Nunca he sido un tipo patriotero.
Tampoco creo que lo vaya a ser. Eso de ser hijo de inmigrantes hace que uno sea
ciudadano de dos mundos: jamás ganado plenamente al país de origen ni del todo
consciente del país que se vive. Es necesario traer a colación esta ambigüedad
a la luz de los nacionalismos que se alzan a nivel global, que no son más que
anacronismos políticos que van subiendo ante la innegable crisis de las
democracias occidentales.
Venezuela
no es la excepción. No en vano vemos una gran masa de jóvenes en pleno año 2016
reuniéndose para añorar al dictador Marcos Pérez Jiménez, en aras de enaltecer a
la Venezuela de la década de los 50s –que si algo de historia se sabe, no es
más que la imagen de Caracas como perla del régimen en contraste con un país
abrumado por la pobreza y el abandono.
El
neo-perezjimenismo se ha propuesto asumir una gran cantidad de consignas
conservadoras, muchas de las cuales llegaron a servir como sostén ideológico a
los totalitarismos más férreos que conociera el siglo XX. Tienen especial
énfasis al referirse con reiteración hacia la problemática migratoria, en
especial con aquellos que vienen de la misma latinoamericanidad. De igual forma
tienen especial saña a la hora de evaluar cualquier posibilidad de disenso
dentro de su ideario político: tanto la libertad del hombre, como el
rescate por la igualdad en la humanidad son
credos anti-tradicionales, consignas ajenas al país que ellos intentan
rescatar.
Indagar
en esa extraña noción de país que intentan salvar será cuestión de otra
oportunidad. Lo que aquí intento hacer ver es cómo el arrojo hacia los
nacionalismos no va siendo solo maña de los alemanes, austriacos o húngaros del
siglo XXI. Por el contrario, estamos asistiendo a un desencantamiento globalizado
de la idea de democracia y todo lo que ella representa. Similar al escenario
que germinó al chavismo originario: la antipolítica es la bandera de muchos de
estos nacionalistas, así como también de los otros grandes enemigos que ha
tenido la democracia a lo largo de su existencia.
Dicho
esto quisiera comentar brevemente sobre el nuevo individuo político que ha
surgido producto de este ambiente. Hablo de la persona que se asume más allá de la discusión política, que
se asume con una suerte de superioridad buena
onda que le permite desechar la urgencia de discutir los problemas que se
viven diariamente. La gente cool que
ha vivido, coexiste y convive con el chavismo y cualquier otra forma de
negación de lo otro.
Son la clase
de personas que ante la aparente inutilidad de la discusión política (ellos
mismos son gestores de tal juicio) van formando su opinión desde la no-opinión:
se arrojan voluntariamente a una postura donde para ellos –lectura ultra
personalizada– las cosas no están tan mal ni son dignas de ser nombradas; todo en
la medida de que la realidad otra, casi desconocida, voluntariamente ignorada,
no se inmiscuya en su dinámica cotidiana. Todo arrojado al gusto y todo
arrojado al momento. Grandes teóricos de la estética, terribles alcahuetes de
los desmanes.
Casi
como los personajes de los que nos habla Tomás Straka en su ensayo “La larga tristeza”
contenido en el libro La república
fragmentada (2015). Son individuos que parecen accidentados al verse
relacionados con su comunidad de sentido. Personas que en el cenit de la globalización
eligen las posturas menos elaboradas, siempre enmarcadas en el camino de la
comodidad política para así ejercer la antipolítica –sin importar que eso tenga
implicaciones en la vida y los núcleos sociales de los que según ellos son unos
pobres amargados.
Son estos
personajes los que se enaltecen por estar fuera del país –al menos en un nivel
de consciencia. Ellos, por encima de la accidentalidad de sus pares. Más allá
de la vida miserable que para muchos (pero no para ellos) está siendo impuesta.
Son
casi el polo opuesto al nacionalismo anacrónico. Pues mientras el segundo se
aferra al pasado inexistente, los chicos
cool se arrojan a la nada promisoria. Lo que éstos parecen ignorar –de
nuevo, voluntariamente– es que entre el inexistente pasado y la promisoria nada
no existe una distancia tan larga ni una diferencia irreconciliable.
Ambas
posturas se dan la mano casi sin quererlo. Coquetean, van haciendo su discurso desde las
interpretaciones más cómodas que se puedan tener al respecto de nuestro país.
Vamos desde el perezjimenista que exige que sea el barrio el que encienda a la
nación en una rebelión que haga renacer al nuevo Marcos Evangelista o Hugo Rafael, hasta el
chico cool que va viajando por todo el mundo argumentando que lo vivido en
Venezuela no fue, ni ha sido, ni será una verdadera experiencia socialista.
Los
típicos tarados que en una seria indolencia social argumentan que no se van de
Venezuela por la “supuesta” crisis que vivimos. Por el contrario, se van puesto
así siempre lo quisieron, era una misión de vida. Es decir, estuvo entre ceja y
ceja emigrar aún cuando la renta petrolera permitía subsidiar el disimulo más
grande de nuestra historia.
Su verdad
histórica bien podría ser que nunca han querido estar aquí. Quizás por eso han
servido como claros interlocutores de la ideología chavista, con la práctica cuasi-delincuencial
que emana desde el Estado como la negación definitiva de la deliberación y la
interpretación crítica. Prefieren, casi en cuestión de un latido, hablar de la
realidad externa, de cualquier proceso o personalidad política que se haya
vuelto viral en su red social de predilección. Lo de afuera siempre más válido
y menos ladilla que lo venezolano.
Son
las personas que, junto a la incapacidad de los demócratas, han permitido el
ascenso de los fascismos, los socialismos reales y las dictaduras variopintas. Es
la peor forma de imbuirse en lo político, en la nación y, en sí, en la vida.
Pues la postura de la no-postura, la voluntad de no darse por enterados, deja a
estas individualidades ante la terrible verdad de encontrarse como responsables
de la fatalidad con la cual muchos se encuentran en los hospitales, en las
calles y en sus propias casas.
Cerremos
esta descarga intentando no sucumbir jamás ante estas dos fuerzas. Y si en caso
de que lo vayamos a hacer, intentemos que nuestras vidas estén a la altura.
Procuremos, por la dignidad de los que eligen entre el avión y el ataúd, que
seamos recordados con más pena que gloria... si es que acaso eso llega a significar
algo para alguien en la tormenta que se aproxima.