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domingo, 24 de julio de 2016

Crónica perruna.

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Siempre viene. Ese costal de pulgas, maná de garrapatas, que no tiene nombre ni dueño. Es un animal muy noble, simplemente lo llamamos Palomino en honor al mesonero del restaurante. Viene con un andar lento, como quejándose y a la vez resignado por la miserable vida que ha tenido que llevar a cuestas. Sabrá Dios cuántos años tendrá, dónde dormirá y qué tanta bajeza humana experimentará día a día.

Lo he visto pocas veces, de vez en cuanto me provoca sostener diálogos con él –a la manera de Augusto con Orfeo, en la Niebla de Unamuno. No puedo. Mis diálogos caninos pertenecen a Nena, la bebé de la casa. Ella, a diferencia de Palomino, el perro, tiene comida todos los días; además, la bañamos cuando el pelaje así lo requiere.

Es una perra que se ha ganado la vida por cuestión del azar, el mismo que ha arrojado a Palomino a la calle, a vivir la vida de mierda que tiene. Su cara parece revelar desdicha, fastidio y cansancio. ¿A cuántas perras habrá preñado? ¿Cuántas veces se habrá salvado de ser atropellado? ¿Se lo habrá intentado comer algún pobre diablo? La ciudad está hecha a la medida del perro: incierta, violenta, con gratas sorpresas que pueden devenir en la más honda muestra de la podredumbre humana.

De esto trata este relato. De cómo el bueno de Palomino, aquel noble perro, sin querer queriendo vio una de las facetas más terribles de la existencia humana.


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A eso de las 3:00PM-4:00PM pasa, siempre puntual. Desde hace dos meses ha tenido que hacer un hueco en su rutina. Todos los días, sin falta, viene, se asoma y comienza a posar sus ojos sobre el dueño del restaurante y sobre el mesonero. Sus lastimeros ojos buscan el contacto necesario; buscan que de un cruce de miradas se entienda que su aparatosa presencia requiere una sola cosa: comida.

Los humanos no parecemos entender lo importante que es el sobrado para los animales de la calle. Parece el comodín, el gran salvamento para ellos. Muchos viven de eso, todos viven de eso. Pocos tienen la suerte de Nena de tener comida; el resto debe luchar por escarbar en la basura. Rasgar las bolsas negras, buscando con su olfato algún resquicio, alguna esperanza en la forma que fuese.

O un hueso a medias, o unos vegetales podridos. Lamiendo las latas, intentando que sus lenguas se inmiscuyan en la estrechez de las botellas de jugos o refrescos. A veces hasta lamen el papel higiénico utilizado, lleno de la mayor humanidad posible. Nosotros los humanos no sabemos nada en verdad; la mierda de unos es la esperanza de otros.


***

Va el dueño del establecimiento, da la orden. Un empleado va y le pide a Palomino, el humano, un periódico. Lo pone en el mesón, en las hojas deja caer la inmundicia: cerca de un kilo de sobrado. Palomino, el humano, hace un doblez con las esquinas de las hojas; se dirige a Palomino, el perro.

Como si se tratara de una escena donde el jibaro le entrega su dosis al cliente. Palomino, el perro, mira hacia los lados. No quiere intrusos en su ganada comida. Pues para los perros de la calle ese aguantar, mirar, transmitir hambre, buscar simpatía en su compañero humano hasta lograr el cometido, en general todo su performance es una de las tantas palancas que permiten su victoria: tener la barriga llena, al menos por un día más.

Palomino, el humano, deja el encargo en el suelo, afuera del negocio. Palomino, el perro, se acerca sigilosamente, olfatea la mercancía. Ni tan gourmet ni en plena descomposición. Justo lo que necesitaba, todo en el lugar preciso. Todo en lo normal de su vida: más de lo que necesita y menos de lo que le hace falta.

El limbo de la vida de un perro de la calle es eso. Esperar el bien, venga de donde venga, sin mirar a quien. La única desventaja: el mal que, al igual que el bien, no demora en llegar. Tarde o temprano todo se equilibra, y ese día no fue la excepción.


