En
mi vida jamás ha existido una línea divisoria entre Colombia y Venezuela. Más
allá de una u otra costumbre que de luz a la particularidad de cada
nacionalidad siempre he considerado que somos harina del mismo costal; países que,
separados históricamente a partir liderazgos y visiones distintas, comparten
más de lo que parece. No hace falta indagar demasiado.
Lo que si he observado es que en el país donde nací
siempre se le ha tenido reserva a la figura del inmigrante colombiano. Quizá
sea por algo tan tonto como la cuestión de su diferencia en el acento, quizá
sea por la emergencia de la violencia en Colombia y el éxodo[1] masivo
que estos supuso a final de los 80s, pasando además por la campaña de la industria
de telenovelas colombianas que se encargan de potenciar esa mala imagen que
parece ya predestinada única y exclusivamente al colombiano en América Latina.
El
punto es que desde mi infancia siempre la reserva, la duda, el temor y el
desprecio han sido algunos de los espacios mínimos bajo los cuales el lenguaje,
al menos del caraqueño, hace referencia al pueblo colombiano. Ha sido normal
toda mi vida ver en el negocio donde vendemos comida como se ha insultado a mi
padre por el simple hecho de ser colombiano. De hecho, colombiano es un insulto. Vale acotar que no todo el inmigrante
llegado de Colombia ha venido con la plena intención de trabajar honestamente,
sin embargo en Venezuela se ha caído en la generalización de acusar al
colombiano como el criminal típico ideal de la realidad del día a día.
Sin
embargo, no fue esto lo que caracterizó mi infancia. Ante el hecho de ser hijo
de colombianos, criándome a lo largo de mi infancia en sectores populares (La
Pastora, Cotiza, Lidice) jamás vi alguna referencia negativa del pueblo
colombiano, esto en la medida de que
quizá muchos de los colombianos de la segunda oleada de inmigrantes se
erradicaron en barriadas y sectores que podríamos considerar de clase media o
clase media-baja. De hecho y para decepción de las clases más acomodadas las
malas referencias de colombianos fueron el signo de mis primeros semestres en
la Universidad Central de Venezuela. Preguntas del estilo de si mis padres eran
narcos, de si sembramos coca o si somos guerrilleros o paramilitares eran
recurrentes en los chistes que se hacían entorno a la nacionalidad de mi
familia.
Desde
chistes de mal gusto hasta fundamentados comentarios de simpatizantes del credo
revolucionario. Todos los comentarios iban con un gran objetivo: hacer ver lo
terriblemente penosa que ha sido la historia colombiana de los últimos 40 años
en contraste al decente –y para nada chaborro[2]- acervo caraqueño.
Hoy
más que nunca vemos como la situación ha cambiado y cómo los papeles se han
invertido de la peor y más trágica manera. La imagen de decenas de personas
cruzando un río con sus pertenencias, siendo vigilados como si fueran
prisioneros de guerra o la peor escoria del mundo es lo que ahora definirá las
relaciones colombo-venezolanas. En la medida que tal atropello y canallada
acontece podemos dar fe del centenar de profesionales venezolanos que han elegido
exiliarse –no hay otra palabra- en el país vecino, además de que la manera y el
trato de Colombia hacia estos venezolanos dista totalmente de lo que el
gobierno venezolano ha desplegado esta semana contra la comunidad colombiana.
Mientras
Colombia recibe a los profesionales venezolanos, que le son negadas las
oportunidades de empleo y buen desenvolvimiento en su patria, el gobierno de
Venezuela se encarga de tratar a sus ciudadanos como inmediatos sospechosos de
cualquiera de los fracasos que el chavismo ha parido. Ese trato que el gobierno
de Venezuela le ha dado a lo largo de su estancia en el poder a su sociedad ha
sido compartido con la comunidad colombiana de la frontera. Trato de malandros
revestidos de militares o investidos por algún cargo público hacia una
ciudadanía indefensa.
Lo
que todos sabemos es que esta jugada va con la plena intención electoral[3]:
el gobierno tiene todas las de perder en las elecciones parlamentarias del
venidero 6 de diciembre. Ahora bien, ¿es este sentimiento reaccionario ante el
pueblo colombiano algo netamente chavista? ¿Es única y exclusivamente el bando
oficialista desde donde se erige el discurso de odio ante los inmigrantes?
Pensar eso es reducir la realidad a un panfleto político.
