Muchos de los
que compartimos este momento histórico hemos tenido que llevar a cuestas varias
decepciones. La disolución de las utopías, la emergencia de los autoritarismos
corporativos, el surgimiento de la delincuencia como forma de ejercer el
pensamiento crítico, la pérdida de un horizonte claro como país y como
generación y la debacle de las aspiraciones de cada cuerpo político. Se conoce
como posmodernidad, más específicamente como posmodernidad negativa en cuanto
que la perspectiva vivida no es la que enaltece la concreción de libertades
individuales, el sueño hedonista y la razón sensible; no, la nuestra es una posmodernidad
que se hace tangible en la etapa liquida
de la instancia del hombre en sociedad (Bauman dixit).
No hay
institución, personalidad, sueño posible o busque usted otra entidad que
provoque un optimismo generalizado en la gente. Ni la figura de Bolívar se nos
hace intocable ya, pues la razón de Estado se ha valido de su figura,
pensamiento y letra. Lo que fuera una imagen con interpretación unívoca en la
actualidad nacional –figura intocable valga la pena mencionar– ha sido degradada
a excusa y chantaje para los desmanes del régimen que hoy está en el poder.
Es un periodo
extraño para nuestra nación, vivimos la crisis política más aciaga de nuestra
vida republicana y, además, hemos de acarrear las consecuencias del fin del
modelo rentista, que a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI pareció
ser la cura y causa de todos los males de la nación.
Nos
encontramos aquí. Es una crisis de identidad que puede llevarnos al pesimismo
de avizorar el fin del país como lo conocemos (como bien lo ha planteado el
Padre Alejandro Moreno) o, por el contrario, a ver en la misma crisis las
posibilidades por las cuales podemos encausar el pensamiento y la acción de
quienes hemos tomado por vocación reflexionar al país.
Y la ilusión
está a la vuelta de la esquina: ¡Sociólogos de Venezuela, uníos contra la
apatía y el cierre del pensamiento! Discúlpennos, pues aunque seamos
optimistas, no lo somos tanto. En el caso de la sociología –o al menos aquella
que se comienza a hacer institucionalmente desde 1956 en adelante con la
creación de la Escuela de Sociología y Antropología de la Universidad Central
de Venezuela– es muy poco lo que podamos aprender y aprehender como guía
teórica (y hasta espiritual) para la crisis que actualmente vivimos.
No pareciera
ser que la solución a nuestros problemas se encuentre en lo que la academia ha
plasmado en sus libros, artículos, entrevistas o tempranas enseñanzas. Al menos
no en el caso de la sociología venezolana.
Ha podido ser
visto en lo real, lo concreto de nuestras vidas. En nuestro caso somos
compradores y coleccionistas de libros. El área de la sociología venezolana ha
llamado nuestra atención desde el inicio de la carrera en el 2011, en parte por
la ausencia de autores venezolanos y en parte por la innegable impronta
marxista de la educación que aún se imparte en la universidad. Lo venezolano,
si es que existe, es mera referencia y reflejo del pensamiento europeo.
Con esto no
descubrimos nada nuevo. Ha sido el destino de nuestra disciplina desde su
inicio hasta entrado el siglo que corre. El caso es que en una de mis jornadas
de búsqueda de libros di con tres libros de tres de autores fundamentales de la
sociología nacional: El psicoanálisis:
discurso fundamental en la teoría social y la epistemología del siglo (1978)
de Jeannette Abouhamad; Razón y dominación:
contribución a la crítica de la ideología (1988) de Rigoberto Lanz; y Contribución a la crítica del marxismo
realmente existente: Verdad, ciencia y tecnología (1990) de Edgardo Lander.
Abouhamad, madre de la sociología venezolana; Lanz, precursor de la entrada de
las lecturas posmodernas en Venezuela; y Lander, uno de los grandes sociólogos
que aún quedan vivos y principal promotor del Programa de Cooperación
Interfacultades de la UCV. Todos venezolanos, todos como el testimonio de lo
que ha sido el paso de la modernidad por nuestro país.
Estudiantes y
profesores en la universidad venezolana de la segunda mitad del siglo XX, con
formación en algunas de las grandes potencias, no sólo económicas sino también
ideológicas de occidente (Abouhamad y Lanz hacen doctorados en París, Lander
culmina su pregrado en Harvard). Mucho
de lo que se puede conseguir hoy en producción sociológica en Venezuela se debe
en parte a la influencia de estos tres autores, pues sin lugar a dudas con ellos
la lectura marxista avanza rápidamente en el claustro universitario.
Si vamos a los
libros previamente mencionados podríamos rescatar los siguientes aspectos:
- Ponen a la sociología venezolana al día con las discusiones que se llevan a cabo en la Europa del momento de sus respectivas publicaciones. Abouhamad cita holgadamente a Althusser y a Lacan, ambos autores centrales hacia el cierre de la década de los 70s; Lanz a Marcuse, peaje obligatorio para la liberación del pensamiento crítico de su enclave soviético; Lander a Habermas, autor recurrente que cristaliza la misión moderna de mantener (aún) algún parámetro mínimo para la crítica y la construcción utópica.
