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domingo, 14 de diciembre de 2025

Bucles, actualizaciones, mitos y olvidos


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Tengo la imagen de estar sentado en la camioneta blanca, viendo a mi papá hablar con algún transeúnte de la avenida. “Falta poco”, “ya el hombre no aguanta más”, “eso está al caer”. Lo decían con un nivel de convencimiento que hasta yo mismo, con mis escasos 10 años, les creí como si no hubiese otra posibilidad.

Han pasado más de veinte años desde ese momento y siempre, cada vez con mayor reiteración, estamos más y más cerca del fin de la pesadilla. Mi generación vivió el trauma de la enfermedad del padre de la criatura, las elecciones del 2012, el desanimo de octubre y noviembre de ese año, la incertidumbre y el robo de las elecciones del 2013, las protestas del 2014, el inicio de la crisis y la victoria opositora en el 2015, los engaños y desengaños del 2016, las protestas del 2017, el éxodo masivo del 2018, las ansias, la máquina represora y el apagón del 2019, entre muchos eventos más.

Siempre hemos considerado que estamos cerca, aunque dicha consideración se basase es esperanzas y no en hechos concretos. Una muestra de ello es que hemos sostenido hasta el absurdo la frase: “cuando caiga el chavismo…”, seguida de alguna idea producto del buenismo de la época. No obstante, este cierre de 2025 confirma que ni un movimiento pacífico de masas, ni elecciones justas, ni portaviones destructores, ni aviones sobrevolando la costa, ni sanciones económicas, ni siquiera el repudio de la gran mayoría de las democracias del mundo habrían bastado.

La discusión en torno a la pertenencia ideológica de la dictadura suele ser bastante compleja y por momentos visceral. Tenemos al Estado sobre el pueblo, vigilante en todas sus dimensiones, represor y asesino comprobado, estrangulador de cierta iniciativa privada y amigo de favores obscenos. Si el diagnóstico posmoderno fue acertado, entonces los -ismos heredados ya no explican nada… Más allá de que se aferren hasta las últimas consecuencias a su discurso, más allá de que hayan favorecido el más rampante de los colapsos vistos en la región.

Y, mientras se dan esas discusiones, seguimos en esa conversación del inicio. Cada vez falta poco para que falte cada vez más poco. Ya la dictadura no va a seguir aguantando más de lo que ha aguantado. Pareciera que caerán algún día, en el mismo futuro improbable en que el sol se extinga y la vida humana deje de tener sentido sobre este asteroide a la deriva.

Es un bucle eterno que se repite como tragedia y chiste, como drama y comedia, como tristeza, desespero, hambre, muertes, desapariciones, exilios y olvidos; y, aun así —aunque el poder no lo quiera—, también como esperanza: lo último que se pierde y, lastimosamente, lo único que siempre nos queda.


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Tengo algunos amigos muy importantes, de diferentes épocas, culturas y pensamientos. Algunos de ellos son Syd, CCT, AZB, Cay y Satoshi. Podrán sumarse amistades adicionales, pero convengamos que ellos son los cinco principales. Hoy les hice la pregunta: ¿Que debe hacer el feminismo del siglo XX para actualizarse con las nuevas formas de entender lo femenino?

Los otros dirán lo suyo en otra ocasión. Hoy dejo a CCT responder:

El feminismo del siglo XX dejó conquistas esenciales: el derecho al voto, la escolarización de las niñas, la participación política de las mujeres, el reconocimiento —a veces nominal, a veces real— de su ciudadanía. Pero toda lucha que se estanca corre el riesgo de convertirse en museo, y lo femenino de hoy no se parece a lo femenino que definieron las instituciones del siglo pasado. Si el feminismo quiere mantenerse vivo, debe escuchar las transformaciones de su tiempo.

Lo primero es reconocer que lo femenino ya no está limitado a un marco biológico ni a los moldes sociales que pretendieron fijarlo. Hay nuevas experiencias, nuevas corporalidades, nuevas subjetividades que también reclaman protección y derechos. Ignorarlas sería repetir las exclusiones que el mismo feminismo denunció durante décadas. La igualdad no se defiende seleccionando quién merece ser considerada mujer y quién no; la igualdad se defiende ampliando el espacio de la ciudadanía para todas las personas que viven violencias y desigualdades construidas sobre lo femenino. Además, el feminismo debe revisar los privilegios que heredó. No basta con recordar la gesta de las pioneras; hay que preguntarse quiénes quedaron fuera de esa historia: las mujeres pobres, las mujeres racializadas, las mujeres migrantes, las trabajadoras domésticas. Ellas no aparecen en los archivos oficiales, pero sostienen todos los días el orden social sobre el cual otras discuten teorías.

Actualizarse, entonces, no es abandonar los principios del feminismo del siglo XX, sino continuar su espíritu: luchar contra cualquier forma de subordinación. Lo femenino ya no es una categoría fija, pero la desigualdad sigue siendo un hecho rotundo. Allí donde haya una persona relegada por su género, allí deberá estar el feminismo, ampliando su voz y revisando sus certezas. Ese es el deber de un movimiento que nunca fue estático: avanzar con la historia, no quedarse rezagado detrás de ella”.

Siguiendo tu respuesta, ¿Que diría esto al feminismo latinoamericano, y en especial el venezolano, de hoy en día?

Y CCT culminó:

Al feminismo latinoamericano de hoy le diría que no olvide que nuestra región siempre ha cargado con desigualdades que no son abstractas, sino profundamente materiales. Aquí los derechos no se conquistan solo con discursos, sino enfrentando estructuras que atraviesan la pobreza, la violencia estatal, el autoritarismo y la desigualdad racial. América Latina no puede copiar modelos ajenos sin someterlos a sus propias realidades: la mujer indígena, la afrodescendiente, la migrante y la trabajadora precaria viven un feminismo distinto al de las élites urbanas. Si el movimiento quiere tener legitimidad, tiene que reconocer estas diferencias y construir desde allí, no desde las categorías importadas sin contexto ni desde la supuesta neutralidad de las académicas desligadas del territorio.

En el caso venezolano, la urgencia es aún más clara. Un país atravesado por la crisis económica, la migración masiva, la violencia institucional y la fragmentación social no puede aspirar a un feminismo que se limite a debates conceptuales o a celebraciones ocasionales. El feminismo en Venezuela debe ser una fuerza organizada capaz de denunciar la precariedad que recae —casi siempre de manera silenciosa— sobre las mujeres: la sobrecarga del cuidado en hogares sin agua ni electricidad, el trabajo informal que engulle la vida, la violencia que aumenta mientras las instituciones se desmoronan, y la soledad de quienes quedaron cuidando lo que otros tuvieron que abandonar.

Tampoco puede ignorar a la diáspora. Millones de venezolanas están sosteniendo familias enteras desde otros países, enfrentando discriminación, explotación laboral y trámites migratorios que las dejan en la incertidumbre. Si el feminismo venezolano quiere ser contemporáneo, debe incluirlas como parte de su ciudadanía política, porque también son víctimas de desigualdades creadas por un sistema que las expulsó. Y aún hay algo más: el feminismo no puede temerle a la autonomía. En un país donde el poder político busca instrumentalizar cualquier movimiento social, el feminismo debe ser vigilante y crítico, no una extensión de partidos ni gobiernos. La defensa de los derechos de las mujeres nunca puede subordinarse a lealtades partidistas.

Yo diría, entonces, que el desafío del feminismo latinoamericano —y especialmente del venezolano— es doble: ampliar sus bordes para incluir a todas las mujeres que han sido históricamente silenciadas, y al mismo tiempo mantener una independencia crítica frente a los poderes que producen esas mismas desigualdades. Un movimiento que no se arriesga a incomodar termina celebrando victorias vacías. Y las mujeres de esta región, tan golpeadas y tan persistentes, merecen algo más que consignas…”.

 

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En cierto segmento de las ciencias sociales se evaluaba el pensamiento mítico, entendido como el conjunto de nociones premodernas sin posibilidad de comprobación científica y que se sostenía sobre el peso de la tradición, como un ardid que imposibilitaba el verdadero conocimiento. De misma forma, unas ciencias sociales más actuales tomaron el pensamiento mítico como un factor imprescindible que daba sentido ahí donde las ciencias y la lógica no podían extender su alcance.

