La construcción del discurso pasa
por muchos elementos; bien sea su correcta adecuación gramatical, su atinado
nivel de coherencia o, justamente lo que nos interesa para este ensayo, su potencialidad
representadora. Como bien dice el colega Erly J. Ruiz: la potencialidad de
representar, no la de describir. No buscamos una descripción o una suerte de
inventario fidedigno sobre la realidad que estudiamos al sumergirnos en la
lectura. Quizás por lo anticuada de dicha idea
,
o porque el lenguaje no se basa en una sola manera de representar la realidad
.
El punto es el
siguiente: todo discurso es social, y todo lo social es a su vez discurso.
Entre idas y vueltas comprendemos que por cada sociedad hay una manera de
aprehender y hablar la vida misma, de esa cualidad particular se hace aquello
de los círculos hermenéuticas y diferencia de perspectivas. Ahora bien,
partiendo de esa premisa habría que establecer otras dos tesis al respecto: la
primera, que a la sociología como disciplina le ha costado muchísimo reconocer
la apertura de discurso sobre lo social; la segunda, que cuando se sabe que la
disolución de lo social está a la vuelta de la esquina, es mucho más complejo
de lo que se cree aquello de formular discursos cohesionadores y que den
sentido a sociedades enteras.
De la primera
tesis, es sabida aquella pretensión de la sociología de homogenizar la realidad
social a través del lenguaje del positivismo. Desde la Reforma se abre el
abanico para diversas interpretaciones de la vida, generando así una ruptura
con la cosmovisión teológica de la vida. A partir de ese momento en adelante la
episteme moderna busca un discurso dador de sentido, un discurso que otorgue la
certeza pérdida. Así, los modernos van
cambiando de piel. Desde la religión de Ockham, hasta la filosofía de
Descartes. Todos en el fondo en búsqueda del nuevo centro que, como bien
sabemos, propone Comte en su formulación sobre los tres estados de la evolución
del pensamiento. De la religión se pasa a la filosofía y de la filosofía a la
ciencia exacta. Exactitud, despeje de incertidumbres y concertación: es la gran
aspiración moderna.
Ahora bien,
como diría Nietzsche, se corta la cabeza de la deidad para poner al hombre en
el centro. Pero éste no es un hombre cualquier sino un hombre individualizado,
no ordenado hacia Dios sino separado de cualquier relación y con la única
certeza que le proporciona la ciencia natural de su momento: un cuerpo, un cerebro,
separación entre el alma y la máquina, funcionalidad orgánica y demás. Vale la
pena decir que las certezas con respecto a la corporalidad son aún algunas de
las certezas que hoy mantiene la racionalidad técnica con respecto a la
humanidad; no siendo el mismo caso con el aspecto social y lo referente a lo
subjetivo de la persona. El ser, o lo interno misterioso que continúa siendo un
verdadero dolor de cabeza para la mente calculadora moderna.
Pues la
sociología, que tanto se ha propuesto la funcionalidad del individuo a través
de su trabajo (discurso positivista funcional) o su inevitable liberación del
capital (teleología positiva marxista), aún no reconoce que la persona, siendo
individualizada, siendo vejada de un centro unificador, busca certeza en el
centro del mismo discurso moderno: el individuo, la mismidad en pleno.
Entraríamos de
esa manera a la segunda tesis, pues la individualización del mundo –la mentada
posmodernidad e hipermodernidad– no ha supuesto un verdadero quiebre con la
episteme moderna inicial. Al contrario, lo que se busca es la certeza en el individuo,
se buscan respuestas en un yo que
poco a poco se desdibuja ante la paradójica (pero totalmente esperable) caída
de los grandes relatos de la modernidad. No hay partido político, nación,
frontera geográfica, gusto estético, o busque usted el pretexto de preferencia,
que pueda delimitar a la persona ante la saturación de la vida actual. Las
sociedades también sufren de esta suerte de explosión de identidad: las
nociones sobre lo social se individualizan, se particularizan hacia encuentros
mínimos, ligeros y ambivalentes. Dice la sociología pesimista que es la
disolución y el fin de la vida como la conocemos, mientras que otros no tan
alarmistas avistan tan solo una nueva manera de vivir aquello que denominamos
la vida en sociedad.
