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Un día todos dejamos de saber de
Ralph. Un día supimos que había muerto extrañamente.
Desde hacía algún tiempo sus redes
sociales habían quedado sin uso. Su ferviente militancia había quedado en
silencio. Algunos se extrañaron, otros ni lo pensaron.
Pasó el tiempo y supimos todo. La
palabra tuberculosis meníngea resuena por decir poco y nada. Uno asocia la
tuberculosis a las enfermedades de las que nos hablaban nuestros profesores de
historia, enfermedades de un libro antiguo, erradicadas en su mayoría en los días
que corren. Tiene algo que ver con los pulmones, con un descuido. Sí,
seguramente un descuido que si no se trata puede devenir en algo terrible,
algo, digamos, como la muerte de alguien.
Eso lo entendimos con Ralph. Muchos
asociamos que su muerte tenía algo que ver con su preferencia sexual o su
decidido veganismo, pero luego un poco de investigación nos curó de la ignorancia
torpe de nuestra generación. Se trata de una bacteria que se aloja en el
cerebro y afecta no solo el sistema respiratorio sino todo el conjunto de
capacidades cognitivas y físicas de la persona. ¿La solución? Un poco de
antibióticos, con tiempo. Un poco de sentido común, en perspectiva.
Ralph tenía 24 años y esperaba
titularse de la mejor universidad del país. Toda una vida por delante que ahora
reposa en el llanto de una familia, en el desastre que es una nación.
Las imágenes de sus días finales aún
nos persiguen. Nuestro amigo, deteriorado, en silla de ruedas, sin poder
ponerse pie. Su mirada perdida, pues la enfermedad se llevó su vista. Y así
como una enfermedad se lleva la vista y la vida de un joven, todo el desastre
se lleva lentamente, pero a paso firme, los sueños y promesas de generaciones y
generaciones de venezolanos.
Algunos vagamos por el mundo, otros
resistimos en nuestra tierra. Otros, lamentablemente, serán el testimonio olvidado
del horror.
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Todos los que estamos afuera tenemos
más a o menos las mismas pesadillas. Fracasar, no encontrar nuestro camino,
errar eternamente. Una recurrente, quizás la de mayor peso, es saber que
nuestros seres amados sufren. Pensar en la posibilidad de su muerte, el dolor
de una despedida a imposible en la distancia, un adiós definitivo, un adiós total.
Muchos hemos partido, muchas son las
amistades y los afectos que quedan en nuestra tierra. A veces puede ser un amigo,
los momentos con un conocido, las enseñanzas de un maestro, la infancia y sus
recuerdos. A veces es algo tan simple y tan sencillo que está en la sangre, en
la vida que nos trajo y nos dio todo, a veces es la familia que nos acobijó y
nos hizo quienes somos.
Y un día se cumplió la peor
pesadilla de una amiga. Su padre, una figura de nuestra época dorada, salió en
la noche caraqueña y nunca llegó a casa. A veces sucedía eso, mi amiga estaba
acostumbrada. Al ser músico el padre era un amigo de la noche, un aliado más de
sus embates. Quizás un intérprete no solo de la cultura, sino también de los
signos macabros de nuestra tierra.
La pequeña diferencia era que ahora,
al estar ella afuera, sus angustian se potenciaban. Cuando el padre no
contestaba los mensajes, cuando no reportaba haber sobrevivido el toque de
queda que azota a las ciudades venezolanas luego de las 6:00PM, mi amiga
comenzaba a ser desbordada por un mal presentimiento, por una suerte de
terrible premonición.
Un día presintió algo raro. El padre
le avisó que llegaría rápido a la casa. Una hora, dos horas, dudas, temores,
llanto y luego vio la noticia. Su padre había sido interceptado por unos
delincuentes, en un intento por robarle su carro lo balearon hasta la muerte. Perdió
el control del carro, chocó con otro vehículo, los maleantes huyeron y ahí,
solo, en la basta oscuridad de la noche venezolana, quedó el padre de mi amiga.
Ella viajó al funeral y al entierro.
No había nunca dimensionado la obra del padre, no había jamás pensado en las
vidas que su música había marcado.
Ella hubiese deseado tener a su
padre vivo, ahí, con ella.