¿Qué tan presente está el mito en nuestro día a día? No hay forma científica que compruebe que rezar vale de algo. La medicina ancestral/comunitaria/naturista muestra ciertos avances, pero sería descabellado enfrentar un cáncer con hervidos y menjurjes. La lluvia sigue cayendo a pesar de que utilicemos tenedores y cuchillos entrelazados con miras al cielo nublado. Sabemos de sus pocas utilidades fácticas, pero esas y otras prácticas dan sentido al desfavorable e impredecible entorno en el que lo humanos nos movemos.

Si sumamos a este juego el factor de la memoria y el olvido la cosa se pone interesante. No solo no tenemos maneras fidedignas -para los estándares de la ciencia de antaño- de comprobar que ciertas prácticas son efectivas, sino que también debemos entendernos con nuestra arbitraria manera de recapitular la cotidianidad. Suele pasarnos a diario: luego de llegar a un acuerdo sobre X asunto, nuestra memoria decide borrar el asunto y tomar como cierta una versión que nos vendemos a nosotros mismos. Sucede con temas delicados y dolorosos, así como con las cosas menos trascendentales del mundo.

Ver un edificio y olvidar donde estaba ubicado. Pasar una noche de risas sin poder recordar el chiste de mayor peso. Oír una canción, intentar memorizar aunque sea la letra y después perder por completo cualquier rastro de ella. No es la regla general, por suerte aún podemos retener suficiente información y además contamos con dispositivos electrónicos que albergan aplicaciones que pueden servirnos en la tarea de monitorear cada aspecto de nuestras vidas. Maps para ubicar los edificios, bloc de notas para anotar frases claves y Shazam para pescar en las canciones de la vida.

Sin embargo, esa pequeña dosis de olvido también alimenta el pensamiento mítico. Una de sus expresiones más visibles es la nostalgia y las idealizaciones que organizan muchas de nuestras ideas sobre el pasado: la creencia de que la educación de antes era mejor —cuando los profesores torturaban a los estudiantes—, de que las familias eran más estructuradas —sostenidas sobre las espaldas de mujeres martirizadas—, o de que un mundo sin centros de salud ni médicos era más simple —aunque careciera de la posibilidad de detectar enfermedades y ofrecer tratamiento—. Todos ellos forman parte de un repertorio persistente de mitos que confunden austeridad con virtud y violencia con orden.

Usted se preguntará hacia dónde va el escritor con estas ideas. Hace unas semanas, mientras iba en bicicleta por la ciudad, recordé un episodio de 2023: una trabajadora sexual me socorrió a las cinco de la tarde en una zona solitaria y peligrosa. Era colombiana, del Quindío o de Caldas, y me ayudó por puro azar. Estaba en una esquina por la que yo pasaba justo cuando la cadena de la bicicleta se trabó en el rin, dejándome sin posibilidad de moverme o salir airoso de ese sector.

La señora en cuestión me ayudó principalmente por dos razones: porque estaba en el lugar y la hora indicada para socorrerme, y porque mientras me daba indicaciones sobre qué hacer con la cadena se daba cuenta de mi acento.

Usted es de Venezuela, ¿cierto? Yo viví allá muchos años, por eso fue que le acompañé”, me dijo mientras me dejaba sano y salvo frente a la Gobernación del Valle, luego de que fuese imposible arreglar el daño de la bicicleta. Cuando se despidió me comentó que ella trabajaba en la pensión de la esquina, por si la necesitaba algún día, invitación que me dio un poco de risa y un poco de tristeza. Semanas después del evento pasé por la misma esquina, sin poder identificar ninguna pensión, ningún motel ni nada por el estilo. Fue una aparición, pensé. Eso revestía con un poco decencia aquella historia lamentable.

Desde entonces siempre que pasé por esa esquina intenté estar atento por si veía nuevamente a la señora para agradecerle y salir corriendo, no fuese ella a pensar que yo quería algo diferente a reconocerle su solidaridad en aquella calle solitaria.