Se habla entonces
de discursos (en plural), dejando de lado la pretensión cientificista y
reconociendo la hiperindividualización de la persona. De los elementos que
hacen posible esta pluralidad se encuentra el sitio característico de la
filosofía moderna: la polis. El lugar de encuentro con el otro, sitio de
deliberación o disenso, de encuentro o choque, permanente encuentro con la
diferencia de credo y opinión. La polis, metrópolis o simple ciudad, ha sido el
centro en el que más se constata aquello de la pérdida de norte conceptual y
profundización del individuo como motor moderno.
Basta
situarnos desde la sociología de Georg Simmel (1858 - 1918) para constatar
dichas afirmaciones. De su ensayo Metrópolis
y vida mental (1974) se desprenden varias pistas, que si vemos a la
distancia hablan de un autor lúcido en cuanto a lo que la comprensión de lo
social se trata. Pues, no lo olvidemos, se trata de comprender, de mantener una
actitud dialógica y no acusadora; éticamente ecuánime que otorgue dignidad a la
verdad del espíritu del tiempo que se trate.
Esa era la
perspectiva del autor, nutrida entre otras cosas por la herencia de la hermenéutica
de Dilthey, que como bien sabemos se basaba en la psicologización de la
interpretación. Preponderaba el individuo y su legado material como
representación de la sociedad. Ya en Dilthey y Simmel el individuo se imponía, sus
interpretaciones así no se distanciaban demasiado del discurso moderno del que
se querían deslastrar.
Partiendo
desde el individuo, Simmel se propone a visualizar la reacción que desemboca
toda la metrópolis y su dinámica en el proceso mental, en el individuo como
punto de inicio y fin del ensayo. Vale acotar que, como bien mencionamos en el
inicio, este individuo ya está parcialmente separado de la relación religiosa;
ahora está arrastrado por las fuerzas sociales sin contar si quiera con un
vínculo histórico estable
.
Lo único que cuenta del individuo es la certeza de su funcionalidad, de su
papel dentro de la división social del trabajo. Simmel lo establece claramente:
se prima su función dentro del engranaje moderno, nada más
.
Ni la
subjetividad, ni la emocionalidad de antaño. Lo verdaderamente importante es la
cualidad objetiva, la cualidad que se manifiesta en monetización de la vida
.
Predominio monetario, entrega objetiva del individuo
:
todo formando parte de la cadena de ensamblaje moderna.
Ahora bien, la
paradoja que plantea Simmel sobre los individuos de la metrópolis es la
siguiente: mientras más se exige objetividad de la persona mayor privatización
subjetiva hay por parte de ella
.
No interesa para el circuito de trabajo alguna manifestación que correspondería
a una población rural, pues, recordemos, el vínculo histórico ahora está vetado
dentro de la maquinaria moderna
.
Y en la medida que la persona se ve desalentada a interactuar con el otro va
haciendo que su pensamiento, deseo y entrega emocional se sitúen fuera de la
metrópolis y su desenvolvimiento
.
Parte de esta
privación de lo subjetivo también deviene de la rapidez de la ciudad. Las
imágenes, a diferencia de las del mundo de vida tradicional, pasan rápidamente;
las caras, los cuerpos, los edificios, todo dispuesto y enrarecido por la
velocidad de la vida moderna
.
Dice el autor que uno de los mecanismos bajo los cuales se resistía a este
constante cambio de rostros y formas era la actitud del hastío y la reserva
.
Hastío en la medida de que los impulsos externos de las sociedades modernas, al
ser tan elevados y tan diversos, dejan al individuo perplejo ante una
hipotética posibilidad de comprensión e interpretación profunda. No es ya la
época de la interpretación honda de la vida, pues lo que hace el tránsito
moderno es darnos una noción efímera que va prefigurando la relación del
individuo con el resto hacia una relación meramente objetiva
.
No en vano el diagnostico parece ser correcto: el hombre moderno es un práxico
de las cosas
,
no de las relaciones estables y duraderas.
