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Siempre viene.
Ese costal de pulgas, maná de garrapatas, que no tiene nombre ni dueño. Es un
animal muy noble, simplemente lo llamamos Palomino en honor al mesonero del
restaurante. Viene con un andar lento, como quejándose y a la vez resignado por
la miserable vida que ha tenido que llevar a cuestas. Sabrá Dios cuántos años
tendrá, dónde dormirá y qué tanta bajeza humana experimentará día a día.
Lo he visto pocas
veces, de vez en cuanto me provoca sostener diálogos con él –a la manera de
Augusto con Orfeo, en la Niebla de
Unamuno. No puedo. Mis diálogos caninos pertenecen a Nena, la bebé de la casa. Ella,
a diferencia de Palomino, el perro, tiene comida todos los días; además, la
bañamos cuando el pelaje así lo requiere.
Es una perra
que se ha ganado la vida por cuestión del azar, el mismo que ha arrojado a
Palomino a la calle, a vivir la vida de mierda que tiene. Su cara parece
revelar desdicha, fastidio y cansancio. ¿A cuántas perras habrá preñado? ¿Cuántas
veces se habrá salvado de ser atropellado? ¿Se lo habrá intentado comer algún
pobre diablo? La ciudad está hecha a la medida del perro: incierta, violenta,
con gratas sorpresas que pueden devenir en la más honda muestra de la
podredumbre humana.
De esto trata
este relato. De cómo el bueno de Palomino, aquel noble perro, sin querer queriendo
vio una de las facetas más terribles de la existencia humana.
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A eso de las
3:00PM-4:00PM pasa, siempre puntual. Desde hace dos meses ha tenido que hacer
un hueco en su rutina. Todos los días, sin falta, viene, se asoma y comienza a
posar sus ojos sobre el dueño del restaurante y sobre el mesonero. Sus
lastimeros ojos buscan el contacto necesario; buscan que de un cruce de miradas
se entienda que su aparatosa presencia requiere una sola cosa: comida.
Los humanos no
parecemos entender lo importante que es el
sobrado para los animales de la calle. Parece el comodín, el gran
salvamento para ellos. Muchos viven de eso, todos viven de eso. Pocos tienen la
suerte de Nena de tener comida; el resto debe luchar por escarbar en la basura.
Rasgar las bolsas negras, buscando con su olfato algún resquicio, alguna
esperanza en la forma que fuese.
O un hueso a
medias, o unos vegetales podridos. Lamiendo las latas, intentando que sus
lenguas se inmiscuyan en la estrechez de las botellas de jugos o refrescos. A
veces hasta lamen el papel higiénico utilizado, lleno de la mayor humanidad
posible. Nosotros los humanos no sabemos nada en verdad; la mierda de unos es
la esperanza de otros.
***
Va el dueño
del establecimiento, da la orden. Un empleado va y le pide a Palomino, el
humano, un periódico. Lo pone en el mesón, en las hojas deja caer la inmundicia:
cerca de un kilo de sobrado.
Palomino, el humano, hace un doblez con las esquinas de las hojas; se dirige a
Palomino, el perro.
Como si se
tratara de una escena donde el jibaro le entrega su dosis al cliente. Palomino,
el perro, mira hacia los lados. No quiere intrusos en su ganada comida. Pues
para los perros de la calle ese aguantar, mirar, transmitir hambre, buscar
simpatía en su compañero humano hasta lograr el cometido, en general todo su performance
es una de las tantas palancas que permiten su victoria: tener la barriga llena,
al menos por un día más.
Palomino, el
humano, deja el encargo en el suelo, afuera del negocio. Palomino, el perro, se
acerca sigilosamente, olfatea la mercancía. Ni tan gourmet ni en plena
descomposición. Justo lo que necesitaba, todo en el lugar preciso. Todo en lo
normal de su vida: más de lo que necesita y menos de lo que le hace falta.
El limbo de la
vida de un perro de la calle es eso. Esperar el bien, venga de donde venga, sin
mirar a quien. La única desventaja: el mal que, al igual que el bien, no demora
en llegar. Tarde o temprano todo se equilibra, y ese día no fue la excepción.
****
Algo olía
raro. En el ambiente, no en la comida. Era como si al olor del jefe, de
Palomino, el humano, los empleados y la vieja fastidiosa del kiosco se le uniese
uno nuevo. Raro, en su rutina jamás había emergido ese hedor.
