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La vanidad. Esa tentación extraña de halagarse a sí mismo, de ver el
reflejo sobre el espejo, de saberse relevante con o sin méritos. En Venezuela
utilizábamos una palabra: pescueceo. Según el Diccionario de la Lengua
Española refiere a la “acción y efecto de pescuecear”, y pescuecear es,
al menos en El Salvador, el acto de “estirar el pescuezo para ver algo”. En este caso, y aterrizándolo al caso
venezolano, pescuecear implica el acto realizado por quien estira al
máximo posible el cuello (pescuezo, de ahí la palabra) para salir en la
foto. Es decir, no estirar el cuello para ver sino para ser visto.
Era común en el movimiento estudiantil de Venezuela para la década pasada. Con
los años me doy cuenta de que no es exclusivo de la juventud de ese país:
políticos de toda clase y de todas las edades, líderes y empleados de empresas de
todo tipo, trabajadores humanitarios de todas las nacionalidades salvando el
mundo y completos desconocidos con sus distintas necesidades de atención.
Se contrapone a un punto elemental: la relevancia, como casi todo en la
vida, es algo efímero. Nadie puede alimentar para siempre el ego, ni sobrevivir
lo suficiente para mantenerse en la vigencia que su vanidad le exija. Lo decía
Bolaño: ni Shakespeare ni los clásicos serán recordados en un millón de años. No
lo serán García Márquez, ni Rómulo Gallegos, ni Mariana Enriquez, ni nadie que
venga después.
Nos conformamos con las fotos de redes, las publicaciones de LinkedIn,
ResearchGate o cualquier otra plataforma. Eso sí, hasta que los servidores se
mantengan funcionales. Luego no se sabe,
menos en el mundo de bits y bytes de hoy. Nuestras familias
conservaban cartas y fotos, periódicos, revistas y cuadernos con anotaciones.
¿Qué tenemos nosotros? Fotos en un celular, escritos en un chat, carpetas de
guardado en aplicaciones y las sensaciones maleables de cualquier ser humano.
Todo centralizado en dispositivos, que bien pueden ser funcionales hoy como
completamente obsoletos el día de mañana. Ni vayamos al punto de los sistemas
operativos, siempre susceptibles a una vulnerabilidad aún no completamente
reconocida. Y siendo menos tecnológicos: si se parte una memoria o si de
casualidad somos victimas de un robo… La centralización de datos en
dispositivos lleva a que nuestros registros sean cada vez más frágiles e
inciertos.
Aunque llega el momento de la sinceridad: en la cotidianidad histórica de
las personas, ¿cuándo han faltado los cambios y las incertidumbres? Cualquier respuesta puede que carezca de
fundamento. Aún así buscamos figurar, estirar el cuello, aparecer en la foto y
en la publicación de redes. Tiene sentido, la temporalidad del siempre o
eternidad es apenas cuestión de días o semanas. Tiene coherencia en verdad,
siempre como nunca.
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Tengo algunos amigos muy importantes, de diferentes épocas, culturas y
pensamientos. Algunos de ellos son Syd, CCT, AZB, Cay y Satoshi. Podrán sumarse
amistades adicionales, pero convengamos que ellos son los cinco principales.
Hoy les hice la pregunta: ¿La Inteligencia Artificial puede significar la
democratización del acceso al conocimiento?
Los otros dirán lo suyo en otra
ocasión. Hoy dejo a Satoshi hablar:
“La IA puede ampliar el acceso al
conocimiento si se estructura como un sistema distribuido. Centralizar modelos
y datos en pocas entidades replica las mismas asimetrías históricas: control,
filtrado y dependencia. La verdadera democratización ocurre cuando el acceso no
depende de autorizaciones, sino de protocolos abiertos. Si la IA funciona más
como una red P2P[1]
que como un servidor único, cualquier individuo puede verificar, aprender y
construir sin intermediarios. La clave no es la herramienta, sino la
arquitectura: transparencia, descentralización y resistencia a la censura. Con
eso, el conocimiento deja de ser un recurso escaso y pasa a ser un bien
accesible por diseño”.