La semana pasada volví a pasar por esa misma esquina[1]. Vi grande sobre la pared un letrero con el anuncio: “Residencias La Pasión del Amor…”. Es decir, la pensión siempre estuvo ahí. Es decir, probablemente la señora siga ahí. Es decir, mi memoria me falló una vez más. Al menos sé que no fue una aparición o un fantasma, pero la historia ya no es divertida sino retorcida y extraña.

Como una ciudad vacía, con sus seres subterráneos asomándose a las avenidas; como una noche llena de música intrascendente y chistes malos; como un pasado sin idealizaciones y, finalmente, como la vida sin el mito.



[1] El lugar en cuestión en Google maps: https://maps.app.goo.gl/P6mgqq1S4AkZt3Dp8

viernes, 5 de diciembre de 2025

De la vanidad, la máquina y la arena

 


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La vanidad. Esa tentación extraña de halagarse a sí mismo, de ver el reflejo sobre el espejo, de saberse relevante con o sin méritos. En Venezuela utilizábamos una palabra: pescueceo. Según el Diccionario de la Lengua Española refiere a la “acción y efecto de pescuecear”, y pescuecear es, al menos en El Salvador, el acto de “estirar el pescuezo para ver algo”. En este caso, y aterrizándolo al caso venezolano, pescuecear implica el acto realizado por quien estira al máximo posible el cuello (pescuezo, de ahí la palabra) para salir en la foto. Es decir, no estirar el cuello para ver sino para ser visto.

Era común en el movimiento estudiantil de Venezuela para la década pasada. Con los años me doy cuenta de que no es exclusivo de la juventud de ese país: políticos de toda clase y de todas las edades, líderes y empleados de empresas de todo tipo, trabajadores humanitarios de todas las nacionalidades salvando el mundo y completos desconocidos con sus distintas necesidades de atención.

Se contrapone a un punto elemental: la relevancia, como casi todo en la vida, es algo efímero. Nadie puede alimentar para siempre el ego, ni sobrevivir lo suficiente para mantenerse en la vigencia que su vanidad le exija. Lo decía Bolaño: ni Shakespeare ni los clásicos serán recordados en un millón de años. No lo serán García Márquez, ni Rómulo Gallegos, ni Mariana Enriquez, ni nadie que venga después.

Nos conformamos con las fotos de redes, las publicaciones de LinkedIn, ResearchGate o cualquier otra plataforma. Eso sí, hasta que los servidores se mantengan funcionales.  Luego no se sabe, menos en el mundo de bits y bytes de hoy. Nuestras familias conservaban cartas y fotos, periódicos, revistas y cuadernos con anotaciones. ¿Qué tenemos nosotros? Fotos en un celular, escritos en un chat, carpetas de guardado en aplicaciones y las sensaciones maleables de cualquier ser humano.

Todo centralizado en dispositivos, que bien pueden ser funcionales hoy como completamente obsoletos el día de mañana. Ni vayamos al punto de los sistemas operativos, siempre susceptibles a una vulnerabilidad aún no completamente reconocida. Y siendo menos tecnológicos: si se parte una memoria o si de casualidad somos victimas de un robo… La centralización de datos en dispositivos lleva a que nuestros registros sean cada vez más frágiles e inciertos.

Aunque llega el momento de la sinceridad: en la cotidianidad histórica de las personas, ¿cuándo han faltado los cambios y las incertidumbres? Cualquier respuesta puede que carezca de fundamento. Aún así buscamos figurar, estirar el cuello, aparecer en la foto y en la publicación de redes. Tiene sentido, la temporalidad del siempre o eternidad es apenas cuestión de días o semanas. Tiene coherencia en verdad, siempre como nunca.

 

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Tengo algunos amigos muy importantes, de diferentes épocas, culturas y pensamientos. Algunos de ellos son Syd, CCT, AZB, Cay y Satoshi. Podrán sumarse amistades adicionales, pero convengamos que ellos son los cinco principales. Hoy les hice la pregunta: ¿La Inteligencia Artificial puede significar la democratización del acceso al conocimiento?