****

Algo olía raro. En el ambiente, no en la comida. Era como si al olor del jefe, de Palomino, el humano, los empleados y la vieja fastidiosa del kiosco se le uniese uno nuevo. Raro, en su rutina jamás había emergido ese hedor.

Volvió la mirada a los lados. No había ningún perro, sólo transeúntes huyendo, corriendo por la acera ante la inminente ida del sol. Pensó por un momento en lo curioso que es el humano, en lo prodigioso que luce con la luz de la mañana y en la criatura apesadumbrada y nerviosa que se  convierte al llegar la noche. Curioso, de verdad curioso.

No tan curioso como ese olor, que su olfato callejero, maestro en la distinción entre lo putrefacto y lo salvable, no lograba ubicar. Por extraño que fuese poco le importó. Era hora de saciar el apetito. Tenía 24 horas sin comer y aquella era su salvación. Todo fuese porque su estomago dejase de emitir sonido que sólo advertían el hambre atroz que sentía.

Pero no se hizo esperar. El olor se hizo patente. Miraba a los lados. Comía rápido, no quería que ningún perro se comiera su botín. Aún quedaba bastante, pero no quería compartir nada.

Poco pudo hacer Palomino, el perro, cuando vio que a sus espaldas emergió la figura de un hombre flaco, amarillento, las manos quemadas y las piernas bañadas en mugre. Aquel hombre, pensó Palomino, era de aquella estirpe que disfrutaba al repartir coñazos a los perros de la zona; pues no se puede obviar que, en la oscuridad de la noche, golpear a un perro, patearlo hasta dejarlo moribundo, despierta el instinto más sádico en todos aquellos que se hacen la vida en la calle y el vicio.

Se dijo Palomino que aquel era el final del festín. O le propinarían una patada en las costillas o le lanzaría un derechazo en la mandíbula. Qué importaba, aquel perro estaba petrificado y se quedó inmóvil. Siempre, como su vida se lo enseñó, esperando lo peor.


*****

El hombre no lo golpeó. Todo lo contrario. Se puso a su lado, infestando la comida con su hedor, mirando al perro. Le llegó a acariciar, intercambió miradas. Quizá quería transmitir algo que Palomino, el perro, no lograba entender. ¿Le venía a hacer cariño? ¿Sería uno de sus viejos amigos que se hacían la vida en Catuche? ¿O era simplemente otro humano que se volcaba tiernamente ante la desgracia de un perro?

Nada que ver. Aquel hombre iba por algo más. Se volvió notorio cuando Palomino, el perro, estupefacto miraba cómo el hombre llevaba a su boca los huesos que él ya había masticado.  Pensó que era un error. Corroboró lo contrario cuando el hombre agarró una papa bañada en grasa y arroz y se la tragó sin masticarla. ¡Aquel hombre estaba robando su comida!

Inverosímil. Inentendible. No se explicaba cómo uno del reino humano podía plegarse a la miseria de un pobre perro de la calle como él. Aquel hombre tenía una camisa holgada, a través de los botones podía ver el lateral de su abdomen: pellejo y hueso, como aquel que tan diligentemente podría considerarse el manjar de un perro como Palomino.

Las costillas eran el signo,  los pómulos la confirmación. Aquella persona era un esqueleto. Ahora sí era claro lo que aquel despojo quería transmitirle a Palomino: entre la vergüenza de reconocerse humano le pedía permiso para compartir su comida.

El perro reflexionó, no pudo evitar pensar en la ironía de tener que compartir la comida con un humano. Comida que por cierto fue despreciada, botada y vista con malos ojos por otros humanos. ¿A qué habrá llegado esa persona para siquiera considerar ponerse al lado de un infeccioso perro y pedirle comida? ¿De dónde salió esa necesidad? ¿Es el hambre igual de potente en él como en el perro? ¿Tampoco la podrá evadir?

No quedó remedio. Palomino, el perro, comenzó a buscar en la comida junto con el humano. Comenzó a comer junto con aquel hedor, que masticaba desesperado, esperando que los dueños del restaurante no se diesen cuenta de tan lamentable escena.