El hastío y la
reserva, la actitud objetivista que otorga cualidad de cosas a las personas: no
queda duda de que el andamiaje moderno dista de tener una sola lectura sobre los
individuos. De la tarea de urbanizar y organizar la vida en sociedad, las
ciudades pasan a tener una nueva lectura con respecto a una suerte de extrañamiento
por parte del individuo en sus instancias. En su autopreservación las personas
buscan en sí mismos categorías y formas de alejarse de la rutinización de las
formas y el tránsito de voces y entes.
Dicha
manifestación no es representación única de la sociología comprensiva, pues si
volvemos a la primera tesis de este corto ensayo es posible dar cuenta de lo
social fuera de la manifestación de las distintas vertientes sociológicas. Una
de esas manifestaciones, portadora de gran poder interpretativo y comprensivo,
se encuentra en la literatura. En el caso venezolano podemos dar cuenta de este
drama moderno-citadino en la que aún es considerada como la primera novela
moderna (y no modernista) venezolana: hablamos, por supuesto, de Los Pequeños Seres (1977) de Salvador
Garmendia (1928 - 2001).
Los pasajes
rurales –entiéndase, el campo desde la óptica ilustrada– tan típicos en
Gallegos u Otero Silva van haciéndose a un lado para dar paso a la escena
moderna por excelencia: la ciudad, específicamente la Caracas de mitad de siglo
XX. Una ciudad que vive pleno apogeo demolicionista de ambición moderna. Una
ciudad que, como diría Federico Vegas, va perdiendo su esencia de lengua española
y se diluye en una red de distintas tramas. Se piensa en una Caracas a la
manera de una ciudad del sur de los Estados Unidos, se piensa en Caracas a la
manera de una barriada española, se piensa en Caracas a la manera de una
ciudadela hebrea: lo cierto es que lo único que emana de este pensamiento es el
escombro, el polvillo y la prefiguración estética definitiva de una ciudad que
se va haciendo distinta, que se va haciendo, por qué no, moderna.
Moderna en la medida de que su convivencia se
va haciendo desde el individuo y no desde la relación. Autopistas, vehículos,
viviendas alejadas, torres para la masa que llega a la ciudad. Mayor autonomía,
mayor empuje económico. Más humanidad, más individuos, más modernos. ¿Cómo no
ver entonces cumplida la interpretación de Simmel? El hastío y el desdén se apoderan
del caraqueño que, ante la llegada de la nueva mentalidad y los nuevos vecinos,
se ve arrojado a un ensimismamiento inédito en nuestra historia pasada. En
Garmendia es palpable esta sensación en la idea que se va formando de la ciudad
moderna: “
Andar”
,
la única acción posible bajo la cual el hombre puede concretar su ya nombrada
función en la maquinaria, pero este andar es un andar sin objetivo, sin
sentido. No vale la pena aferrarse a esos viejos vínculos históricos, lo único
que vale es la fugacidad, el contacto efímero que es definido por la inutilidad
de la marcha de rostros y personas desconocidas
.
La unidad no reina, es la diferencia de personas nacidas en un mundo, un
escenario, sin relación ni tacto con el otro. En definitiva, simplemente ¡andar!
Dicho esto,
convendría entonces ubicar la actualidad de esta discusión en la narrativa más
reciente. Pues bien sabemos, la Caracas de Garmendia es una Caracas que a la
interpretación actual es casi inexistente, al menos en su constitución
material. ¿Hará esto que precisamente la actitud haya cambiado?
No parece ser
así, pues el hastío en la ciudad se mantiene, mucho más allá de la operación
estética del valle. Tomemos por ejemplo
Pim
Pam Pum (2010) de Alejandro Rebolledo (1970 - 2016), conocida por ser
novela de culto, de retórica punk y, a nuestro juicio, discurso posmoderno del
cierre del siglo XX por excelencia. Los personajes no pueden ser considerados unos
pequeños seres garmendianos; sin embargo, en su discurso aún se encuentra una
cierta reserva, una cierta dislocación cognitiva con respecto a su ciudad. Eso
sí, con el agravante de que las voces que representan a esta realidad, los
protagonistas, dan ya por ganada en su totalidad la problemática del individuo;
es decir, el individuo no se cuestiona a sí mismo sino que es punto de partida,
quimera y solución de la trama trazada por el autor
.
