Bien
sabemos al día de hoy la preponderancia del lenguaje para la aproximación de
cualquier estudio sobre lo social. Sea desde un enfoque lingüístico, como desde
un enfoque político, pasando por el discurso técnico como por el discurso
poético. Desde Wittgenstein y Heidegger hasta nuestros días, cualquier interés
de investigación social debe tener un mínimo de preocupación por el cómo
expresamos las realidades que estudiamos (o como esas realidades por sí mismas
se expresan).
En
la actualidad es imposible escapar al lugar común establecido desde el giro
lingüístico: el lenguaje y el discurso son productos socio-culturales por
excelencia[1].
Entendemos por esto entonces que cualquier conocimiento que emerja de una
sociedad específica cuenta con la primacía de ser un conocimiento legitimado
por el lenguaje y esparcido a través del discurso. Parte de los esfuerzos
sociológicos de la contemporaneidad se centran en la comprensión del sentido
que se ve expreso en las palabras y modismos propios de las sociedades
contemporáneas.
El
sentido que se busque dependerá del investigador que, en consonancia con todo
este nuevo devenir de la ciencia, ejerce el papel de intérprete. Todo el
sentido que emana de las sociedades es una interpretación que se tiene de la
vida y, precisamente, como hay diversas interpretaciones, el esfuerzo de la
investigación sociológica debe valerse de un ethos democrático y democratizador
de los distintos discursos que conviven en la sociedad[2].
En
ese sentido el interpretar nos une a la tradición hermenéutica que se entreteje
desde Schleiermacher hasta nuestros días. Haciendo una lectura más
contemporánea nos correspondería enmarcar esta tradición en dos importantes
polos: el de la hermenéutica metodista y el de la hermenéutica ontológica. La
primera es la llevada por Wilhelm Dilthey (1833-1911) y Paul Ricoeur
(1913-2005), la segunda por Hans-Georg Gadamer (1900-2002). Los dos últimos
autores se remontan a las reflexiones que el filosofo Martin Heidegger
(1889-1976) hizo sobre el humanismo y su manera de aproximarse al hombre.
La
demanda de Heidegger se cierne sobre la tecnificación del conocimiento
humanista, que al tomar para sí métodos parecidos a los de las ciencias
naturales, fungía una desvirtuación del ser
de la existencia. En lenguaje filosófico podríamos decir que lo que
Heidegger reclama es la reducción del ser a ente, lo que para el lenguaje
sociológico no sería otra cosa que la reducción del individuo a objeto
cosificado. La gran palanca que hace esto posible es la excesiva importancia
que la reflexión científica dio al método desde la Ilustración en adelante.
Siendo
así, podemos decir que Heidegger no quería tener nada que ver con el método ni
con la tecnificación de la vida que se funda parcialmente con Descartes y
Bacon. Su postura lo lleva a encontrarse con Wilhelm Dilthey, autor que retrae
la discusión hermenéutica sobre los estudios de ciencias sociales y
precisamente habla de la hermenéutica como el método propio de las ciencias del
espíritu[3].
Para tal tarea la hermenéutica debía liberarse de su herencia dogmática,
enfrascada única y exclusivamente en el estudio de textos religiosos. Podemos
decir entonces que Dilthey pone la piedra fundacional para el estudio
hermenéutico –así como para cualquier estudio que se pretendía alterno a la
hegemonía positivista de finales del siglo XIX[4].
Paul Ricoeur sigue a Dilthey en la medida de que también defiende la noción de hermenéutica
como metodología; en ambos es plausible una de las grandes pretensiones de
algunas hermenéuticas contemporáneas: la búsqueda por el verdadero sentido.
Ricoeur
va en la misma dirección de Dilthey y ve posible el sentido verdadero de la
acción[5].
¿Cómo se puede llegar a ese sentido verdadero? Únicamente a través de un método
que brinde la posibilidad de acercarnos lo más que podamos hacia las
intenciones del autor. Decimos autor pues Ricoeur tratará todo lo interpretable
como texto. En esa misma dirección,
si todo es lenguaje y discurso, y toda el habla es un acto social, hace que
todo sea equiparable a un texto. Y como buen texto, cualquier realidad debe ser
bien leída y bien interpretada.