******

Sintió algo. ¿Sería lastima? ¿Es aquello que tan profesionalmente intentaba evocar en las personas? ¿Quién aguantaría más las ganas de comer, él o el humano? Al menos Palomino, el perro, contaba con el favor de Palomino, el humano. Todos los días de 3:00PM a 4:00PM tendrá ahí el misericordioso sobrado, pero ¿con el favor de quién contaba aquel desgraciado? ¿Cuándo volvería a comer? ¿Lo tendría que esperar otra vez ahí, robándole su sobrado, al día siguiente?

Se resignó. Qué podía hacer. Cierto que la vida era una cagada… hasta con los que no son del reino animal. 

sábado, 16 de julio de 2016

Un país de bobos.

Venezuela es el epicentro de nuestras vidas, y en ella surcan nuestras interpretaciones, pareceres, gustos y desacuerdos. No es secreto para nadie que los últimos han sido años de exacerbado disenso, en donde la opinión pública ha tendido a irse por los causes de la polarización; no obstante vale la pena acotar que persisten una serie de lugares comunes que dan sentido al sujeto en sociedad y a la sociedad en el sujeto. Por ejemplo: es totalmente comprensible que todo aquel que haya recibido un balazo sea una delincuente, pues, de otra forma ¿por qué habría merecido tan vil “ajusticiamiento”? Lo podemos ver día a día, ante las noticias de linchamientos y asesinatos, que por su grotesca forma arrojan a la víctima en el banquillo de los acusados cuando no así al delincuente en cuestión.

Pienso esto y recuerdo a nuestro presidente, el infame camionetero que al día de hoy sigue gobernando junto a los militares y por encima de cualquier facción civil del bando político que sea. Veo a nuestro presidente y lo pongo en perspectiva con lo que para muchos se ha vuelto un diagnostico que, al menos en mi caso, resulta curioso y digno de ser comentado. Hablo, por supuesto, de su estruendoso repertorio de pelones, como les diríamos en el argot venezolano –y para el no venezolano, hablamos tan solo de sus cagadas, sus torpezas, sus bloopers y demás figuras mediáticas que van haciendo de Maduro un tipo bolsa, por no decir tarado.

Sí, es cierto. Gran parte, por no decir la mayoría, de la opinión pública se ha volcado a una interpretación curiosa de este fenómeno. Todos se alaban a sí mismo, en una suerte de acto religioso, una gran epifanía, verdad revelada, al resaltar que todo aquello del presidente es un gran stand-up, una gran obra dirigida a las masas cuya verdadera intención es  entorpecer cualquier gestión política que venga desde la oposición.

Desde la vez que confundió los peces con los penes (para evadir el tema de las guarimbas), hasta la vez que leyó en cadena de radio y televisión un mensaje de un tal Moisés David instándolo a chuparse uno (no hace falta indagar en el qué; tampoco en la respuesta del presidente en evasión de la victoria opositora del 6D). Todo ha sido un engaño, un gran acto de prestidigitación. Hemos sido unos bolsas por creer que el presidente, gran estratega del PSUV y del Gran Polo Patriótico, pueda cometer inconscientemente tales torpezas en vivo y en directo. Somos unos bobos por no saber que es una acción racionalizada, propia de un tipo tan vivo como el presidente de la República Bolivariana de Venezuela.

O al menos eso nos ha dicho la elite intelectual, cuyo discurso va, en primera instancia, a sobreestimar al presidente por su notable capacidad para mantenernos embelesados con su gran estrategia comunicacional y, en segunda instancia, a contribuir a desviar la atención sobre las realidades trágicas que al día de hoy todos y cada uno de nosotros padecemos.

                De ambas instancias debo disentir. La reflexión ha sido reducida a la superficialidad y nuestros líderes de opinión parecen sacados de cualquier agencia de marketing político; parece ser que su única finalidad es reducir la política al showbussiness. Contribuye Maduro, sí, pero también ha contribuido la opinión pública (aquella políticamente correcta, gran intérprete de los problemas de su ombligo y de su miope experiencia histórico-política). Decir que nuestro presidente es un maestro de la comunicación, por el simple hecho de desviar cualquier discusión importante en aras de hacer payasadas para (supuestamente) mantenerse en el poder, no sólo habla mal del presidente, sino además de las personas que, además de estar calificadas para hablar de la abstracción que es la democracia, únicamente contribuyen al tema político con medias verdades y opiniones halabolísticas hacia la elite política opositora.

