interpretaciones válidas. Dilthey así apunta a la dirección de la búsqueda del verdadero sentido por medio de una búsqueda metodológica, distinta a la de las ciencias naturales,  pero metodológica al fin. (Maceiras y Trebolle, 1990: 39)
[5] “(…) Ricoeur declaró siempre que él no quiere renunciar de ninguna manera a la aproximación metodológica, pero podemos preguntarnos si él resolvió realmente los problemas metodológicos que le reprochaba a Heidegger (e indirectamente a Gadamer) de haberlos abandonado. En efecto, donde Ricoeur jamás respondió a los dilemas propiamente metodológicos de las ciencias humanas, evocados más arriba: ‘¿Cómo dar un órganon a la exégesis, es decir a la inteligencia de los textos? ¿Cómo fundar las ciencias históricas de cara a las ciencias de la naturaleza? ¿Cómo arbitrar el conflicto de las interpretaciones rivales?’ ¿Ricoeur realmente aportó una solución a estas dificultades? Esto no es seguro. Su hermenéutica quedaría así más fenomenológica que metodológica, en todo caso menos metodológica, que lo que él quiso admitir (lo que realmente no es necesariamente una catástrofe).”(Grondin en Navia y Rodríguez, 2010: 40-41)
[6]Desde el romanticismo ya no cabe pensar como si los conceptos de la interpretación acudiesen a la comprensión, atraídos según las necesidades desde un reservorio lingüístico en el que se encontrarían ya dispuestos, en el caso de que la comprensión no sea inmediata. Por el contrario, el lenguaje es el medio universal en el que se realiza la comprensión misma. La forma de realización de la comprensión es la interpretación. Esta constatación no quiere decir que no exista el problema particular de la expresión. La diferencia entre el lenguaje de un texto y el de su intérprete, o la falla que separa al traductor de su original, no es en modo alguno una cuestión secundaria. Todo lo contrario, los problemas de la expresión lingüística son en realidad problemas de la comprensión. Todo comprender es interpretar, y toda interpretación se desarrolla en el medio de un lenguaje que pretende dejar hablar al objeto y es al mismo tiempo el lenguaje propio de su intérprete.” (Gadamer, 2007: 467)
[7] “A riesgo de simplificar, podemos decir que el enemigo de Gadamer es la ‘conciencia metodológica’ que considera la comprensión y la interpretación (términos, a fin de cuentas, que Gadamer no distingue apenas, interesándose finalmente más por la primera que por la segunda) como operaciones cuya objetividad dependería solamente de su sumisión a reglas estrictas. Gadamer está aquí contra la idea científica de objetivación, que olvida que el sentido comprendido concierne de un modo más cercano a aquel que de hecho tiene la experiencia.” (Grondin en Navia y Rodríguez, 2010: 32)
[8] “La realidad de las costumbres es y sigue siendo ampliamente algo válido por tradición y procedencia. Las costumbres se adoptan libremente, pero ni se crean por libre determinación ni su validez se fundamenta en ésta. Precisamente es esto lo que llamamos tradición: el fundamento de su validez. Y nuestra deuda con el romanticismo es justamente esta corrección de la Ilustración en el sentido de reconocer que, al margen de los fundamentos de la razón, la tradición conserva algún derecho y determina ampliamente nuestras instituciones y comportamiento.” (Gadamer, 2007: 348-349)
[9]El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran demostrar los ensayos que siguen es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones.” (Geertz, 2003: 20)
[10] “Reconocer que toda cultura es, de algún modo, un lugar de luchas sociales, no debe llevar al investigador a estudiar solamente las luchas sociales. Aún cuando los elementos de una cultura dada se utilicen como significantes de la distinción social o de la diferenciación étnica, esto no significa que estén vinculados  unos con otros por una misma estructura simbólica que requiere un análisis. No existe cultura que o tenga significación para los que se reconozcan como parte de ella. Los significados, como los significantes, deben examinarse con la mayor atención.” (Cuche, 2002: 146)
[11] “En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que nosotros los que pertenecemos a ella. Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado que vivimos. La lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser.” (Gadamer, 2007: 344)
[12] “La nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija –no sabemos todavía si amorosa o cruel- de las palas mecánicas. El llamado ‘movimiento de tierras’ no sólo emparejaba niveles de nuevas calles, derribaba árboles en distantes urbanizaciones, sino parecía operar a fondo entre las colinas cruzadas de quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los caraqueños. Se aplanaban cerros, se les sometía a una especie de peluquería tecnológica para alisarlos y abrirles caminos; se perforaban túneles y pulverizaban muros para los ambiciosos ensanches. En estos años –de 1945 a 1957-, los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería de sus antiguas casas, todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato; enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo de sus padres.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 33)
[13] “Los tratadistas advertían que primero debemos asegurarnos de que no habrá dificultad en la travesía; que la primera memoria (la arquitectónica) debe estar firmemente arraigada para poder sustentar la otra (la de los recuerdos). Caracas ofrecía esa posibilidad hace apenas unas décadas, –la casa caraqueña era muy similar a la casa romana-, pero en dos generaciones ha ocurrido que donde sueñan vivir los nietos es radicalmente distinto a donde vivían los abuelos. La idea de patio se transformó en jardín perimetral, la de plaza en área verde, la de casa en quinta, la de barrio en urbanización.” (Vegas, 2001: 148)
[14] Hacemos alusión al sugestivo artículo de Federico Vegas llamado: “La plaza, el patio y la esquina” contenido en su libro La ciudad sin lengua (2001).