Gadamer
por su parte nos dirá que la hermenéutica no puede ser reducida a un método,
pues de tal manera no se hace la separación debida de la pretensión objetivista
que es explicita en el positivismo. Gadamer va en la misma dirección que
Heidegger al sospechar de cualquier método en cuanto su capacidad de reducir la
realidad a objeto. La propuesta de Gadamer girará en torno a una hermenéutica
ontológica, en tanto que la hermenéutica no es equiparable a un método
específico para una disciplina dada[6].
No, la hermenéutica es más bien la condición del individuo en sociedad en la
medida que está en constante interpretación y reinterpretación de lo que conoce
y vive, acciones las cuales se dan de entrada en el mundo del lenguaje y el
discurso.
Es
una capacidad del ser humano, no un método o instrumento de investigación; es
su condición en el mundo, no es algún invento científico[7]. Todo
es interpretable, bien sea una canción,
una pintura, el desempeño de un doctor en una cirugía, una tendencia en la
vestimenta de los jóvenes, entre otros. Lo interesante de la postura de Gadamer
es que cualquier interpretación es válida en cuanto forma parte del mismo
devenir de la vida; si se coartase la interpretación de los individuos y se
intentase reducir a interpretaciones válidas y erróneas quizá se corra el
riesgo de recurrir a verdades universales y leyes generales, ambas unidades de
análisis del positivismo y cualquier epistemología con intencionalidad
totalitaria.
Claro
está, la postura de Gadamer se fundamenta en dos ejemplos históricos: el arte y
la tradición. El sentido del arte para el autor no es medible ni se encuentra
únicamente en la visión del autor de la obra, también el que sirve de receptor
a la obra de arte cumple un papel de vital importancia. He ahí lo importante de
la metáfora de la fusión de horizontes hermenéuticos en Gadamer, en la medida
de que tanto autor como receptor se vuelven participes de la interpretación que
emane del encuentro de ambos puntos de vista. Sus puntos de vista se encuentran
y hacen juego con el sentido de la obra, que cambia y se transforma en el
constante dialogar de ambos actores.
Con
la tradición será más fuerte la apuesta de Gadamer[8] y
es aquí donde nuestro interés aumenta si contextualizamos parte de lo hasta
aquí expuesto con algunas de las discusiones que se dan en el terreno
antropológico. Sabemos que la tradición es de vital importancia en la cultura,
elemento esencial para cualquier disciplina avocada a lo social. Si vamos a la
conceptualización que hace Clifford Geertz de la cultura veremos que se habla
de una urdimbre de tramas de significaciones[9].
Por su parte Denys Cuche nos hablará de que no hay cultura sin significaciones
por su parte[10].
A nuestro entender, y siguiendo parte de las primeras reflexiones que viene de
ambos autores, el sostén de la mayoría de las significaciones, que emanan de
una cultura dada, se sitúa en las tradiciones que conforman a la misma.
Difícilmente podamos encontrar alguna cultura que no tenga en sí tradiciones,
costumbres o rituales que den sentido a parte de sus prácticas diarias.
Lo
interesante del asunto reposa sobre el hecho de que parte de estas tradiciones
pasan desapercibidas por quienes las practican. Eso sucede por la experiencia
total que es la cultura para la persona: forma al individuo, lo configura de
cierta manera y le brinda las posibilidades de conocer, hacer y ejercer el
vivir. Claro está, esto no hace al individuo un simple replicador de la
cultura; todo lo contrario, el individuo tiene la capacidad de reformar la
cultura y de irla cambiando en la medida que, precisamente, va interpretando y
reinterpretando el mundo que vive. Crucial en este punto es entender que la
tradición es el punto de partida para la interpretación, ya que se sirve de lo
que Gadamer denominó como el prejuicio, que no es otra cosa que aquello que
corresponde a la particularidad histórica de la que venimos y en la cual
vivimos[11].