La suya es una
Caracas que ya vivió la fiebre de los tractores, una Caracas que ya removió de
sí gran parte de su herencia hispánica. La promesa de la metrópolis se cumplió,
muy al (inconsciente) pesar de nuestros personajes. No son las imágenes de una
gran ciudad las que impactan en ese sentido, es el constante flujo del tiempo
el que supone un malestar ahora
.
El sueño no es el futuro que alcanzaremos gracias a los grandes relatos de la
modernidad, el sueño es revertir el curso y volver al momento donde de verdad
fue Caracas una ciudad moderna
.
Son individuos
desdichados, con sueños y deseos de autodestrucción, que aún en su virtual
hastío no pueden sino verse en un futuro que aún no concretan. Surge en ellos
el deseo de mayor individualización, mayor separación y mayor autonomía de
cuerpos para surgir en una trama distinta a la caraqueña
,
la cual a la manera de Rebolledo y de una cierta sociología urbana aún no logra
deshacerse definitivamente de su acento tradicional.
Así mismo, la
mentalidad monetaria de Simmel se hace presenta también en los personajes de
Rebolledo. El dinero es la vía posible para salir del infierno, para pasar a
una nueva vida fuera de la ciudad
.
Recordemos: el valor objetivo es la única vía posible para salvar la cualidad
subjetiva. Nada diferente a lo escrito por Simmel, a excepción de la época que
viven nuestros personajes. Ya el trabajo no es un valor potenciador de la persona
del mundo de vida moderna; de hecho, el trabajo se encuentra en jaque en los
tiempos donde la misma autonomía individual cuestiona la noción ascética del
laburo
.
Ni el trabajo, ni la metrópolis y si observamos bien ni los mismos sujetos;
sólo el dinero puede y podrá salvar, no al país ni a la ciudad, sino a estos
individuos hastiados. En este aspecto específico se puede observar una gran
diferencia entre Garmendia y Rebolledo, o mejor dicho entre la estética moderna
e hipermoderna: pues mientras en la primera obra el protagonista principal
sufre de desequilibrios a causa de un muy necesitado puesto laboral en la segunda
el virtud del trabajo no es rescatada en lo más mínimo: vale únicamente la
cualidad hedonista y vivencial del placer, el resto pasa a segundo plano.
De esta suerte
de delirios y ensoñaciones se constituye lo que creemos es una de las
diferencias sustanciales entre la obra moderna y posmoderna. En un principio
ensimismada y ascética, luego individualización radical y hedonista; primero
centrada y discursivamente lineal, luego liberada y jocosamente desordenada.
¿No ha sido justamente éste el devenir de las sociedades abiertas de occidente?
¿No es justamente el testimonio de una época que ha cesado y el de otra que
apenas luce comprensible a los ojos de sus intérpretes? Naturalmente el
problema dista de tener una sola manera de ser abordado, y dista de ser
clausurado. De esta suerte de cuestionamientos nacen preguntas que se formulan
no solo de carácter estético sino también ético, político y, por supuesto,
social. Valga la pena salvar a los personajes, pues desde ellos se visualizan
caminos para continuar nuestra exégesis, a no ser que éste sea otro delirio
hipermodernizado y liberado del siglo que corre…
Referencias:
1. Becker,
Howard (2011): Manual de escritura para científicos sociales. Siglo veintiuno
editores. Buenos Aires.
2. Garmendia,
Salvador (1977): Los pequeños seres / Los habitantes, pp 127-131, Monte Ávila
Editores, Caracas.
3. Moreno,
Alejandro (2006): El aro y la trama: episteme, modernidad y pueblo. Convivium
Press, Miami.
4. Simmel,
Georg (1974): “Metrópolis y vida mental”; en: La soledad del hombre. pp 99-119.
Monte Ávila Editores. Caracas.
5. Rebolledo,
Alejandro (2010): Pim Pam Pum, Ediciones Puntocero, Venezuela.