[15] “Porque así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir hasta con cierta jactancia, que provengo de un pueblo de grandes ‘derrumbadores’, un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema. Ése es el paisaje que he visto, por no decir que, en el fondo mis ojos nunca han visto ningún paisaje. Desde luego, no se trata de una ciudad que se reconstruye al estilo de Berlín en los inmediatos años de la posguerra. Reconstruir una ciudad es asumir que todo lo que había en ella era cierto y satisfactorio, como el vestíbulo de la ópera de Viena. Pero Caracas pertenece al ámbito de la destrucción deliberada, como un ladrillo erróneo que termina por no dejarnos satisfechos. Caracas es una ilusión de inconformes, y asumirla de otra manera es, sencillamente, creer que vivimos en otra parte y no en lo que hemos fabricado, mientras tanto y por si acaso.” (Cabrujas, 2013: 276)
[16] “Hace diez años pensábamos que aquí, ineludiblemente, se prolongarían todos los estilos y formas económicas del estado de Texas. Si el impacto norteamericano no iba consumir nuestra pequeña civilización mestiza. Si no terminaríamos por ser demasiado sanos y demasiado optimistas. Si el viejo ideal de señorío y sosiego a la manera hispánica, ‘el sentido trágico de la vida’, no sería reemplazado por el dinamismo del ranchero o del millonario texano. O el individualismo criollo –para tener una norma colectiva- adoptaría  la de los clubes de hombres de negocios de los Estados Unidos. Si domesticarían con agua helada, deportes, comida sin especias, tiras cómicas y confort absoluto nuestro orgullo y casi nuestro menosprecio hispano-Caribe, esa mezcla de senequismo español y de rudeza a lo Guaicaipuro que fuera tan frecuente en algunos viejos venezolanos.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 39)
[17] “El prolongamiento oriental de la ciudad invade el estado Miranda, se tragó los antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petara, donde los caraqueños de hace apenas dos décadas iban a ‘temperar’, ocupa otros pueblos laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire. Cuando las autopistas completen su tarea de circunvalidación y en lace de los más varios niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de ofrecer los más diversos climas.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 41)
[18] “Las sociedades modernas actuales pueden ser pensadas como sistemas integrados y en ellas distinguir las estructuras formales de integración (Estado, instituciones, etc. ) del mundo de la vida en cuanto ‘saber profundo’, ‘consenso cultural’, etc., para proponer que una acción orientada al entendimiento ha de basarse sobre todo en este último. Sociedades, en cambio, como la venezolana actual y las latinoamericanas en general, no presentan esa homogeneidad y no son susceptibles de semejante análisis. Más un mundo de vida, coexisten en ellas, cada uno con toda su integralidad. Es cierto que un mismo sistema, moderno, se impone, o intenta más bien imponerse, sobre los distintos modos de vida, pero se trata del sistema de un modo de de vida propio de un grupo social que de hecho es el dominante. En ese sentido los otros modos de vida están desacoplados del sistema, pero no se sistema sino del sistema del grupo dominante.” (Moreno, 2006: 55)