Evidentemente
si hablamos de prejuicios a la luz de la razón moderna la carga valorativa que
tiende a usarse es la que heredamos de la tradición positivista, donde los
prejuicios no eran más que obstáculos en el camino para lograr un estudio
depurado del hecho social. Nos comentará Gadamer que esta tendencia a clausurar
el mundo del prejuicio es a su vez el cierre de la cultura en cuanto a un
conjunto de ideas que van dando sentido al mundo del hombre en sociedad. He ahí
un punto neurálgico para cualquier discusión contemporánea, y es que la
cultura, conformada por la tradición y por el prejuicio, parece verse
seriamente amenazada con el incipiente mundo racional moderno.
En
el caso de nuestro interés práctico podemos ver este ejemplo en el
desenvolvimiento histórico de la ciudad de Caracas. Varios autores se dan la
tarea de reflexionar en torno al convulsivo cambio que tuvo la ciudad desde la
llegada de la modernidad, manifestada no sólo desde el cambio estético de la
ciudad sino también desde el cómo se constituía en el lenguaje la configuración
y el desenvolvimiento de las personas en el nuevo modelo de ciudad.
Esa
nueva ciudad tiene a 1945 como fecha de nacimiento[12].
Autores como Aquiles Nazoa, Mariano Picón Salas, Enrique Bernardo Núñez, entre
otros, hablarán de esa fecha para exponer el cambio que surge de un modelo de
ciudad con respecto a otro. Se hablará precisamente del cambio de palabras
entre la vieja ciudad y la nueva ciudad[13]:
en lugar de hablar de casas se habla de quintas, en lugar de hablar de
boulevard se habla de avenida, en lugar de hablar de caminerías se habla de
autopistas. Es un cambio dirigido a acondicionar a la vieja ciudad al ritmo de
vida que surge gracias al nuevo dios de la economía venezolana: el petróleo.
Con
el petróleo grandes compañías y transnacionales ponen sus ojos sobre Venezuela.
No en vano Estados Unidos reafirma su alianza comercial con Venezuela al final
de la Segunda Guerra Mundial y el american
way of life busca imponerse en la identidad cultural de un país que, a
palabras de Picón Salas, entraba al siglo XX con la muerte de Juan Vicente
Gómez. La ciudad que vive la muerte del dictador es diferente a la ciudad que
es pensada por los intelectuales arriba mencionados. La primera era una ciudad
pequeña, aún anclada a su arquitectura clásica y pensada para el peatón; la
segunda es una ciudad para el automóvil, una ciudad con aspiraciones de
expansión.
Valdría
la pena preguntarnos: ¿Cuál es esa vieja ciudad? La ciudad de la que hablamos
es la ciudad de la retícula, de la plaza, el patio y la esquina[14].
Para el escritor y arquitecto Federico Vegas era una ciudad con una identidad
uniforme que brindaba cierto arraigo a sus ciudadanos y cuyo sentido era claro
en la medida que refería a nuestra innegable tradición hispánica. La
constitución de Caracas en sus primeros planos nos permiten ver la construcción
de una ciudad de cuadras ordenas alrededor de una Plaza Mayor, donde al frente
de la misma se levantaba la primera iglesia de toda la ciudad –lo que hoy en
día vendría a ser la Catedral de Caracas.
Esa
ciudad fue parcialmente demolida. El testimonio de José Ignacio Cabrujas[15]
al respecto es revelador en la medida que nos habla de una ciudad completamente
vejada de su tradición. A partir de la pretensión moderna, la ciudad se ve en
el aprieto de buscarse una suerte de identidad que no le corresponde o que
simplemente no le es propia. En ese sentido retraemos la discusión a lo
discutido por Gadamer en tanto que nos resulta imposible concebir la cultura
sin tradición. Siendo esto de tal manera emerge lo que para algunos autores ha
sido centro de análisis desde los años 80s en adelante: el desencuentro entre
el mundo-de-vida moderno y las particularidades históricas que conviven en el
territorio venezolano.
Eso
que fuimos y ya no somos es objeto de interés de muchos intelectuales. La
añoranza se vuelve un lugar común, la vieja ciudad que perdieron es el símbolo
del cambio al que Venezuela está siendo sometida. Se cambia la ciudad de
arraigo hispánico por la ciudad de arraigo moderno (con acento estadounidense,
sobre todo)[16].