Simplemente no podía ser. El país se
nos había vuelto eso: un cúmulo de muertes, sueños rotos, deseos imposibles y
lágrimas que pedían que, por favor, alguien detuviese la pesadilla.
***
Daniel fue mi primer mejor amigo.
Recuerdo esa amistad por ser una amistad de niños. La primera vez que fui a
McDonalds (el que queda en el Teatro Ayacucho, al frente de la Asamblea
Nacional) fue porque sus papás nos llevaron. La primera vez que jugué
Playstation fue en su casa en Lidice. La primera persona con la que tuve gustos
musicales afines fue con él (Clint Eastwood de Gorillaz). La primera fiesta a
la que fui fue en su casa. En fin, Daniel fue mi amigo de la infancia y con él
vinieron Kimberlyn, Eduardo, Javier, Andrés y todos los demás.
Nuestra infancia se estaba dando en
el torbellino político que era nuestro país. Logro conservar recuerdos de
pre-escolar, recuerdos en donde los simples niños que éramos hablábamos ya de
la forma polarizada que ha terminado por destruirnos. Sin embargo, tuvimos una
infancia alegre, jugábamos, reíamos, llorábamos y veíamos el tiempo pasar.
En ese pasar del tiempo Daniel y yo
nos alejamos. Nunca supe muy bien la razón. Quizás uno intenta hacerse el
interesante, quizás nuestras historias debían seguir rumbos distintos. La gran
verdad del universo es que cambiamos, y con nosotros también el país.
No recuerdo cuando fue la última vez
que lo vi. Supe que era militante revolucionario, justo en la época en que yo
había decidido tomar una postura ante lo que pasaba en el país, postura que a
su vez confrontaba a la de mi amigo. Supe que mi amigo ahora decidía combatir
al imperialismo, dar lucha a la burguesía, acabar con el capital y… todos esos
lugares comunes que dicen tanto y no dicen nada.
En un punto del tiempo simplemente
decidí borrarlo de todas mis redes sociales. No quería seguir viendo en lo que
se había convertido mi amigo, no quería pensar que dos personas, que antes
compartiesen más o menos los mismos intereses, ahora estuviesen separadas,
irremediablemente, por la lucha política que se vivía en nuestro país.
Pasó el tiempo y supe de él
nuevamente. Mi amigo de la infancia, mi querido Daniel, había muerto. Al leer
la noticia quedé frío. Aún me cuesta entender lo definitiva que es la muerte.
No es una enfermedad, no es una posibilidad de mejora. Es simple y llano vacío,
rotundo y eterno silencio.
Por lo que he podido saber Daniel
tuvo hepatitis. Pudo recuperarse a duras penas, pero entre las muchas secuelas
de la enfermedad estuvo una persistente falla en el hígado. Me dice un amigo
que Daniel se recuperó, pero quedó sentido. En cuestión de meses le dio
neumonía y bronquitis. Sus defensas estaban bajas, muy bajas. Finalmente, algo
lo agarró en el apéndice. Ni su familia ni sus seres queridos pudieron
conseguir los medicamentos necesarios para el tratamiento. Poco a poco Daniel
se fue descompensando, se desgastó.
No hubo manera de salvarlo. Su vida
lo abandonó a él y a su familia. La muerte nos tomó por sorpresa a quienes
teníamos tiempo sin saber de él, para sus seres queridos queda constancia de la
difícil circunstancia y la lucha final que dio mi amigo.
A veces imagino a una familia
llorando. Madres e hijos llorando, desconsolados en una tierra arrasada. Una
marcha fúnebre que va con el perenne dolor de los que se van y no regresan.
Ojos que no aguantan más, cabezas que quieren reposar hasta encontrar la
fórmula que haga devolver el tiempo, que detenga el llanto.
Esa familia que llora es mi familia,
son mis amigos, es mi pueblo, es mi destino. La marcha fúnebre sigue y no se
detiene.
Pienso en mi amigo y ruego porque
perdone mi ausencia, mi distancia. Veo a los que son de mi tierra y me invade
una tristeza sin fin.
Pienso en mi país y solo miro al
cielo, el único lugar donde hay tranquilidad, donde debe haber consuelo, si es
que acaso existe…