El disenso como bien
hemos observado es parte fundamental dentro de todo el entramado de relaciones
políticas en el marco de una sociedad democrática. Si bien el discurso político
particular de nuestra realidad venezolana la mayoría de las ocasiones se
direcciona hacia el consenso, como en el caso actual de las primarias de la
oposición y la designación de los rectores del TSJ por ejemplo, la política
venezolana tiene altamente olvidada y obviada la posibilidad de disentir.
Las causas de este
olvido se pueden motivar a muchas razones: la crisis de los partidos políticos,
la anti política de los años 90s, los rasgos totalitarios de nuestro actual
gobierno, entre otras cosas. Sumando a esto lo que es el lugar común de la
crítica liberal al Estado: resaltar el alto grado de paternalismo que
caracteriza históricamente al Estado venezolano.
El Estado venezolano
puede ser caracterizado como uno que progresivamente y a través de los años ha
ido en el aumento de su control sobre los estadios de la socialidad y los
espacios de libre desenvolvimiento de la ciudadanía. Desde Juan Vicente Gómez
donde el Estado se convierte en el principal terrateniente del país, hasta Hugo
Chávez con su control absoluto sobre PDVSA. Si bien hemos referido a elementos
de carácter económico de la sociedad también podemos ver el aspecto específico
donde la sociedad civil tiene sus esferas de ejercicio político en plenitud.
Por ejemplo, tan solo
a partir el año 1989 se procede a una genuina descentralización del aparato del
estado con la elección de gobernadores y alcaldes. Dicha elección como ya es
sabido fue vista de muy mala manera por el partido de gobierno, Acción
Democrática - al cual pertenecía el presidente Carlos Andrés Pérez- por hacer perder el monopolio del poder
político al mismo. En ese contexto también vale la pena hablar del gobierno de
Jaime Lusinchi, antecesor del gobierno de CAP-II, que fue de dominado en
plenitud por el mismo partido. Puede que este fenómeno explique parte del carácter
político venezolano: democrático y convivencial en palabras pero sectario y
poco crítico en lo fáctico.
Sin la crítica, sin
el disenso y sin la posibilidad de la convivencia entre distintas opciones
políticas puede que suceda que nos encontremos en una especie de desierto como
lo menciona Hannah Arendt. Claro está, la metáfora del desierto mencionada por
Arendt estuvo seriamente influenciada por el nazi-fascismo, y salvando las
grandes distancias no intentamos para nada decir que el caso venezolano hable
de una crisis política de tal magnitud. Lo que intentamos salvar de la metáfora
de Arendt es el vaciamiento del espacio político que tuvo Venezuela por
aquellos años; la política perdió cualquier sentido y conexión con sus
ciudadanos.
Es un desierto en
tanto la desaparición de la política comunicativa. No en vano el Caracazo
irrumpe como fenómeno político social que aún al día de hoy resulta difícil de
explicar por parte de la dirigencia política de aquel entonces. Solo algunos se
aventuran a dar una que otra argumentación: el político venezolano había
perdido comunicación con la población, con el ciudadano de a pie. En términos
más académicos y propios de lo que ya hemos elaborado podríamos afirmar
entonces que el ciudadano había perdido deliberación con el Estado dentro de la
esfera pública. Parte de esta crítica
fue bajo la cual Hugo Chávez sustentó su estrategia electoral, argumentando la
necesidad de una nueva representatividad
y mayor participación por parte de la población.
Si bien el sentido
comunicativo cambió y fue rescatado a medias –Aló Presidente podría
considerarse como una nueva configuración de la concepción comunicativa del
Estado dentro de la política nacional- sucedió que, en ese trayecto de nueva
comunicación y de representatividad en la política venezolana, el debate
político fue dirigido por una sola persona, el presidente, y con un fin
específico: desmeritar el disenso a partir de la hostilidad hacia su oposición
política.
Hoy la historia ha
dejado al chavismo como un proceso político poco partidario de eso que llamaba
Chantal Mouffe como la necesidad de un pluralismo agonista que rescate siempre
el disenso como parte esencial de la democracia. El discurso político del
chavismo durante estos últimos años ha sido el de potenciar la idea de una sola
historia, una sola nación, un solo pueblo, una sola ideología, un único partido
y un solo protagonista político: el presidente.
Si bien Venezuela ha
sido históricamente un país presidencialista el chavismo ha llevado a la máxima
potencia esta característica de nuestro sistema político. Muestra de esto lo
podemos observar en la manera que le presidente se despide de la nación antes
de su operación en Cuba para diciembre del 2012, cuando lo enfático de aquella
cadena no fue pues la necesidad de tomar con preocupación la recesión a la que
entraba el país sino más bien puntualizar quien sería el heredero en la silla
presidencial.
Y aquello, una vez
más, fue muestra de la importancia que se le da al consenso en la vida política
nacional. Hoy en día el consenso que se intenta imponer desde las altas cúpulas
de poder es el de reducir a la nada la
soberanía de la sociedad civil. Desde el gobierno se intenta someter a la
población por medio del proyecto del Estado Comunal –llamado por Héctor Silva
Michelena como el Estado de Siervos- y
desde la oposición aún no se tiene ni un atisbo de mediana comprensión de la
identidad y de los distintos sectores de la sociedad venezolana.
Pues durante los
últimos años la oposición venezolana no ha sabido capitalizar el descontento de
la ciudadanía con el gobierno nacional en parte por la eterna búsqueda de
consensos, pero también por no entender que la soberanía, aún en periodos no
democráticos, es elemental si se pretende construir una oposición política con
base solida. El caso más llamativo de esto que traigo a colación lo podemos
encontrar en el papel jugado por la oposición venezolana durante las protestas
del año 2014, las cuales según el discurso oficial –tanto de la oposición como
del gobierno- fue que las protestas eran manifestaciones irracionales, casi
barbáricas, que atornillaban al gobierno al poder o que perturbaban la
conciencia pacífica de un pueblo conformado con su realidad.
Desconocer la
situación nacional y desconocer a su ciudadanía puede llevar inevitablemente a
no reconocer la importancia de la soberanía. Habermas entiende a la soberanía como la voluntad expresa entre
comunes alejados del ejercicio activo del aparato estatal o del aparato
económico de la nación. Si se desconoce a la soberanía y se entra en la
imposición eterna de consensos puede que de alguna manera u otra, en menor o en
mayor medida se esté doblegando la participación ciudadana en beneficio de
proyectos poco o nada democráticos. Puede que asistamos a la totalización de la
vida a partir de un discurso único; en sí, la negación de la diferencia.
Nos encontramos pues
ante la necesidad de refundar el disenso y rescatar a la soberanía por medio
del encuentro comunicativo entre políticos y sociedad. Sin esto, quizá, nos
encontramos aún a largo trecho de recuperar el signo democrático de nuestra
vida nacional.
Referencias
bibliográficas
1.
Arendt,
Hannah, La condición humana.
Barcelona: Paidós, 2005.
2. Mouffe, Chantal, En
torno a lo político. México: FCE, 2007.
3. Habermas, Jürgen, La
inclusión del otro. Barcelona: Paidós, 1999.