- Unen sus discusiones con la necesidad de nivelar la teoría al campo de la práctica. Era suya la aspiración de lograr que las condiciones subjetivas de las que hablaban se convirtieran en certezas para el campo venezolano. Es decir: era necesaria la explicación de la verdadera y falsa consciencia para aspirar a la primera y arrojar al pensamiento venezolano hacia la segunda. Nada distinto al desarrollo teórico del marxismo más clásico.
- Hablamos de discusiones ajenas que, si bien tratan al lenguaje moderno como fin último, no tienen correlato alguno con la realidad específica de nuestro país. Entiéndase: la información sobre el venezolano era la que cierta modernidad marxista nacional les decía que era. Más allá de eso no hay el mínimo asomo o interés de tomar algún discurso que fuese ajeno al dogma racional-científico.
Son parte de
un primer canon sociológico venezolano. Hermenéutica marxista, ímpetu
anticapitalista e impronta crítica. Nadie puede negar hoy el impacto del
trabajo de la sociología que se teje desde estos autores; ahora bien, valdría
la pena preguntar cuál es la posibilidad real de situar sus teorías en el
contraste de la actual realidad nacional. Tres libros y tres autores, todos se desenvolvieron en un
país rentista que permitía mantener no sólo la aspiración del crecimiento
indetenible sino también el perenne flujo de dinero, la posibilidad de una
formación en el extranjero, el status de un profesor universitario, el
verdadero deseo de ver transformada la realidad a la manera que el catecismo
marxista así lo profetizaba.
¿Dónde
podríamos ubicar esas aspiraciones? ¿En el país que al día de hoy tiene a miles
de personas haciendo colas para comprar comida que ni se produce en el país? ¿En
el país donde el Estado decide quién es delincuente y quién no a partir de la
misma lógica del autoritarismo corporativo? ¿Proponiendo más control en la economía
más estatizada de la región? ¿En el país donde la gran mayoría de los consejos
comunales están tomados por delincuentes devenidos en personas comprometidas
con la revolución? ¿Teorizar dentro del marxismo a la Venezuela socialista? ¿Aún?
Debemos
grandes cosas a la sociología venezolana, pero una de ellas no es la perspectiva
histórica o la del hombre concreto (Unamuno dixit). Hago tamaña afirmación ante
la fiereza con la que la realidad devora la dignidad de las personas en este
país y lo insignificante, por no decir inútil, que ha resultado ser todo aquel
gran sistema teórico seguido por los autores que aquí mencionamos.
Pensábamos en
aquello cuando caminábamos con los libros recién comprados. Caminando en la
Plaza del Banco Central por la Esquina de Salas, veíamos el gran edificio del
Ministerio de Educación, su monumentalidad contrastaba con la otra imagen que
se hacía ante nosotros: diez muchachos, unos dentro de un basurero sacando los
desperdicios, otros afuera desgarrando las bolsas que quedaban o simplemente
esperando. Todos buscando el consuelo en la basura, en el desperdicio, en la
miseria. Hambre revolucionaria, consecuencia –¿accidental?– del advenimiento
del hombre nuevo en Venezuela.
Algunos
adjudicarán la responsabilidad a una política mal aplicada, otros a la
imperfección del pueblo venezolano. Ambas explicaciones están ancladas al
pesimismo moderno y a la priorización de las ideas sobre el mundo de los seres humanos.
Volvemos al
inicio. Es una crisis profunda la que vivimos, tan profunda que las grandes
enseñanzas de la ciencia social parecen quedar en desuso; han contraído esa
sutil condición que no es otra que la liviandad de las interpretaciones. No hay
una sola idea que se pueda mantener por sí sola cual profecía pre-Luterana, ni sistema
o teoría que sea inmune al paso del tiempo. Al menos todo el análisis que
optimistamente abrazó a la episteme moderna del siglo XX se encuentra hoy en
una gran diatriba.
El fin de la
utopía ha llegado. Lo concreto superó a la aspiración moderna. No es la muerte
de las ideas pero sí el resquebrajamiento de las mismas. ¿Hará falta buscar más
soluciones en la exterioridad de nuestro pueblo? Quizás. Sin embargo,
sospechamos que en el universo de otras interpretaciones daremos con varios
indicios necesarios para poder entablar un genuino diálogo con nuestro país y
sus realidades.
Supone ese el
reto de la reflexión sociológica que viene. Cotejar las aspiraciones de la
sociología con las ideas que se tejen a lo interno de Venezuela. Una verdadera
tarea a futuro: hacernos con nuestra historia y sus procesos para así contemplar
la posibilidad de una exégesis propia.
No es cosa del
otro mundo. Es cosa nuestra y de nosotros. Nada más y nada menos.