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domingo, 4 de agosto de 2019

Muertes


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Un día todos dejamos de saber de Ralph. Un día supimos que había muerto extrañamente.

Desde hacía algún tiempo sus redes sociales habían quedado sin uso. Su ferviente militancia había quedado en silencio. Algunos se extrañaron, otros ni lo pensaron.

Pasó el tiempo y supimos todo. La palabra tuberculosis meníngea resuena por decir poco y nada. Uno asocia la tuberculosis a las enfermedades de las que nos hablaban nuestros profesores de historia, enfermedades de un libro antiguo, erradicadas en su mayoría en los días que corren. Tiene algo que ver con los pulmones, con un descuido. Sí, seguramente un descuido que si no se trata puede devenir en algo terrible, algo, digamos, como la muerte de alguien.

Eso lo entendimos con Ralph. Muchos asociamos que su muerte tenía algo que ver con su preferencia sexual o su decidido veganismo, pero luego un poco de investigación nos curó de la ignorancia torpe de nuestra generación. Se trata de una bacteria que se aloja en el cerebro y afecta no solo el sistema respiratorio sino todo el conjunto de capacidades cognitivas y físicas de la persona. ¿La solución? Un poco de antibióticos, con tiempo. Un poco de sentido común, en perspectiva.

Ralph tenía 24 años y esperaba titularse de la mejor universidad del país. Toda una vida por delante que ahora reposa en el llanto de una familia, en el desastre que es una nación.

Las imágenes de sus días finales aún nos persiguen. Nuestro amigo, deteriorado, en silla de ruedas, sin poder ponerse pie. Su mirada perdida, pues la enfermedad se llevó su vista. Y así como una enfermedad se lleva la vista y la vida de un joven, todo el desastre se lleva lentamente, pero a paso firme, los sueños y promesas de generaciones y generaciones de venezolanos.

Algunos vagamos por el mundo, otros resistimos en nuestra tierra. Otros, lamentablemente, serán el testimonio olvidado del horror.


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Todos los que estamos afuera tenemos más a o menos las mismas pesadillas. Fracasar, no encontrar nuestro camino, errar eternamente. Una recurrente, quizás la de mayor peso, es saber que nuestros seres amados sufren. Pensar en la posibilidad de su muerte, el dolor de una despedida a imposible en la distancia, un adiós definitivo, un adiós total.

Muchos hemos partido, muchas son las amistades y los afectos que quedan en nuestra tierra. A veces puede ser un amigo, los momentos con un conocido, las enseñanzas de un maestro, la infancia y sus recuerdos. A veces es algo tan simple y tan sencillo que está en la sangre, en la vida que nos trajo y nos dio todo, a veces es la familia que nos acobijó y nos hizo quienes somos.  

Y un día se cumplió la peor pesadilla de una amiga. Su padre, una figura de nuestra época dorada, salió en la noche caraqueña y nunca llegó a casa. A veces sucedía eso, mi amiga estaba acostumbrada. Al ser músico el padre era un amigo de la noche, un aliado más de sus embates. Quizás un intérprete no solo de la cultura, sino también de los signos macabros de nuestra tierra.

La pequeña diferencia era que ahora, al estar ella afuera, sus angustian se potenciaban. Cuando el padre no contestaba los mensajes, cuando no reportaba haber sobrevivido el toque de queda que azota a las ciudades venezolanas luego de las 6:00PM, mi amiga comenzaba a ser desbordada por un mal presentimiento, por una suerte de terrible premonición.

Un día presintió algo raro. El padre le avisó que llegaría rápido a la casa. Una hora, dos horas, dudas, temores, llanto y luego vio la noticia. Su padre había sido interceptado por unos delincuentes, en un intento por robarle su carro lo balearon hasta la muerte. Perdió el control del carro, chocó con otro vehículo, los maleantes huyeron y ahí, solo, en la basta oscuridad de la noche venezolana, quedó el padre de mi amiga.

Ella viajó al funeral y al entierro. No había nunca dimensionado la obra del padre, no había jamás pensado en las vidas que su música había marcado.

Ella hubiese deseado tener a su padre vivo, ahí, con ella.

