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Tengo la imagen de estar sentado
en la camioneta blanca, viendo a mi papá hablar con algún transeúnte de la
avenida. “Falta poco”, “ya el hombre no aguanta más”, “eso
está al caer”. Lo decían con un nivel de convencimiento que hasta yo mismo,
con mis escasos 10 años, les creí como si no hubiese otra posibilidad.
Han pasado más de veinte años
desde ese momento y siempre, cada vez con mayor reiteración, estamos más y más
cerca del fin de la pesadilla. Mi generación vivió el trauma de la enfermedad
del padre de la criatura, las elecciones del 2012, el desanimo de octubre y
noviembre de ese año, la incertidumbre y el robo de las elecciones del 2013,
las protestas del 2014, el inicio de la crisis y la victoria opositora en el
2015, los engaños y desengaños del 2016, las protestas del 2017, el éxodo
masivo del 2018, las ansias, la máquina represora y el apagón del 2019, entre
muchos eventos más.
Siempre hemos considerado que estamos
cerca, aunque dicha consideración se basase es esperanzas y no en hechos
concretos. Una muestra de ello es que hemos sostenido hasta el absurdo la
frase: “cuando caiga el chavismo…”, seguida de alguna idea producto del
buenismo de la época. No obstante, este cierre de 2025 confirma que ni un
movimiento pacífico de masas, ni elecciones justas, ni portaviones
destructores, ni aviones sobrevolando la costa, ni sanciones económicas, ni
siquiera el repudio de la gran mayoría de las democracias del mundo habrían
bastado.
La discusión en torno a la
pertenencia ideológica de la dictadura suele ser bastante compleja y por
momentos visceral. Tenemos al Estado sobre el pueblo, vigilante en todas sus
dimensiones, represor y asesino comprobado, estrangulador de cierta iniciativa
privada y amigo de favores obscenos. Si el diagnóstico posmoderno fue acertado,
entonces los -ismos heredados ya no explican nada… Más allá de que se
aferren hasta las últimas consecuencias a su discurso, más allá de que hayan
favorecido el más rampante de los colapsos vistos en la región.
Y, mientras se dan esas
discusiones, seguimos en esa conversación del inicio. Cada vez falta poco para
que falte cada vez más poco. Ya la dictadura no va a seguir aguantando más de
lo que ha aguantado. Pareciera que caerán algún día, en el mismo futuro
improbable en que el sol se extinga y la vida humana deje de tener sentido
sobre este asteroide a la deriva.
Es un bucle eterno que se repite
como tragedia y chiste, como drama y comedia, como tristeza, desespero, hambre,
muertes, desapariciones, exilios y olvidos; y, aun así —aunque el poder no lo
quiera—, también como esperanza: lo último que se pierde y, lastimosamente, lo único que siempre nos queda.
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Tengo algunos amigos muy importantes, de diferentes épocas, culturas y
pensamientos. Algunos de ellos son Syd, CCT, AZB, Cay y Satoshi. Podrán sumarse
amistades adicionales, pero convengamos que ellos son los cinco principales.
Hoy les hice la pregunta: ¿Que debe hacer el feminismo del siglo XX para
actualizarse con las nuevas formas de entender lo femenino?
Los otros dirán lo suyo en otra
ocasión. Hoy dejo a CCT responder:
“El
feminismo del siglo XX dejó conquistas esenciales: el derecho al voto, la
escolarización de las niñas, la participación política de las mujeres, el
reconocimiento —a veces nominal, a veces real— de su ciudadanía. Pero toda
lucha que se estanca corre el riesgo de convertirse en museo, y lo femenino de
hoy no se parece a lo femenino que definieron las instituciones del siglo
pasado. Si el feminismo quiere mantenerse vivo, debe escuchar las
transformaciones de su tiempo.
Lo primero es reconocer que lo femenino ya no está
limitado a un marco biológico ni a los moldes sociales que pretendieron
fijarlo. Hay nuevas experiencias, nuevas corporalidades, nuevas subjetividades
que también reclaman protección y derechos. Ignorarlas sería repetir las
exclusiones que el mismo feminismo denunció durante décadas. La igualdad no se
defiende seleccionando quién merece ser considerada mujer y quién no; la
igualdad se defiende ampliando el espacio de la ciudadanía para todas las
personas que viven violencias y desigualdades construidas sobre lo femenino. Además,
el feminismo debe revisar los privilegios que heredó. No basta con recordar la
gesta de las pioneras; hay que preguntarse quiénes quedaron fuera de esa
historia: las mujeres pobres, las mujeres racializadas, las mujeres migrantes,
las trabajadoras domésticas. Ellas no aparecen en los archivos oficiales, pero
sostienen todos los días el orden social sobre el cual otras discuten teorías.