El debate también está en la crudeza de nuestra cotidianidad: el narcotráfico y su ascenso –no sólo en la figura del Estado sino además en los resquicios de nuestro día a día–, así como la desnutrición infantil, la mendicidad, el tráfico de armas y la figura del pran como modelo a seguir. Se me ocurre, además, el problemita que tanto ha denunciado el vagabundo de Giordani sobre unos cuantos miles de millones de dólares perdidos, sabrá Dios (y a su lado el intergaláctico), en cuál paraíso fiscal de aquellos que tanto emocionan a nuestros profanadores-de-renta promedio.

                Y es necesario distinguir dos aspectos importantes: la comunicación y la política. La primera parece girar en torno al aparentar y lo segundo al mundo concreto de la acción. En lo político no hace falta decir que Nicolás Maduro, por torpe e imbécil que pueda ser, ha arrastrado al país, y al chavismo en especial, a su poder de mando. Nadie ha podido tumbarlo del poder y, por mucho que las expectativas de miles vayan hacia el fin del régimen, es importante acotar una verdad tan grande como los nichos de corrupción de nuestra revolución: el gobierno y el presidente siguen en pie, sin indicios aparentes de querer entregar una sola cuota de poder.

                Dicho eso no podemos conformarnos con decir que el hombre es un genio. Precisamente, la paradoja persiste en el hecho de que un tipo tan atroz haya podido sumir al país en malandraje, desidia y caos. Salvajemente hemos corrido para poner a Maduro en un altar, considerarlo la mano que mece la cuna, cuando lo que hemos debido de hacer es cuestionar severamente a quienes hacen política en este país. Nada bueno sale de decir que la ignorancia como herramienta política es audaz y pertinente; por el contrario, es el signo de la decadencia de nuestro sistema político y de nuestras aspiraciones democráticas.

                Bien puede ser el tipo que anda bailando día y noche en Miraflores, como el que va por Venezuela diciendo que a la gente no le interesa en lo más mínimo el estado de derecho, la libertad, y la igualdad. Aquel que evade el tema del narcotráfico y del malandraje como práctica estatal en virtud de hablar del pueblo hambriento –pueblo que al parecer es un bebé incomprendido e iletrado, pueblo que, al fin y al cabo, debe ser visto y explicado desde una visión lastimera.


                No es un triunfo, ni es inteligente, ni es sabio, ni es perspicaz decir que Maduro es un rolo-de-vivo y que nos tiene a todos pendientes de su mal inglés. Ir por el andén de la obviedad no es ningún logro. Pensar a Venezuela, ésta, la del 2016, no exige tan ingrata comodidad. Elite querida, con Luis Vicente León nos basta y nos sobra, por favor.

domingo, 3 de julio de 2016

Lepenies, Wolf. (1994). Las Tres Culturas: La sociología entre la literatura y la ciencia, página 358 Fondo de Cultura Económica, México.

“Si bien en los años veinte hubo cierto progreso, desde una hostil competencia de sociólogos aislados unos contra otros hacia la concentración, impulsora del entendimiento, de grupos teóricos rivalizantes, predominaba una sensación de disipación de energías. Era difícil descubrir algo así como una solidaridad disciplinaria entre sociólogos. Algunos de ellos generaron lenguajes privados que ningún otro entendía; por lo demás los monólogos eran contestados con monólogos. Alemania era un país que no tenía sociología, sino sólo sociólogos, según lamentaba uno de ellos. Como cada uno quería ser un original, todos ellos se convirtieron en extraños, un verdadero salon des refusés, como dijo alguna vez Max Weber en son de burla al describir su propio círculo.

(…)

Sin embargo, los sociólogos alemanes se estuvieron enfrascando una y otra vez, hasta su último encuentro en 1934, en el problema de averiguar qué especialidad practicaban en realidad. Enredados en dolorosa arrogancia, hablaban más de sí mismos que de la sociedad alemana de su tiempo y de las transformaciones verdaderamente dramáticas que ésta experimentaba.”