La pérdida de esa vieja ciudad se va manifestando en el cambio constante que
lleva a la ciudad a moverse cada vez más hacia el este[17],
lo que hace que Caracas se transforme en una ciudad de realidades paralelas,
realidades sin conexión alguna y sin aparente relación entre sí.
La
metáfora de Federico Vegas habla por sí sola: la Caracas moderna es una ciudad
sin lengua. Al hacer esta referencia el autor no pretende decir que la ciudad
no tiene manera de expresarse; todo lo contrario, siempre como realidad
histórica la ciudad ha sabido expresar sus distintos momentos bien sea a través
de sus construcciones, de sus esquinas, de sus iglesias, de sus edificios
emblemáticos, entre otros. Al hablar de una ciudad sin lengua se habla de la
ausencia de la lengua madre, el castellano. Es toda una metáfora con respecto a
la cultura y nuestro arraigo hacia ella.
La
modernidad arrasó con nuestra lengua y nos dejó sin tradición aparente con la
cual dar sentido al mundo. Vale la pena entonces cuestionar parte de los
supuestos que sostienen un armonioso paso del mundo tradicional al mundo
moderno enfocándolo, por supuesto, en el caso venezolano que aquí presentamos.
Si la modernidad fue tan definitiva según nuestros hombres de ciencias, ¿por
qué tenemos a los literatos en una oposición hacia el acervo moderno? ¿Qué hace
que estos hombres se cuestionen los incuestionables beneficios urbanísticos de
la modernidad? ¿Hacia dónde apuntaría el análisis a la vista de una ciudad que
avanzó definitivamente no sólo hacia el este sino también hacia el sur y hacia
oeste? ¿La ciudad perdió en su totalidad esa cultura que sirvió de punto de
partida para las primeras críticas que se hacen del pensamiento moderno? Ante
esto último podríamos responder que no, aún la ciudad vieja se mantiene. Basta
con visitar el centro de la ciudad y ver parte de la Plaza Bolívar; ir a La
Pastora y viajar en el tiempo con el remanente colonial que ahí persiste. Y así
como en el caso de Caracas sucede en el caso de muchas de las grandes ciudades
el país. Esto pone en entredicho todo aquello que se ha constituido desde el
análisis de Vegas y de parte de muchos autores que consideran lineal el paso de
una ciudad tradicional a una moderna.
Tal
análisis es necesario pero corto en la medida que la tradición jamás abandonó
en su totalidad a la cultura venezolana. Repetimos y seguimos a Alejandro
Moreno: hay un desencuentro de mundos en el país, que a nuestra manera de ver
se manifiesta en la constitución de Caracas. Si nos vamos hacia la teorización
que hace Alejandro Moreno de nuestro país veremos que en nuestro territorio
conviven distintos mundos de vida[18],
esto es importante decirlo a la luz de una realidad ineludible: el mundo de
vida moderno no absorbió en su totalidad a la venezolanidad que, al menos para
Moreno, se manifiesta en el mundo de vida popular.
Para
cerrar, la ciudad es muestra del conflicto que la modernidad trajo consigo. Ni
la tradición fue completamente borrada y tampoco la modernidad se impuso
totalmente. En la tensión de ambas tendencias se ha construido la ciudad que
hoy vivimos que aún nos resulta tan necesitada de constantes interpretaciones,
siempre teniendo en mente la teorización de Gadamer: sin olvidar que la
tradición y el prejuicio –quizá expresado en la nostalgia de los literatos- dan
luz para entender de dónde venimos. Ambos elementos, necesarios, en fin, para
comprender la cultura que nos hace y que hacemos.