Basta
con recordar durante el año pasado la campaña que se hizo en contra de Nicolás
Maduro donde el odio opositor también se alzó en contra de la comunidad
colombiana. Era común oír o leer comentarios del estilo de: “es que tenía que ser colombiano”, “¿no ves que es un incompetente y de paso
colombiano?” y pare usted de contar. El odio hacia el colombiano está
distribuido normalmente en Venezuela. Desde los sectores universitarios hasta
en la educación media, desde la derecha más rancia hasta la izquierda mafiosa…
Desde
Europa la reserva a los extranjeros ha ido en aumento a consecuencia de las
crisis. Le emergencia de las extremas derechas y extremas izquierdas ha dado
espacio para alzar la voz de odio anti-inmigrante, desde Alemania con los
turcos hasta Francia con los africanos. Hace unos meses Donald Trump se lanzó
en contra de los mexicanos y latinos en general y sorpresivamente su discurso
ha encontrado calada en la sociedad estadounidense. Lo que hoy sucede en
Venezuela no es ajeno a lo que sucede en el panorama global. Son signos de una
época y síntomas[4]
de que las cosas no han ido bien a lo largo de los últimos 20 años.
Me
llena de tristeza e impotencia ver cómo en Venezuela la humanidad se ha vuelto
algo desechable. La imagen que hemos dado hoy ante el mundo ha sido rastrera. Arrojar
a personas a su suerte, derrumbar sus casas[5],
marcarlas como ganado, quitarle sus pertenencias y tratarlos como animales no
es el ideal humanitario que pueda sostener ningún credo democrático o
civilista. Hoy Colombia nos mira con recelo. Hoy Venezuela dio un paso más
hacia la barbarie. Hoy perdimos más que a unos inmigrantes en la frontera… Se
llama perder perspectiva de lo que es la dignidad.
Y
aún en este instante se debate a lo interno del chavismo que el Estado de
Excepción se declare en demás estados de la nación… Se debate cuantas personas
más hace falta humillar, cuántas vidas son necesarias traumar, en fin, para mantener
en pie lo único verdaderamente importante. La revolución.
[1]
Tomando en cuenta que el éxodo cumple dos etapas. La primera del final de la década
de los 60s hasta el final de la década de los setenta, la segunda de mitad de
los años 80s hasta el inicio del actual siglo. Ambas etapas están
caracterizadas por motivaciones distintas, pues la primera se caracterizó por
el éxodo auspiciado al crecimiento económico que tuvo Venezuela gracias a la
renta petrolera; la segunda por su parte se caracterizó por la huída del
territorio colombiano por la situación de violencia y el narcoterrorismo que
fue protagonista en la Colombia de los años 80s y 90s. Para mayor información
se puede dar un vistazo al trabajo realizado por los profesores Mauricio Phelan
y Emilio Osorio en el Barrio Nuevo Horizonte, donde la comunidad colombiana es
amplia. Los colombianos que llegaron a
Caracas. (El caso de Nuevo Horizonte, Parroquia Sucre): http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=36428605009
[2]
Es corriente oír que quienes trajeron lo
chaborro o lo niche como
categorías que significan bullicio, marginalidad y mal vivir a Venezuela fueron
los colombianos. Alguna de las hipótesis sostenidas por la sociedad venezolana
se sostiene en el hecho de que los colombianos trajeron consigo el malandraje y
los barrios. Es decir, los colombianos son los grandes sospechosos de varias
cuestiones que irreflexivamente hemos dejado a la merced de la opinión pública.
[3]
La intelectualidad del PSUV y de algunas de las corrientes chavistas-confesas
se mantienen hasta los momentos en silencio, a la espera de la primera encuesta
que diga que el cierre de la frontera y el Estado de Excepción ha aumentado la
popularidad del gobierno.
[4]
No hay que olvidar lo que desde la sociología más actual con la voz de Zygmunt
Bauman hemos conocido una de las grandes diatribas de la sociedad posmoderna:
la disputa entre libertad-seguridad. La segunda vertiente de esta disputa (la
seguridad) tiene como base el discurso del temor, la incertidumbre, el
terrorismo, lo extraño y, también, cómo no, los extranjeros. El temor ante la
incertidumbre genera que los gobiernos arrojen a sus ciudadanos a más y mayores
sistemas de vigilancia que despiertan la pregunta de si los mismos son para
beneficio de la ciudadanía o para el del poder. Hay también detrás de esta discusión una crítica a la
racionalidad instrumental; quizá la palabra mixofobia y sus implicaciones
puedan dar luz a todo el problema de fondo.
[5]
El punto específico de las casas no puede desecharse en el simple hecho de que
eran invasiones. ¿Invasiones de hace cuanto tiempo? ¿Invasiones ilícitas cuando
la política del Estado ha sido más que permisiva con las mismas? ¿Invasiones
que facilitaban el contrabando? ¿Cuántos militares van detenidos por la misma
razón? Hay que ser ingenuo para reproducir ese discurso.
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