Simplemente no podía ser. El país se nos había vuelto eso: un cúmulo de muertes, sueños rotos, deseos imposibles y lágrimas que pedían que, por favor, alguien detuviese la pesadilla.


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Daniel fue mi primer mejor amigo. Recuerdo esa amistad por ser una amistad de niños. La primera vez que fui a McDonalds (el que queda en el Teatro Ayacucho, al frente de la Asamblea Nacional) fue porque sus papás nos llevaron. La primera vez que jugué Playstation fue en su casa en Lidice. La primera persona con la que tuve gustos musicales afines fue con él (Clint Eastwood de Gorillaz). La primera fiesta a la que fui fue en su casa. En fin, Daniel fue mi amigo de la infancia y con él vinieron Kimberlyn, Eduardo, Javier, Andrés y todos los demás.

Nuestra infancia se estaba dando en el torbellino político que era nuestro país. Logro conservar recuerdos de pre-escolar, recuerdos en donde los simples niños que éramos hablábamos ya de la forma polarizada que ha terminado por destruirnos. Sin embargo, tuvimos una infancia alegre, jugábamos, reíamos, llorábamos y veíamos el tiempo pasar.

En ese pasar del tiempo Daniel y yo nos alejamos. Nunca supe muy bien la razón. Quizás uno intenta hacerse el interesante, quizás nuestras historias debían seguir rumbos distintos. La gran verdad del universo es que cambiamos, y con nosotros también el país.

No recuerdo cuando fue la última vez que lo vi. Supe que era militante revolucionario, justo en la época en que yo había decidido tomar una postura ante lo que pasaba en el país, postura que a su vez confrontaba a la de mi amigo. Supe que mi amigo ahora decidía combatir al imperialismo, dar lucha a la burguesía, acabar con el capital y… todos esos lugares comunes que dicen tanto y no dicen nada.

En un punto del tiempo simplemente decidí borrarlo de todas mis redes sociales. No quería seguir viendo en lo que se había convertido mi amigo, no quería pensar que dos personas, que antes compartiesen más o menos los mismos intereses, ahora estuviesen separadas, irremediablemente, por la lucha política que se vivía en nuestro país.

Pasó el tiempo y supe de él nuevamente. Mi amigo de la infancia, mi querido Daniel, había muerto. Al leer la noticia quedé frío. Aún me cuesta entender lo definitiva que es la muerte. No es una enfermedad, no es una posibilidad de mejora. Es simple y llano vacío, rotundo y eterno silencio.

Por lo que he podido saber Daniel tuvo hepatitis. Pudo recuperarse a duras penas, pero entre las muchas secuelas de la enfermedad estuvo una persistente falla en el hígado. Me dice un amigo que Daniel se recuperó, pero quedó sentido. En cuestión de meses le dio neumonía y bronquitis. Sus defensas estaban bajas, muy bajas. Finalmente, algo lo agarró en el apéndice. Ni su familia ni sus seres queridos pudieron conseguir los medicamentos necesarios para el tratamiento. Poco a poco Daniel se fue descompensando, se desgastó.

No hubo manera de salvarlo. Su vida lo abandonó a él y a su familia. La muerte nos tomó por sorpresa a quienes teníamos tiempo sin saber de él, para sus seres queridos queda constancia de la difícil circunstancia y la lucha final que dio mi amigo.

A veces imagino a una familia llorando. Madres e hijos llorando, desconsolados en una tierra arrasada. Una marcha fúnebre que va con el perenne dolor de los que se van y no regresan. Ojos que no aguantan más, cabezas que quieren reposar hasta encontrar la fórmula que haga devolver el tiempo, que detenga el llanto.

Esa familia que llora es mi familia, son mis amigos, es mi pueblo, es mi destino. La marcha fúnebre sigue y no se detiene.

Pienso en mi amigo y ruego porque perdone mi ausencia, mi distancia. Veo a los que son de mi tierra y me invade una tristeza sin fin.

Pienso en mi país y solo miro al cielo, el único lugar donde hay tranquilidad, donde debe haber consuelo, si es que acaso existe…  

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