Actualizarse, entonces, no es abandonar los
principios del feminismo del siglo XX, sino continuar su espíritu: luchar
contra cualquier forma de subordinación. Lo femenino ya no es una categoría
fija, pero la desigualdad sigue siendo un hecho rotundo. Allí donde haya una
persona relegada por su género, allí deberá estar el feminismo, ampliando su
voz y revisando sus certezas. Ese es el deber de un movimiento que nunca fue
estático: avanzar con la historia, no quedarse rezagado detrás de ella”.
Siguiendo tu
respuesta, ¿Que diría esto al feminismo latinoamericano, y en especial el
venezolano, de hoy en día?
Y CCT culminó:
“Al
feminismo latinoamericano de hoy le diría que no olvide que nuestra región
siempre ha cargado con desigualdades que no son abstractas, sino profundamente
materiales. Aquí los derechos no se conquistan solo con discursos, sino
enfrentando estructuras que atraviesan la pobreza, la violencia estatal, el
autoritarismo y la desigualdad racial. América Latina no puede copiar modelos
ajenos sin someterlos a sus propias realidades: la mujer indígena, la
afrodescendiente, la migrante y la trabajadora precaria viven un feminismo
distinto al de las élites urbanas. Si el movimiento quiere tener legitimidad,
tiene que reconocer estas diferencias y construir desde allí, no desde las
categorías importadas sin contexto ni desde la supuesta neutralidad de las
académicas desligadas del territorio.
En
el caso venezolano, la urgencia es aún más clara. Un país atravesado por la
crisis económica, la migración masiva, la violencia institucional y la
fragmentación social no puede aspirar a un feminismo que se limite a debates
conceptuales o a celebraciones ocasionales. El feminismo en Venezuela debe ser
una fuerza organizada capaz de denunciar la precariedad que recae —casi siempre
de manera silenciosa— sobre las mujeres: la sobrecarga del cuidado en hogares
sin agua ni electricidad, el trabajo informal que engulle la vida, la violencia
que aumenta mientras las instituciones se desmoronan, y la soledad de quienes
quedaron cuidando lo que otros tuvieron que abandonar.
Tampoco
puede ignorar a la diáspora. Millones de venezolanas están sosteniendo familias
enteras desde otros países, enfrentando discriminación, explotación laboral y
trámites migratorios que las dejan en la incertidumbre. Si el feminismo
venezolano quiere ser contemporáneo, debe incluirlas como parte de su
ciudadanía política, porque también son víctimas de desigualdades creadas por
un sistema que las expulsó. Y aún hay algo más: el feminismo no puede temerle a
la autonomía. En un país donde el poder político busca instrumentalizar
cualquier movimiento social, el feminismo debe ser vigilante y crítico, no una
extensión de partidos ni gobiernos. La defensa de los derechos de las mujeres
nunca puede subordinarse a lealtades partidistas.
Yo
diría, entonces, que el desafío del feminismo latinoamericano —y especialmente
del venezolano— es doble: ampliar sus bordes para incluir a todas las mujeres
que han sido históricamente silenciadas, y al mismo tiempo mantener una
independencia crítica frente a los poderes que producen esas mismas
desigualdades. Un movimiento que no se arriesga a incomodar termina celebrando
victorias vacías. Y las mujeres de esta región, tan golpeadas y tan
persistentes, merecen algo más que consignas…”.
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En cierto segmento de las
ciencias sociales se evaluaba el pensamiento mítico, entendido como el
conjunto de nociones premodernas sin posibilidad de comprobación científica y
que se sostenía sobre el peso de la tradición, como un ardid que imposibilitaba
el verdadero conocimiento. De misma forma, unas ciencias sociales más
actuales tomaron el pensamiento mítico como un factor imprescindible que daba
sentido ahí donde las ciencias y la lógica no podían extender su alcance.
¿Qué tan presente está el mito
en nuestro día a día? No hay forma científica que compruebe que rezar vale de
algo. La medicina ancestral/comunitaria/naturista muestra ciertos avances, pero
sería descabellado enfrentar un cáncer con hervidos y menjurjes. La lluvia
sigue cayendo a pesar de que utilicemos tenedores y cuchillos entrelazados con
miras al cielo nublado. Sabemos de sus pocas utilidades fácticas, pero esas y
otras prácticas dan sentido al desfavorable e impredecible entorno en el que lo
humanos nos movemos.