[1]
“Antes, se precisa reconocer la importancia crítica del lenguaje, el cual es un
producto sociocultural. Y es que no hay pensamiento sin algún tipo de símbolos,
pues, aquél es, en cierto sentido, semejante a un ordenador: puede tener la
estructura (el hardware) en perfecto estado, pero si carece de un orden
simbólico (lenguaje) para operar resulta inútil. De este modo, podemos decir
que el cerebro del individuo puede estar genéticamente intacto, pero si carece
de un lenguaje adquirido, el proceso de pensamiento resulta imposible. Enunciar
‘pienso, luego existo’, supone un lenguaje previo a enunciarlo. Llegados aquí,
está de más recordar que el lenguaje se adquiere por medio de procesos de
socialización que suponen la sociabilidad humana.” (Seoane en Larrique, 2007:
70 )
[2]
Vale la pena citar al profesor Javier B. Seoane C. y su disertación sobre el
cientista social dialógico y la demanda por una práctica ética por parte del
investigador: “El cientista social
dialógico no se monta sobre el ideal de la neutralidad axiológica como tampoco
sobre la convicción de compromisos misionales. Su orientación axiológica apunta
hacia las éticas del discurso y de la acción comunicativa, hacia aquellos
intentos prácticos por establecer y facilitar un diálogo lo menos asimétrico
posible entre actores implicados e interesados en la resolución de conflictos y
la definición de determinadas estrategias y políticas a seguir en un contexto
dado. Si se quiere, bien se podría decir que este tipo de profesional está
impregnado de un ethos democrático abierto a la
diversidad y reconocimiento de la otredad. Para este cientista, el saber
tampoco resulta un fin en sí mismo, sino un medio en la creación de acuerdos y
sentidos sociales.” (Seoane, 2009)
[3]
Importante destacar la noción de ciencias del espíritu que en cierta medida
funda Dilthey. Las mismas se supone debían ir hacia el estudio de lo subjetivo,
elemento que cualquier estudio de corte positivista deja de lado en nombre de
la tan buscada objetividad. No en vano dirá Dilthey que las ciencias del
espíritu debían buscar su sentido en el comprender (Verstehen), a diferencia de
las ciencias naturales cuyo único sentido se encuentra en el explicar
(Erklärung). La comprensión así exige algo más que el simple explicar: exige la
penetración del sentido de los hombres en los distintos ámbitos donde el mismo
se manifieste. Sabemos al día de hoy que tal separación es puesta en entredicho
por Anthony Giddens, sin embargo es importante retomarla para lo que fue el
inicio de la tradición hermenéutica de las ciencias sociales.
[4]
Dilthey viene de la escuela histórica para luego destruir sus presupuestos por
responder al positivismo. Así mismo buscó dotar de una base científica propia a
las ciencias del espíritu, búsqueda que lo lleva a uno de los fundamentos de su
teorización: la existencia de interpretaciones válidas. Dilthey así apunta a la
dirección de la búsqueda del verdadero sentido por medio de una búsqueda
metodológica, distinta a la de las ciencias naturales, pero metodológica al fin. (Maceiras y
Trebolle, 1990: 39)
[5]
“(…) Ricoeur declaró siempre que él no quiere renunciar de ninguna manera a la
aproximación metodológica, pero podemos preguntarnos si él resolvió realmente
los problemas metodológicos que le reprochaba a Heidegger (e indirectamente a
Gadamer) de haberlos abandonado. En efecto, donde Ricoeur jamás respondió a los
dilemas propiamente metodológicos de las ciencias humanas, evocados más arriba:
‘¿Cómo dar un órganon a la exégesis, es decir a la inteligencia de los textos?
¿Cómo fundar las ciencias históricas de cara a las ciencias de la naturaleza?