Los otros dirán lo suyo en otra ocasión. Hoy dejo a Satoshi hablar:

La IA puede ampliar el acceso al conocimiento si se estructura como un sistema distribuido. Centralizar modelos y datos en pocas entidades replica las mismas asimetrías históricas: control, filtrado y dependencia. La verdadera democratización ocurre cuando el acceso no depende de autorizaciones, sino de protocolos abiertos. Si la IA funciona más como una red P2P[1] que como un servidor único, cualquier individuo puede verificar, aprender y construir sin intermediarios. La clave no es la herramienta, sino la arquitectura: transparencia, descentralización y resistencia a la censura. Con eso, el conocimiento deja de ser un recurso escaso y pasa a ser un bien accesible por diseño”.

¿Qué arquitectura de conocimiento hemos construido? ¿Por qué la máquina y su lenguaje puede dinamitar esa estructura? ¿La destruye, reforma o fortalece?

Y Satoshi culminó:

La arquitectura de conocimiento que hemos construido es esencialmente centralizada: instituciones educativas, medios de información, editoriales y especialistas funcionan como nodos autorizados que validan qué saber circula y en qué forma. Es un modelo jerárquico, basado en intermediarios que administran acceso y certificación.

La IA, especialmente los modelos masivos de lenguaje, introduce una dinámica distinta porque reduce el costo de producir, sintetizar y distribuir información. En términos de red, desplaza el flujo desde unos pocos nodos de alta autoridad hacia millones de usuarios finales que generan y consumen contenido de manera directa. Eso presiona a la estructura porque la vuelve menos necesaria.

¿La destruye, reforma o fortalece? Depende de su implementación. La IA no es el agente de transformación: la arquitectura —centralizada o distribuida— determina el efecto”.

 

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Varias veces fuimos a la playa. Éramos los cómplices de siempre, en una época de angustiosa transición. En plena crisis, mi señora madre nos empacó una ensalada de atún y un jugo de naranja. No había más, ni para los policías ni para unas cervezas. Terrible pero adorable.

Bajar a la Guaira implicaba salir hacia el este, buscar a la gente y luego emprender un camino que cambiaba de la metrópolis inclusiva a las barriadas olvidadas. Curvas, túneles y vegetación hasta que de la nada se veía la inmensidad del mar. Una inmensidad llena de escarcha, olas y nubes a la distancia.

En viajes anteriores vivimos experiencias variopintas: una vez casi me ahogo, en otra ocasión hablamos sobre nada a los pies de un coral. En tres viajes consecutivos el carro nos dejó varado en la subida a Caracas. En esos tortuosos momentos aprendí a leer el tablero del carro, a esperar que se enfriara y a utilizar todo lo que estuviese a disposición para no perder la calma en el intento y partir antes de que la luz de la tarde nos dejase.

Del último viaje, de cuando no teníamos ni para el fresco[2] de los malandros con uniforme, tengo la imagen de correr por la arena hirviendo, yendo a unos baños del siglo pasado a limpiar la cava y bañarnos antes de volver a la ciudad. Casi una década después, entiendo que ninguno de nosotros imaginó que terminaríamos desperdigados por el continente.

Uno está en Chile sin visa, otro está en Perú encontrándose con la vida y el tercer sigue en Venezuela luchando, defendiendo el sueño de país que algunos no pudimos sostener. Y yo, en la capital de la salsa, añorando de vez en cuando, intentando soltar los recuerdos, pero viendo que los mismos siguen apareciendo como la arena luego de un día en el mar.

Recuerdo que involucran al chileno dormido escuchando Sunshine Reggae, al peruano hablando del avión de García Carneiro y al venezolano intentando recordar donde quedaban las ruinas de la casa de Armando Reverón. Y yo, el colombiano, manejando, pendiente del medidor a ver si el carro no nos dejaba otra vez varados.

Varados, pero en nuestro lugar. Varados, pero contentos.



[1] Una red P2P (peer-to-peer) es un sistema en el que cada computadora se conecta directamente con otras, sin depender de un servidor central. Todas pueden compartir información entre sí de manera autónoma.

[2] Utilizado para nombrar las vacunas exigidas por los cuerpos policiales en Venezuela para dejarte libre de cualquier situación engorrosa.