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Era un niño
rubio. Recuerdo que su cara era llamativa, no tendría más de 5 años y parecía
que fuese el sobreviviente de una guerra. Su abuela, Polonia, ha sido cliente
de nuestro restaurante por largo tiempo. Siempre me llamó la atención esas dos
personalidades, la del niño que siendo menor que yo tenía cara de refugiado y
la de la señora que sin importar la adversidad siempre estaría para resolver.
Ambos
iban a eso de las 12 del mediodía, Polonia pedía el almuerzo para llevar
mientras el niño jugaba al frente de la barra. Nadie jugaba con él pues tenía
la pinta del niño tremendo: inquieto, fastidioso, ruidoso e impertinente. Nadie
parecía prestarle atención al niño que más ruido hacía. Nadie quería voltear a
mirar hacia donde estaba el niño al que Polonia tanto regañaba.
Polonia
era su abuela. ¿Dónde estaba su mamá? ¿Dónde estaba el papá? ¿Polonia suplía a
los dos? Improbable, seguro detrás de ellos había una familia venezolana que a
todos nos ha tocado vivir. Lo que perturba del asunto siempre fue que ambos
venían de un barrio que quedaba debajo de un puente. En aquel ambiente el tráfico
y consumo de drogas era la regla. Los indigentes de toda la Avenida Baralt
recurrían a la satisfacción de sus vicios debajo de aquel puente. La gran
mayoría de los choros que hacían su vida entre La Candelaria y Bellas Artes residían
ahí.
Un
ambiente toxico que traduce la cara del niño: una vida de mierda como razón del
abandono. Un abandono de las instituciones y de las personas, la ley del Estado
no alcanza a las personas debajo del puente. Ellos son su propia ley. En pocos
años serán la ley de los demás.
El
niño crece y crece. Llega a los 11 años y no lo volvimos a ver. No acompañó más
a su abuela a comprar el almuerzo. Extraño por no decir atípico ver a Polonia
sin su nieto. ¿Dónde estaba el niño? Su abuela nos decía entre jocosa y entre
consternada que el muchacho andaba por la calle jodiendo con sus nuevos
amiguitos. El niño que no tuvo familia ahora se acerca a la otra entidad donde
se puede formar: la calle.
Una
sola ocasión lo volví a ver. Fue cuando el muchacho tenía 14 años. Cuando lo vi
fue él quien me reconoció. No pude creer que ese malandro haya sido aquel niño
inquieto. Lucía trasnochado, con la cara cortada y demacrada. Era alto, delgado
y con una voz que carraspeaba años de experiencia mal-ganada. No aparentaba los
14 años que decía tener. Sus ojos ya no dibujaban inocencia en su mirada; sus
ojos eran la marca de una triste experiencia vivida en la ciudad más peligrosa
del país.
“¡Epa
colombiano!”. Me saludó por el distintivo de mi padre. Lo saludé, le
pregunté que porque no había vuelto con su abuela y tan solo me respondió “Estoy en la chamba”. Nos despedimos y
fue la última vez que lo vi. Yo tampoco volví a trabajar a donde mis padres.
Dejé de frecuentar las caras de los clientes. Sin embargo, jamás olvidaría a
Polonia por su particular nombre y por su nieto, el niño que se mudó desde la
casa a la calle.
Hace dos años
tuvimos las últimas noticias del muchacho. Ya era un hombre, un delincuente que
tenía 30 muertos encima. Era el azote del barrio debajo del puente. Un azote de barrio con tan solo 18 años.
Tenía culebras en La Pastora, en Mecedores y Cotiza. Su abuela lo mandó a
Barcelona para que trabajara donde unos tíos y se alejara de aquel ambiente que
no le favorecía y donde estaba amenazado de muerte. Fue y regresó con más
problemas de los que se llevó. Se calmó por un tiempo aparentemente. Tenía un
nuevo trabajo, del cual nadie sabía con exactitud que hacía.
No sorprendió
a nadie. El muchacho se metió a colectivo. Coqueteó con la política. Sin
embargo su incursión revolucionaria no duró demasiado. Hace dos días fue
encontrado muerto con 40 balazos distribuidos entre la cara y el torso. Fue
ajusticiado en la esquina de su casa. Su último trabajo fue el de escolta.
Polonia no sabe a quién escoltaba el niño. Polonia no sabe lo que pasó. Tampoco
la veo desbastada. Ella sabía hacia donde iba encaminado el niño.
Al igual que
su nieto varios muchachos han tenido que vérselas con ese destino. La juventud
venezolana se debate entre dos opciones: una tumba a temprana edad o huir. Huir
del país, escapar de la desgarradora realidad que nos abraza, correr sin mirar
atrás. Despavoridos no sabemos que hacer al estar absortos ante tanta muerte y
desidia.
El país obvia
algo. Lo que no vemos es que estamos exigiéndole a nuestros jóvenes ser
maquinas. Bien sea maquinas para asesinar y destruir vidas o bien sea maquinas
insensibles e inhumanas cuyos sueños dan lo mismo que sus fracasos.
Algo anda mal
en Venezuela.
**
Me fui hace 5
años del país. Las primeras semanas me sentí a gusto, el trabajo que tuve en
Caracas exigía salir siempre a las 11 de la noche y el camino a mi casa era
peligroso. Recuerdo que los primeros dos meses de mi estancia en este país
fueron confortantes en ese sentido. Pude caminar de noche en una ciudad por
primera vez en mi vida. Por primera vez en mucho tiempo pude comprar mercado y
tuve vuelto. No tuve que hacer cola, ni nada. Pude experimentar aquello que se
conoce como poder sacar el celular en la calle sin el temor de que me robaran.
Estaba a
gusto. Mi familia me llamaba cada día de la semana y a medida que pasaba el
tiempo se me hacía un poco tedioso atender sus llamadas. No porque me causase
alguna molestia sino porque hablábamos de cosas que aún no sucedían. En sus
llamadas había cierta expectativa por saber de aquella nueva realidad que yo
vivía que hasta los momentos ni me absorbía ni se me presentaba tan
radicalmente distinta.
La comida si
me sabía distinta. Las arepas tenían una extraña ausencia de lo salado y el
café o era muy amargo o era muy dulce. Jamás en el punto exacto.
Más allá de
esos detalles la vida se me presentaba muy monótona. Poco sabía de Venezuela y
poco me interesaba recordar aquel infierno que tantas veces maldije. Ahora la
vida la hacía por mi cuenta sin ataduras en la familia. Ahora la vida, por
primera vez en 30 años, iba a comenzar.
Todo cambió
cuando vi un video cómico en la red y por un efímero instante deseé verlo con
mi hermana. Aquel momento me resulto súbitamente extraño y particular. Nunca
había deseado tener a mi hermana o a ningún familiar a mi lado. De hecho,
muchas veces maldecía el hecho de tener que compartir el baño con ella. No pude
analizar a profundidad aquella situación, quizá porque no quise o quizá porque
mi mente instantáneamente borró aquella pírrica nostalgia.
Intenté no
prestarle atención a aquello. Intenté canalizar mis días en el caminar por la
nueva ciudad que me acogió. Respirar el aire de una vida nocturna que me fue
negada en Venezuela. Sin embargo me fue sucediendo algo muy extraño: no había calle
que mirase que no me recordase a las extrañas bifurcaciones arquitectónicas de
Caracas.
Un día
mientras caminaba vi una construcción y en ella una edificio que prometía dar
un aire de nueva modernidad a la ciudad. Mi mente saltó inmediatamente al
recuerdo de aquel otro edificio que, idéntico al de mi nueva ciudad, hacía
juego con la anomalía arquitectónica que fue Chacao durante los 90s. Al entrar en los recuerdos de aquel edificio
vi una puerta. La puerta no estaba cerrada y cuando la abrí pude ver lo que
detrás de ella se escondía.
Me veía agarrado de la mano con mi primera
novia. Ambos, caminábamos por la ciudad y hablábamos de los problemas de
nuestra adolescencia: la muerte de Cayayo, lo increíblemente brutal que fue Pin Pan Pun, como el peo político
nacional nos sabía tan a mierda, entre tantas otras cosas. Ambos veíamos el
edificio y mirábamos a lo largo del valle y nos reíamos de lo espantosa que era
aquella ciudad, aquel adefesio que tan disconforme nos tenía.
Irónico resulta que una vez abierta esa puerta
pude darme cuenta de muchas cosas, entre ellas la inevitable realidad de la
falta que me hace Caracas. Pues de los pequeños imperfectos se hace el amor y
el amor por mi ciudad se me comenzó a hacer más latente cuando, irónicamente,
más recordaba lo engreído que fui cuando decidí apartarme de ella.
Los recuerdos
comenzaron a ser la base de mis pensamientos. He sedimentado mi presente en la
añoranza del pasado. La verdad es que aquello que en su momento me tomó por
sorpresa es ahora la ley de mis días. No hay instante en que no quiera
compartir lo más mínimo con aquellas personas que en su momento formaron parte
de mi vida. Desde los paseos en camioneticas hasta mirar por la ventana y ver
al Ávila hacia el norte. La montaña, esa única y gran certeza que siempre han
tenido todos los caraqueños, ya se esfumó de mi vida.
Yo me fui, pero el país sigue conmigo. Persiguiéndome, cuestionándome todos los días
si tomé la decisión correcta. Lo más triste de todo es saber si algún día
volveré. Quisiera reconfortarme con la idea de poder volver a la calle donde me
crié, ir a la casa del amor de mi vida y besarla, desayunar en Café Eduardo,
subir la montaña un domingo en la mañana y ver aquella ciudad de mis
pesares. Pero sé que no será así.
La vida del
inmigrante se va en desear aquello que ya no se tiene. Siento que mi generación
tuvo la desdicha de ser como el café que bebemos quienes estamos lejos de nuestras
tierras: jamás en nuestro punto exacto.
***
Siempre paso
por Miraflores para evitar la cola que se forma en El Silencio. Llego a la
Esquina Bolero y doblo hacia la derecha para pasar justo al frente de la sede
de gobierno. Continúo dos cuadras como si fuese hacia la Avenida Sucre para
luego cruzar a la izquierda y volver a mi ruta habitual. Paso por la parte
trasera del Liceo Fermín Toro y justo al frente de las escalinatas del El
Calvario. Todo ese recorrido para pasar luego por la Plaza O’Leary y luego
encaminarme hacia mi destino.
Desde junio
del 2013 hago este recorrido, me libra de la incesante tranca que se arma a
causa de la trampa de autos que es la Avenida Baralt en la hora pico. A medida
que he hecho este viaje me he dado cuenta de algo: la vigilancia y seguridad en
Miraflores ha ido en aumento. De unos 10 o 15 efectivos militares que hubo para
2013 al día de hoy este número asciende a unos 50 verdes, los cuales armados
con rifles y escopetas tienen un acompañamiento bastante singular.
Trincheras.
Trincheras que hasta hace dos semanas se ubicaban tan solo hacia el oeste y que
esta semana se han situado también hacia el este. Vale la pena recalcar que las
trincheras que se sitúan al oeste de Miraflores son más grandes y más
amplias que las trincheras que están del
este, las cuales no parecieran ser más que un parapeto.
¿Cuál será la
razón por la cual la sede de gobierno está atrincherada? Evidentemente estamos
en una guerra. ¿Por qué las trincheras que vienen del 23 de enero y de Catia
son más grandes que las trincheras que vienen de la Avenida Urdaneta? Porque el
ejecutivo no puede negar que un hipotético ataque vendrá de aquellos a quienes
tan bien armaron.
Vale recalcar,
no es una cuestión del oeste caraqueño única y exclusivamente, pues bien es
sabido que el tráfico de de armas en nuestro país es algo que en los últimos
años ha estado a la par con el aumento de la paranoia y los índices de
criminalidad. Quien hoy en Venezuela esté desarmado es o un “buen cristiano” o
un pelabola.
Y es que no es
una mentira o una atrocidad lo que aquí expongo. El potencial armamentístico
que reside tan solo en el 23 de enero es suficiente excusa como para que el
ejecutivo se declare en estado de alerta. Si así está el Estado, donde, como
diría Max Weber, reside el monopolio legítimo de la violencia, ¿cómo estarán
las personas que no tienen guardaespaldas, escoltas o pistola? ¿Cómo sobreviven
a la vorágine de violencia?
Hablar de
ciudadanía resulta cada vez más absurdo. Ya no somos ciudadanos. Somos todos
extranjeros. Somos todos potenciales sospechosos y culpables. Todos estamos a
la merced de un dedo acusador que no deja más que la incertidumbre de saber cuándo
será el día en que cualquiera de nosotros será señalado.
Es un país
extraño para muchos. Las calles no nos pertenecen. Nuestros amigos se han ido.
Varios negocios de años y años han cerrado. Mis vecinos han decidido irse del país.
No conozco a los que viven al lado y nunca los veo. Casi nunca salen y yo
tampoco. Lo único que ha sido regular ha sido hacer colas y aún así eso no
garantiza que quienes estén por delante y por detrás en un día lo continúen
estando a la jornada siguiente.
Amo a mi país
y amo a los seres extraños que hacemos vida en él, sin embargo siempre me
pregunto hasta cuando resistiré. Nunca me han robado. Nunca me han secuestrado.
Hasta los momentos mis seres queridos han permanecidos inmunes a la ola de
asesinatos que ha ido en aumento durante los últimos años. Aún así la
oportunidad de salir libre de esa ruleta rusa parece que se va haciendo más y
más pequeña.
Una gran parte
del país ha decidido dejar de pertenecer e irse. Otra gran parte del país está
en el transito socialista hacia una vida más miserable. Yo pertenezco a esa porción
de personas que busca razones y motivos para quedarse. Motivos para confiar, pertenecer, crecer y
aprender.
Parece un
absurdo querer buscar eso que parece que ya no se encuentra por ningún lado. Ahora
cada persona de este país vive con temor. Miedo de que en la esquina donde está
la cola se arme un saqueo. Temor de ir caminando y que unos motorizados pasen
robando a quien les dé la gana. Horror de ver las noticias de los linchamientos
y ajusticiamientos. Pánico al llegar a la casa y enterarte de que algo malo le
pasó a una persona allegada.
Quizá el
gobierno sienta lo mismo, eso puede explicar las trincheras. Muy parecido a
muchos de nosotros el gobierno también está en búsqueda de alguna excusa para
quedarse. Su proyecto revolucionario, argumentan ellos, no ha concluido. No se
ha robado lo suficiente, ni se han asesinado las suficientes personas y tampoco
ha habido tanto malestar social como para que ellos consideren dar por
terminada su estancia en el poder. Las colas, los linchamientos y la escasez
son simples detalles.
Y puede
resultar que la cuestión se resuma a una escena de película western, en donde antes
de batirse en duelo uno de los dos sujetos evoque el típico: “Este pueblo es muy pequeño para que estemos
los dos”. Con la gran diferencia de que este duelo se mide el que se
puede atrincherar y armarse hasta los dientes contra el pobre pendejo cuya
única esperanza es que algún día las cosas mejoren. Que algún día la vida deje
de valer mierda.
Mientras
tanto, la gente se va, los cadáveres no son escasos y la decadencia es el eco
de varias generaciones. Aún así, y después de tanto pesar, muchos nos
preguntamos… ¿y cómo coño arreglamos esta
vaina?