¿Cómo arbitrar el conflicto de las interpretaciones rivales?’ ¿Ricoeur
realmente aportó una solución a estas dificultades? Esto no es seguro. Su
hermenéutica quedaría así más fenomenológica que metodológica, en todo caso
menos metodológica, que lo que él quiso admitir (lo que realmente no es
necesariamente una catástrofe).”(Grondin en Navia y Rodríguez, 2010: 40-41)
[6]
“Desde el romanticismo ya no cabe
pensar como si los conceptos de la interpretación acudiesen a la comprensión,
atraídos según las necesidades desde un reservorio lingüístico en el que se
encontrarían ya dispuestos, en el caso de que la comprensión no sea inmediata. Por el contrario, el lenguaje es el medio universal en el que se realiza
la comprensión misma. La forma de realización de la comprensión es la
interpretación. Esta
constatación no quiere decir que no exista el problema particular de la
expresión. La diferencia entre el lenguaje de un texto y el de su intérprete, o
la falla que separa al traductor de su original, no es en modo alguno una
cuestión secundaria. Todo lo contrario, los problemas de la expresión
lingüística son en realidad problemas de la comprensión. Todo comprender es
interpretar, y toda interpretación se
desarrolla en el medio de un lenguaje que
pretende dejar hablar al objeto y es al mismo tiempo el lenguaje propio de su
intérprete.” (Gadamer, 2007: 467)
[7]
“A riesgo de simplificar, podemos decir que el enemigo de Gadamer es la
‘conciencia metodológica’ que considera la comprensión y la interpretación
(términos, a fin de cuentas, que Gadamer no distingue apenas, interesándose
finalmente más por la primera que por la segunda) como operaciones cuya
objetividad dependería solamente de su sumisión a reglas estrictas. Gadamer
está aquí contra la idea científica de objetivación, que olvida que el sentido
comprendido concierne de un modo más cercano a aquel que de hecho tiene la
experiencia.” (Grondin en Navia y Rodríguez, 2010: 32)
[8]
“La realidad de las costumbres es y sigue siendo ampliamente algo válido por
tradición y procedencia. Las costumbres se adoptan libremente, pero ni se crean
por libre determinación ni su validez se fundamenta en ésta. Precisamente es
esto lo que llamamos tradición: el fundamento de su validez. Y nuestra deuda
con el romanticismo es justamente esta corrección de la Ilustración en el
sentido de reconocer que, al margen de los fundamentos de la razón, la
tradición conserva algún derecho y determina ampliamente nuestras instituciones
y comportamiento.” (Gadamer, 2007: 348-349)
[9] “El concepto de cultura que propugno y cuya utilidad procuran
demostrar los ensayos que siguen es esencialmente un concepto semiótico.
Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación
que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el
análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en
busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones.”
(Geertz, 2003: 20)
[10]
“Reconocer que toda cultura es, de algún modo, un lugar de luchas sociales, no
debe llevar al investigador a estudiar solamente las luchas sociales. Aún
cuando los elementos de una cultura dada se utilicen como significantes de la
distinción social o de la diferenciación étnica, esto no significa que estén
vinculados unos con otros por una misma
estructura simbólica que requiere un análisis. No existe cultura que o tenga
significación para los que se reconozcan como parte de ella. Los significados,
como los significantes, deben examinarse con la mayor atención.” (Cuche, 2002:
146)
[11]
“En realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que nosotros los que
pertenecemos a ella. Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros
mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente
en la familia, la sociedad y el estado que vivimos. La lente de la subjetividad
es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una
chispa en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de
un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser.”
(Gadamer, 2007: 344)
[12]
“La nueva Caracas que comenzó a edificarse a partir de 1945 es hija –no sabemos
todavía si amorosa o cruel- de las palas mecánicas. El llamado ‘movimiento de
tierras’ no sólo emparejaba niveles de nuevas calles, derribaba árboles en
distantes urbanizaciones, sino parecía operar a fondo entre las colinas
cruzadas de quebradas y barrancos que forman el estrecho valle natal de los
caraqueños. Se aplanaban cerros, se les sometía a una especie de peluquería
tecnológica para alisarlos y abrirles caminos; se perforaban túneles y
pulverizaban muros para los ambiciosos ensanches. En estos años –de 1945 a
1957-, los caraqueños sepultaron con los áticos de yeso y el papel de tapicería
de sus antiguas casas, todos los recuerdos de un pasado remoto o inmediato;
enviaron al olvido las añoranzas simples o sentimentales de un viejo estilo de
existencia que apenas había evolucionado, sin mudanza radical, desde el tiempo
de sus padres.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 33)
[13]
“Los tratadistas advertían que primero debemos asegurarnos de que no habrá
dificultad en la travesía; que la primera memoria (la arquitectónica) debe
estar firmemente arraigada para poder sustentar la otra (la de los recuerdos).