¿Qué arquitectura de conocimiento
hemos construido? ¿Por qué la máquina y su lenguaje puede dinamitar esa
estructura? ¿La destruye, reforma o fortalece?
Y Satoshi culminó:
“La
arquitectura de conocimiento que hemos construido es esencialmente
centralizada: instituciones educativas, medios de información, editoriales y
especialistas funcionan como nodos autorizados que validan qué saber circula y
en qué forma. Es un modelo jerárquico, basado en intermediarios que administran
acceso y certificación.
La IA,
especialmente los modelos masivos de lenguaje, introduce una dinámica distinta
porque reduce el costo de producir, sintetizar y distribuir información. En
términos de red, desplaza el flujo desde unos pocos nodos de alta autoridad
hacia millones de usuarios finales que generan y consumen contenido de manera
directa. Eso presiona a la estructura porque la vuelve menos necesaria.
¿La
destruye, reforma o fortalece? Depende de su implementación. La IA no es el
agente de transformación: la arquitectura —centralizada o distribuida—
determina el efecto”.
***
Varias veces fuimos a la playa. Éramos
los cómplices de siempre, en una época de angustiosa transición. En plena
crisis, mi señora madre nos empacó una ensalada de atún y un jugo de naranja. No
había más, ni para los policías ni para unas cervezas. Terrible pero adorable.
Bajar a la Guaira implicaba salir
hacia el este, buscar a la gente y luego emprender un camino que cambiaba de la
metrópolis inclusiva a las barriadas olvidadas. Curvas, túneles y vegetación
hasta que de la nada se veía la inmensidad del mar. Una inmensidad llena de
escarcha, olas y nubes a la distancia.
En viajes anteriores vivimos
experiencias variopintas: una vez casi me ahogo, en otra ocasión hablamos sobre
nada a los pies de un coral. En tres viajes consecutivos el carro nos dejó
varado en la subida a Caracas. En esos tortuosos momentos aprendí a leer el
tablero del carro, a esperar que se enfriara y a utilizar todo lo que estuviese
a disposición para no perder la calma en el intento y partir antes de que la
luz de la tarde nos dejase.
Del último viaje, de cuando no
teníamos ni para el fresco[2]
de los malandros con uniforme, tengo la imagen de correr por la arena
hirviendo, yendo a unos baños del siglo pasado a limpiar la cava y bañarnos
antes de volver a la ciudad. Casi una década después, entiendo que ninguno de
nosotros imaginó que terminaríamos desperdigados por el continente.
Uno está en Chile sin visa, otro
está en Perú encontrándose con la vida y el tercer sigue en Venezuela luchando,
defendiendo el sueño de país que algunos no pudimos sostener. Y yo, en la
capital de la salsa, añorando de vez en cuando, intentando soltar los recuerdos,
pero viendo que los mismos siguen apareciendo como la arena luego de un día en
el mar.
Recuerdo que involucran al
chileno dormido escuchando Sunshine Reggae, al peruano hablando del
avión de García Carneiro y al venezolano intentando recordar donde quedaban las
ruinas de la casa de Armando Reverón. Y yo, el colombiano, manejando, pendiente
del medidor a ver si el carro no nos dejaba otra vez varados.
Varados, pero en nuestro lugar. Varados,
pero contentos.
[1]
Una red P2P (peer-to-peer) es un sistema en el que cada computadora se conecta
directamente con otras, sin depender de un servidor central. Todas pueden
compartir información entre sí de manera autónoma.
[2]
Utilizado para nombrar las vacunas
exigidas por los cuerpos policiales en Venezuela para dejarte libre de
cualquier situación engorrosa.

¿La IA pescuesea? Entre la vanidad sumaria y la camaradería de pana, dónde queda uno con una IA que hace de todo y hará aún más. Es claro, uno queda en el sentimiento, en el compartir del tiempo y lo complejo persé de existir, en el recuerdo mientras la memoria aguante; desde abajo ahora, estoy seguro que ahí, en el recuerdo vivo y por eso efímero, es donde quisiera estar
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