Despertamos en el inicio del año
como si despertásemos en una fiesta. Suena atractivo, pero no lo es. Es una
fiesta a la cual no nos invitaron. Una fiesta desalmada, sangrienta, de peste visceral y desencanto depravado. Nos
despertamos en el cierre, cuando el alba se anuncia y cuando poco podamos hacer
para sostenernos por nuestra propia cuenta.
No fuimos protagonistas, no
quisimos formar parte de la orgía; sin embargo, somos náufragos de la desdicha.
No sabemos cómo llegamos aquí, sólo sabemos que queremos salir.
Hacer el recuento de lo sucedido
es doloroso. En algún punto estuvimos más o menos unidos, vislumbrando una
salida, una posibilidad en el universo de la falsa tranquilidad. La verdad es
que fuimos engañados, olvidamos que el odio, la ambición y el resentimiento
bien articulado pueden derrumbar cualquier dejo de esperanza y bienestar
humano.
He ahí donde surge nuestra
inquietud. ¿Cómo llegamos a dónde estamos? ¿En qué momento permitimos que la
bestia triunfase? Se pueden hacer otras preguntas, reiterativas a lo largo de
los últimos años, y aún así no encontraríamos respuesta. La ausencia de
respuesta tiene un culpable, unos
actores, determinadas estrategias y un guión bien diseñado. Algunos quisieron
la utopía, buscaron el sueño del futuro y no consiguieron más que la
reafirmación histórica del fracaso.
Se dice que la naturaleza se manifiesta
con cierta regularidad. Los desastres ocurren en los mismos lugares, con
determinados patrones y cierta periodicidad. ¿Y las ideas? Las ideas tienen
cierta secuencia lógica, ciertas tendencias. La historia lo ha demostrado: las
ideas de libertad y justicia viven y mueren en la dignidad, las ideas del
patetismo y el chantaje resuenan en el sinsentido de la violencia.
Hay quienes prefieren el encanto
de la teoría por encima de nuestra justa imperfección humana. Hay asesinos a
sueldo, burócratas, canallas, acomodados de la nueva riqueza, cuya única
justificación fue la búsqueda de una sociedad distinta. ¿Meditarán los alcances
de su locura? ¿Se arrepentirán? ¿Sentirán pudor al ver como se derrumba nuestro
país? Una idea asesina lo será en cuanto lo permitamos. Lo que es arbitrario lo
será en cuanto callemos ante los atropellos. La hambruna, la corrupción, la
prefiguración de las sociedades a la fuerza, el despotismo y la deshumanización
de la vida: ya habían sucedido, pero nunca faltaron (ni faltarán) los amantes
del trasnocho demencial.
Supone un reto, entonces, vivir
una realidad que nos es negada, una calamidad que se sustenta en la reiteración
de las mismas mentiras. La crisis se interpreta como un saboteo y una afrenta,
no hacia el pueblo sino hacia los secuaces de la muerte; el éxodo se ha
interpretado como la traición y el desarraigo; el aniquilamiento de nuestra
cultura es tan solo un traspié, un error menor, algo necesario e inevitable.
Han logrado que algunos renieguen
del gentilicio, que otros se valgan del lenguaje para lacerar la realidad. La
mayor vergüenza no es la que sentimos por el otro, sino la que sentimos hacia
nosotros mismos por nuestra incapacidad y nuestra continuo anonadamiento ante
el estado de las cosas. ¿Llegará el día en el que dejemos de culpar a las
víctimas de su desdicha? ¿Entenderemos que el discurso de la violencia ha sido
una estrategia más? La perversión de los desahuciados ha venido a ser una de
las armas más efectivas del terror.
Todos se reúnen, todos esperan y
aguardan. Vamos a peor, se sabe, los cínicos van perdiendo su audiencia. No vale
lo reiterativo, no vale la estrategia del vacío. Debe haber algo más, algo
concreto, algo articulado, algo elaborado y pensado.
Adiós a la planificación del
desastre, a la normalización del caos. ¡Que se terminen los insultos y se acabe
el azar! ¡Que los héroes del día a día resistan hasta el final y la humildad
sea nuestra nueva bandera! ¡Que el amor y la vida nos salven de la muerte! Que
a la caída del régimen no olvidemos quienes somos, o cómo éramos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario