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En el 2013 hice
un viaje al sur de Venezuela. En dicho viaje tuve la oportunidad de hablar con
una persona de unos sesenta años. Demacrado por una enfermedad, este señor era un anciano, un despojo. Sus arrugas denotaban más experiencia y más sabiduría
de la que los simples números de su edad pudiesen hablar.
Hablando sobre
la situación que ya atravesaba Venezuela en aquel entonces, el anciano dijo
algo que siempre guardaré en mi memoria, algo que en definitiva me marcó. El
hombre argumentaba que lo que a nosotros nos hacía falta, en realidad, no era
otra cosa más que una guerra. Todo ello surgía a raíz de la polarización que él
veía, de la violencia asesina que ya era el pan nuestro de cada día para ese
momento.
Para el anciano
era vital que hubiese un desenlace, una conclusión para nuestro problema. El
caso de Alemania en la Segunda Guerra Mundial era referente para él, ya que,
era innegable, la guerra ayudó a refundar a Alemania en la potencia mundial que
es en la actualidad. Decía el señor que quizás, con un poco de suerte y un poco
de esfuerzo, luego de una gran confrontación nacional podríamos volver a surgir
cual ave Fenix de nuestras cenizas. Podríamos resetear los años vividos, la
actualidad, y vivir de un nuevo comienzo, de una nueva ilusión de armonía.
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Esta idea podrá
parecer una locura, una simple excentricidad producto de una vejez mal llevada.
Lo cierto es que no es así, lo cierto es que más de una persona en el
territorio nacional deseaba que sucediese lo mismo. Mujeres, hombres, jóvenes,
personas sin distingo de clase o credo: una importante capa de la población
venezolana deseó siempre que hubiese una guerra, que pudiésemos de una vez por
todas ver el desenlace de una situación que se había alargado demasiado, que ha
languidecido en esta terrible calamidad.
Lo que el
anciano no sabía y lo que muchos venezolanos parecen desconocer es el hecho de
que Venezuela vivía día a día distintos tipos de desenlaces. Desde el comienzo
de la revolución ha habido una guerra no declarada, una suerte de beligerancia
en la que una y otra vez el Estado planteaba una estrategia, se valía del
dinero y de las armas para afrontar la situación y vendía su victoria como la
reivindicación de todas las injusticias de la humanidad –cuando en realidad se
trataba de la reivindicación del poder por el poder mismo.
El poder, así,
emprendió una lucha para sostenerse de manera indefinida. Una lucha que ha
costado vidas, familias, historias y nuestra propia identidad. No hubo una
guerra, pero vivimos una. La población huyendo en el territorio y fuera de él,
lo militares en posiciones claves, potencias extranjeras tras nuestras
riquezas, parte del territorio ocupado, la indolencia del gobierno y terrorismo
de Estado. Sin quererlo deseamos algo que en definitiva terminó cumpliéndose. Los
muertos no pueden hablar, habrá dolores que jamás podrán sanar. El recuerdo de
los días rojos jamás podrá pasar como algo normal, como una cosa que no nos
marcó.
Es imposible
obviar el desastre. Será difícil olvidar la huella de esa furia violenta que
nos arruinó y arrojó a la más oscura de nuestras horas.
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Hoy, desde el
exterior, se pregona un discurso que supone lo contrario a lo que el anciano de
aquel 2013 comentaba. Al parecer, se ha vuelto de interés global que en
Venezuela no haya un conflicto armado. Hay temor, comprensible, a que haya una
intervención, una invasión que desde el extranjero socave las bases de nuestra
cultura, de nuestra sociedad y nuestras instituciones.
Todos quieren
paz. La paz como lugar común, vaciado de sentido. La dictadura ha asesinado,
violado derechos humanos, encarcelado a sus adversarios y mandado al exilio a
un número importante de venezolanos. El mundo exige de nosotros una sensación
de normalidad que en definitiva perpetúe a Maduro en el poder, que alargue las
condiciones de desigualdad que reinan a lo interno del país.
Hay temor
anti-imperialista, cuando ya en el país hay rusos y chinos. Se nos pide que
demos solución a la crisis, cuando nuestro problema no tiene solución interna.
Hay temor al derramamiento de sangre, cuando miles han muerto a causa de la violencia
asesina. Hay temor por desplazamientos masivos, cuando ya contamos con casi
cuatro millones de venezolanos en el exterior. Hay temor a que suceda algo,
cuando ya ha sucedido lo inimaginable, lo abominable.
El mundo nos
habla como intentando prevenir algo, como intentando enseñarnos, hacernos
comprender nuestro propio infierno. No comprende el mundo que ya somos
desplazados, refugiados, sobrevivientes. No comprende el mundo que ya nosotros
entendemos nuestra situación, que ya sabemos la miserable circunstancia que
vivimos, que ya han muerto amigos, que ya se han roto familias, que ya no
volveremos a la inocencia de antes. No comprende el mundo que ya hay guerra y
que ya estamos despedazados.
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No logran
entendernos pues nunca nos han preguntado, honestamente, qué nos ha sucedido, cómo hemos llegado a esto.
Si tan solo alguien pudiese escucharnos, aunque sea una vez.