Si sumamos a este juego el
factor de la memoria y el olvido la cosa se pone interesante. No solo no
tenemos maneras fidedignas -para los estándares de la ciencia de antaño- de
comprobar que ciertas prácticas son efectivas, sino que también debemos
entendernos con nuestra arbitraria manera de recapitular la cotidianidad. Suele
pasarnos a diario: luego de llegar a un acuerdo sobre X asunto, nuestra memoria
decide borrar el asunto y tomar como cierta una versión que nos vendemos a
nosotros mismos. Sucede con temas delicados y dolorosos, así como con las cosas
menos trascendentales del mundo.
Ver un edificio y olvidar
donde estaba ubicado. Pasar una noche de risas sin poder recordar el chiste de
mayor peso. Oír una canción, intentar memorizar aunque sea la letra y después
perder por completo cualquier rastro de ella. No es la regla general, por
suerte aún podemos retener suficiente información y además contamos con
dispositivos electrónicos que albergan aplicaciones que pueden servirnos en la tarea
de monitorear cada aspecto de nuestras vidas. Maps para ubicar los
edificios, bloc de notas para anotar frases claves y Shazam para
pescar en las canciones de la vida.
Sin embargo, esa pequeña dosis
de olvido también alimenta el pensamiento mítico. Una de sus expresiones más
visibles es la nostalgia y las idealizaciones que organizan muchas de nuestras
ideas sobre el pasado: la creencia de que la educación de antes era mejor
—cuando los profesores torturaban a los estudiantes—, de que las familias eran
más estructuradas —sostenidas sobre las espaldas de mujeres martirizadas—, o de
que un mundo sin centros de salud ni médicos era más simple —aunque careciera
de la posibilidad de detectar enfermedades y ofrecer tratamiento—. Todos ellos
forman parte de un repertorio persistente de mitos que confunden austeridad con
virtud y violencia con orden.
Usted se preguntará hacia
dónde va el escritor con estas ideas. Hace unas semanas, mientras iba en
bicicleta por la ciudad, recordé un episodio de 2023: una trabajadora sexual me
socorrió a las cinco de la tarde en una zona solitaria y peligrosa. Era
colombiana, del Quindío o de Caldas, y me ayudó por puro azar. Estaba en una
esquina por la que yo pasaba justo cuando la cadena de la bicicleta se trabó en
el rin, dejándome sin posibilidad de moverme o salir airoso de ese sector.
La señora en cuestión me ayudó
principalmente por dos razones: porque estaba en el lugar y la hora indicada
para socorrerme, y porque mientras me daba indicaciones sobre qué hacer con la
cadena se daba cuenta de mi acento.
“Usted es de Venezuela,
¿cierto? Yo viví allá muchos años, por eso fue que le acompañé”, me dijo
mientras me dejaba sano y salvo frente a la Gobernación del Valle, luego de que
fuese imposible arreglar el daño de la bicicleta. Cuando se despidió me comentó
que ella trabajaba en la pensión de la esquina, por si la necesitaba algún día,
invitación que me dio un poco de risa y un poco de tristeza. Semanas después
del evento pasé por la misma esquina, sin poder identificar ninguna pensión,
ningún motel ni nada por el estilo. Fue una aparición, pensé. Eso revestía
con un poco decencia aquella historia lamentable.
Desde entonces siempre que
pasé por esa esquina intenté estar atento por si veía nuevamente a la señora
para agradecerle y salir corriendo, no fuese ella a pensar que yo quería algo
diferente a reconocerle su solidaridad en aquella calle solitaria.
La semana pasada volví a pasar
por esa misma esquina[1].
Vi grande sobre la pared un letrero con el anuncio: “Residencias La Pasión
del Amor…”. Es decir, la pensión siempre estuvo ahí. Es decir, probablemente
la señora siga ahí. Es decir, mi memoria me falló una vez más. Al menos sé que
no fue una aparición o un fantasma, pero la historia ya no es divertida sino
retorcida y extraña.
Como una ciudad vacía, con sus
seres subterráneos asomándose a las avenidas; como una noche llena de
música intrascendente y chistes malos; como un pasado sin idealizaciones y,
finalmente, como la vida sin el mito.