Volvió la
mirada a los lados. No había ningún perro, sólo transeúntes huyendo, corriendo
por la acera ante la inminente ida del sol. Pensó por un momento en lo curioso
que es el humano, en lo prodigioso que luce con la luz de la mañana y en la
criatura apesadumbrada y nerviosa que se convierte al llegar la noche. Curioso, de
verdad curioso.
No tan curioso
como ese olor, que su olfato callejero, maestro en la distinción entre lo putrefacto
y lo salvable, no lograba ubicar. Por extraño que fuese poco le importó. Era
hora de saciar el apetito. Tenía 24 horas sin comer y aquella era su salvación.
Todo fuese porque su estomago dejase de emitir sonido que sólo advertían el
hambre atroz que sentía.
Pero no se
hizo esperar. El olor se hizo patente. Miraba a los lados. Comía rápido, no
quería que ningún perro se comiera su botín. Aún quedaba bastante, pero no quería
compartir nada.
Poco pudo
hacer Palomino, el perro, cuando vio que a sus espaldas emergió la figura de un
hombre flaco, amarillento, las manos quemadas y las piernas bañadas en mugre.
Aquel hombre, pensó Palomino, era de aquella estirpe que disfrutaba al repartir
coñazos a los perros de la zona; pues no se puede obviar que, en la oscuridad
de la noche, golpear a un perro, patearlo hasta dejarlo moribundo, despierta el
instinto más sádico en todos aquellos que se hacen la vida en la calle y el
vicio.
Se dijo
Palomino que aquel era el final del festín. O le propinarían una patada en las
costillas o le lanzaría un derechazo en la mandíbula. Qué importaba, aquel
perro estaba petrificado y se quedó inmóvil. Siempre, como su vida se lo
enseñó, esperando lo peor.
*****
El hombre no
lo golpeó. Todo lo contrario. Se puso a su lado, infestando la comida con su
hedor, mirando al perro. Le llegó a acariciar, intercambió miradas. Quizá
quería transmitir algo que Palomino, el perro, no lograba entender. ¿Le venía a
hacer cariño? ¿Sería uno de sus viejos amigos que se hacían la vida en Catuche?
¿O era simplemente otro humano que se volcaba tiernamente ante la desgracia de
un perro?
Nada que ver.
Aquel hombre iba por algo más. Se volvió notorio cuando Palomino, el perro,
estupefacto miraba cómo el hombre llevaba a su boca los huesos que él ya había
masticado. Pensó que era un error.
Corroboró lo contrario cuando el hombre agarró una papa bañada en grasa y arroz
y se la tragó sin masticarla. ¡Aquel hombre estaba robando su comida!
Inverosímil. Inentendible. No se
explicaba cómo uno del reino humano podía plegarse a la miseria de un pobre
perro de la calle como él. Aquel hombre tenía una camisa holgada, a través de
los botones podía ver el lateral de su abdomen: pellejo y hueso, como aquel que
tan diligentemente podría considerarse el manjar de un perro como Palomino.
Las costillas
eran el signo, los pómulos la
confirmación. Aquella persona era un esqueleto. Ahora sí era claro lo que aquel
despojo quería transmitirle a Palomino: entre la vergüenza de reconocerse
humano le pedía permiso para compartir su comida.
El perro
reflexionó, no pudo evitar pensar en la ironía de tener que compartir la comida
con un humano. Comida que por cierto fue despreciada, botada y vista con malos
ojos por otros humanos. ¿A qué habrá llegado esa persona para siquiera
considerar ponerse al lado de un infeccioso perro y pedirle comida? ¿De dónde salió
esa necesidad? ¿Es el hambre igual de potente en él como en el perro? ¿Tampoco
la podrá evadir?
No quedó
remedio. Palomino, el perro, comenzó a buscar en la comida junto con el humano.
Comenzó a comer junto con aquel hedor, que masticaba desesperado, esperando que
los dueños del restaurante no se diesen cuenta de tan lamentable escena.
******
Sintió algo. ¿Sería
lastima? ¿Es aquello que tan profesionalmente intentaba evocar en las personas?
¿Quién aguantaría más las ganas de comer, él o el humano? Al menos Palomino, el
perro, contaba con el favor de Palomino, el humano. Todos los días de 3:00PM a 4:00PM
tendrá ahí el misericordioso sobrado,
pero ¿con el favor de quién contaba aquel desgraciado? ¿Cuándo volvería a comer?
¿Lo tendría que esperar otra vez ahí, robándole su sobrado, al día siguiente?
Se resignó. Qué podía hacer. Cierto
que la vida era una cagada… hasta con los que no son del reino animal.