Caracas ofrecía esa posibilidad hace apenas unas décadas, –la casa caraqueña era muy
similar a la casa romana-, pero en dos generaciones ha ocurrido que donde
sueñan vivir los nietos es radicalmente distinto a donde vivían los abuelos. La
idea de patio se transformó en jardín perimetral, la de plaza en área verde, la
de casa en quinta, la de barrio en urbanización.” (Vegas, 2001: 148)
[14]
Hacemos alusión al sugestivo artículo de Federico Vegas llamado: “La plaza, el
patio y la esquina” contenido en su libro La
ciudad sin lengua (2001).
[15]
“Porque así como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo
de grandes constructores, me atrevo a exhibir hasta con cierta jactancia, que
provengo de un pueblo de grandes ‘derrumbadores’, un pueblo demolicionista que
hizo del escombro un emblema. Ése es el paisaje que he visto, por no decir que,
en el fondo mis ojos nunca han visto ningún paisaje. Desde luego, no se trata
de una ciudad que se reconstruye al estilo de Berlín en los inmediatos años de
la posguerra. Reconstruir una ciudad es asumir que todo lo que había en ella
era cierto y satisfactorio, como el vestíbulo de la ópera de Viena. Pero
Caracas pertenece al ámbito de la destrucción deliberada, como un ladrillo
erróneo que termina por no dejarnos satisfechos. Caracas es una ilusión de
inconformes, y asumirla de otra manera es, sencillamente, creer que vivimos en
otra parte y no en lo que hemos fabricado, mientras tanto y por si acaso.”
(Cabrujas, 2013: 276)
[16]
“Hace diez años pensábamos que aquí, ineludiblemente, se prolongarían todos los
estilos y formas económicas del estado de Texas. Si el impacto norteamericano
no iba consumir nuestra pequeña civilización mestiza. Si no terminaríamos por
ser demasiado sanos y demasiado optimistas. Si el viejo ideal de señorío y
sosiego a la manera hispánica, ‘el sentido trágico de la vida’, no sería
reemplazado por el dinamismo del ranchero o del millonario texano. O el
individualismo criollo –para tener una norma colectiva- adoptaría la de los clubes de hombres de negocios de
los Estados Unidos. Si domesticarían con agua helada, deportes, comida sin
especias, tiras cómicas y confort absoluto nuestro orgullo y casi nuestro
menosprecio hispano-Caribe, esa mezcla de senequismo español y de rudeza a lo
Guaicaipuro que fuera tan frecuente en algunos viejos venezolanos.” (Picón
Salas en Seijas, 2014: 39)
[17]
“El prolongamiento oriental de la ciudad invade el estado Miranda, se tragó los
antiguos burgos mirandinos como Sabana Grande, Chacao y Petara, donde los
caraqueños de hace apenas dos décadas iban a ‘temperar’, ocupa otros pueblos
laterales como Baruta y El Hatillo y amenaza descender por las abruptas rampas
que conducen a las tierras más cálidas de Guarenas y Guatire. Cuando las
autopistas completen su tarea de circunvalidación y en lace de los más varios
niveles, tendremos una ciudad que en su diseminado conjunto urbanístico ha de
ofrecer los más diversos climas.” (Picón Salas en Seijas, 2014: 41)
[18]
“Las sociedades modernas actuales pueden ser pensadas como sistemas integrados
y en ellas distinguir las estructuras formales de integración (Estado,
instituciones, etc. ) del mundo de la vida en cuanto ‘saber profundo’,
‘consenso cultural’, etc., para proponer que una acción orientada al
entendimiento ha de basarse sobre todo en este último. Sociedades, en cambio,
como la venezolana actual y las latinoamericanas en general, no presentan esa
homogeneidad y no son susceptibles de semejante análisis. Más un mundo de vida,
coexisten en ellas, cada uno con toda su integralidad. Es cierto que un mismo
sistema, moderno, se impone, o intenta más bien imponerse, sobre los distintos
modos de vida, pero se trata del sistema de un modo de de vida propio de un
grupo social que de hecho es el dominante. En ese sentido los otros modos de
vida están desacoplados del sistema, pero no se sistema sino del sistema del
grupo dominante.” (Moreno, 2006: 55)